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“Up where the smoke is all billowed and curled
‘Tween pavement and stars
Is the chimney sweep world
When there’s hardly no day
Nor hardly no night
There’s things half in shadow
And halfway in light
On the rooftops of London
Coo, what a sight”
Mary Poppins es un film dirigido en 1964 por Robert Stevenson que, antes de transformarse en el realizador de la casa en amables producciones Disney, nos regaló una extraordinaria versión de Jane Eyre (aquí bautizada caprichosamente como “Alma Rebelde”), protagonizada por Orson Welles y Jean Fontaine; una delicia gótica que recomiendo calurosamente. La película que nos ocupa parece más antigua que lo que su fecha indica. No es ya la candorosa torpeza de algunos efectos especiales, ni esos interiores sobreiluminados, me refiero a resabios decimonónicos del viejo musical, como que por ejemplo la euforia matinal se represente a ritmo de desfile militar, conmovedor residuo de una época en la que la muchachada occidental se alistaba enfervorizada, dispuesta a regar con su sangre los campos de labor de la vieja Europa.
Pero eso no debe engañarnos. Vamos a analizar un poco. La historia de Mary Poppins, adaptación de los libros de Pamela Lyndon Travers[1], recicla hábilmente elementos de Dickens, Lewis Carroll o J.M Barrie y será así mismo revisitada con frecuencia en el futuro (recordemos esa Mary Poppins sueca y yeyé llamada Pippi Långstrump). En el hogar de los Banks (ojo al apellido) todo es minuciosamente planificado por el señor Banks, paradigma del hombre conservador, ordenado y aburrido, que ahoga su sexualidad y sus facultades imaginativas a través del metódico trabajo en un banco. El loco de David Cooper hablaba de la “mirada anorgásmica” del presidente Richard Nixon; bien, puedo asegurarles que, al lado de Mr.Banks, Nixon es como Jim Morrison. Su mujer sublima también su sexualidad insatisfecha mediante un sufragismo militante que se evapora en el preciso momento en que su prosaico maridito entra en casa. Los niños practican una rebeldía en off y queda claro que todo asomo de espontaneidad ha sido concienzudamente reprimido entre esas cuatro paredes. Y es en ese momento cuando desciende de los cielos, en medio de una imaginería muy Magritte, la misteriosa, frígida y pizpireta Mary Poppins (Julie Andrews), «practically perfect in every way».
Con una pasmosa seguridad en sí misma, Mary Poppins introduce un soplo de caos en el número 17 de Cherry Tree Lane. Cuenta para ello con un aliado inseparable, Bert (Dick Van Dyke), desinhibido one-man-band, pintor callejero y deshollinador ocasional; despreocupado, irreverente y libre, dado al carpe diem y a los números bailables, un hippy de manual, vamos. Ambos outsiders inculcarán en las cabecitas infantiles de sus pupilos el desprecio por el orden establecido y las convenciones, enseñándoles que un amable dejarse llevar por los impulsos del momento es la llave de la felicidad. Así pues guiarán a los niños a través de una serie de experiencias, incluyendo una iniciación cuasi psicodélica mediante la inmersión en los dibujos de tiza de Bert, puerta de entrada a una realidad paralela, suerte de encarnación de esa idealizada Merrie Olde England, cuya larga sombra abarca desde los autores victorianos hasta The Beatles. Allí, ambos harán mofa y befa de la venerable institución de la caza del zorro y Mary Poppins se entregará a desenfrenados bailes sicalípticos.
El señor Banks ve todo esto con lógica preocupación, pero sus intentos de llamar al orden a la feroz anarca que se le ha colado en casa son zanjados con un “nunca doy explicaciones” de la enigmática institutriz. Su esposa y las mujeres del servicio se adhieren con entusiasmo a los métodos de esa mujer que ilumina con el brillo de lo inesperado sus antes tediosas jornadas. El señor Banks viendo que las mujeres conspiran para acabar con las virtudes viriles que se practicaban en sus dominios, decide in extremis llevar a sus hijos al templo del dinero donde él trabaja y sacrifica sus días, a ver si van aprendiendo lo que es la vida. Allí, en una escena que no hubieran desdeñado firmar los Monty Python, el Banquero Supremo, indeciblemente anciano, y sus hijos acólitos reclaman a los niños sus modestos dos peniques con avidez libidinosa, glosando en una siniestra canción la excelencia de los balances bancarios a la hora de llevar Inglaterra a la gloria y la prosperidad. Los niños, unos sentimentales, son insensibles a dichos argumentos y a los encantos de un interés módico, ellos prefieren dar sus dos peniques a una anciana que vende comida para pájaros. Cuando el abyecto prócer intenta arrebatar las monedas a uno de los pequeños, éste comienza a exigir a gritos que le devuelvan su dinero, liándola parda y provocando un pánico bancario en toda regla.
Tras esa jornada catastrófica Mr.Banks regresa a casa melancólico y exhausto, para encontrarla invadida por un enjambre de desenfadados y enérgicos proletarios hiperactivos, capitaneados por Bert, que llenan su salón de hollín y anarquía. Esa misma noche Mr.Banks es llamado al banco, donde en una siniestra ceremonia con ecos de la degradación del capitán Dreyfuss, es despedido, poniendo fin a una prometedora carrera. Mr.Banks experimenta entonces una epifanía y tras contar un chiste malo vuelve a su casa dispuesto a cambiar su vida. Lo primero que hace es besar a su mujer en la boca, ante el regocijo del servicio, beso que –dados los antecedentes- resulta tan incómodo para el espectador como si se sacara la chorra. A continuación se irá a volar cometas con sus hijos, como está mandado. Intuímos que en lo sucesivo en esa familia se jugará más y se follará más. Y nos parece bien, ¡qué demonios! Mary Poppins, cumplida su misión y tras una conversación claramente alucinatoria con su propio paraguas, se va volando a subvertir futuros hogares británicos.
¿Para qué cuento todo esto? Es queja común entre la izquierda –la izquierda, ay, tan instalada en la queja- que los mass media nos bombardean constantemente con estupidizantes mensajes reaccionarios. Mi tesis es justamente la contraria. Todos aquellos nacidos después de la década de los sesenta hemos sido expuestos desde pequeños a bienintencionados mensajes progresistas, escritos por guionistas americanos, que son todos –como nadie ignora- unos liberales de mucho cuidado, en el sentido que allí se le da a ese noble término, enturbiado aquí por personajes de la calaña de Esperanza Aguirre. Lo cual explica que un gauchismo genérico sea la ideología default de la gran mayoría de los ciudadanos, incluyendo votantes conservadores (salvo casos donde confluyen una intensa influencia familiar, intereses de clase, alergia al pago de impuestos o factores fisiológicos diversos).
Así que me permitiré aventurar, sin asomo de ironía, que nuestra revoltosa y casta institutriz está claramente detrás de la actual pujanza de Podemos.
[1] Murió casi centenaria en 1996. Según sus nietos “she died loving no one and with no one loving her.»