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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Archivos de etiqueta: poder

Poder y ficción

19 lunes Abr 2021

Posted by Salvador Perpiñá in Mi oficio

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ficción, guionistas, poder

Soy una persona de clase media con una experiencia limitada del mundo y sin embargo tengo el atrevimiento de dedicarme a escribir. En literatura eso no tiene por qué suponer un problema ya que el escritor puede ―y debe― encontrar oro en los márgenes estrechos de lo habitual. Cosa diferente es el trabajo del guionista, donde con frecuencia debes sumergirte en mundos muy diferentes a aquellos que conoces de primera mano. El otro día me sentía incómodo al escribir una secuencia que tenía que ver con el mundo de los grandes negocios, esa dimensión paralela que transcurre en lugares refrigerados, enmoquetados y secretos y donde se decide sobre nuestras vidas entre ácaros y flujos de dinero. Los flujos de dinero son no menos importantes que la circulación de las ideas, échenle un vistazo al activismo desaforado de la publicidad actual y entenderán lo que digo. Como tantas otras veces, me enfrentaba a la representación convincente de un medio que desconozco por completo, labor para la que solo dispongo de una serie de imágenes tópicas del cine y los anuncios o, por inducción, el recuerdo de la actitud desenvuelta y descreída de los pocos abogados de éxito que uno ha conocido.

Siempre me ha dado que pensar la torpeza con la que el audiovisual español ―no se me ofendan, hay excepciones― suele retratar el poder, sea económico o político. En los productos de la industria americana, de The West Wing a Margin Call esos ámbitos se muestran de un modo convincente. No digo veraz, porque carezco del criterio para comprobarlo; lo importante no es que realmente sean así, es que uno crea que pueden ser así. Como imagino que sus guionistas no serán todos alumnos de Yale, se impone buscar otra explicación que vaya más allá del peso de lo vivido.

Dos explicaciones surgen a bote pronto. La primera es puro materialismo marxista. El escritor de ficción americano cobra más y se puede permitir más tiempo para documentarse, sus departamentos de arte disponen de un mayor presupuesto para que el lujo y el tronío luzcan en pantalla. La segunda sería que el sustrato cultural sobre el que crecen los guionistas anglosajones (incluso aquellos cuya dieta no va más allá de Star Wars o Marvel) está basado, aun lejanamente, en Shakespeare y el Antiguo Testamento, donde el poder (y la gloria) encontraron una voz elocuente. Pero creo que hay algo más sobre lo que ya habré escrito por aquí. Existe la convicción de que un sobrio realismo sería el género por excelencia de una España poco amiga de la fantasía. Yo niego la mayor. Pueblo de moralistas como somos, la objetividad, ese espejo ante el camino del que hablaba Stendhal, nos resulta ajena y hasta sospechosa. Cuando narramos, juzgamos. Por eso nuestros ricos y poderosos de la ficción ―y esto va dirigido también a los actores― no se parecen a lo que los ricos y poderosos realmente son, sino a la imagen distorsionada y moralizante que tenemos de ellos. ¿Para qué investigar sobre sus costumbres, para qué intentar meterte en su mente si YA sabes que son unos hijos de puta? No son personajes, son emblemas, seres de maldad bidimensional que podamos oponer a la virtud republicana de nuestros héroes en las parábolas, género de predicadores, que tanto nos gustan.

En estos tiempos de revival guerracivilista, de polarización y simplificación extremas, uno no puede dejar de pensar melancólicamente que la superación del conmigo o contra mí ―esa dialéctica amigo/enemigo, esa ética de patio de colegio―, que emprenderla a martillazos con los putos espejos deformantes del callejón del Gato, no solo haría del nuestro un país más habitable, sino que nos traería mejor literatura y elevaría considerablemente el nivel de nuestra ficción. Si no podemos evitar una guerra civil, que al menos nuestras series molen.

Il divo. Paolo Sorrentino (2008)

Comentario al margen

20 sábado Sep 2014

Posted by Salvador Perpiñá in política

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calles, niños, poder, política, sentimiento

No hace mucho un amigo colgó en el facebook un fragmento de “El Gran Dictador” de Chaplin, en concreto el excesivo y conmovedor discurso final. «We feel too little and we think too much» es una de las frases clave y en ese momento me pregunté si lo cierto no sería precisamente lo contrario, «we think too little and we feel too much».

A casi todos los efectos, seguimos viviendo en las coordenadas mentales definidas por Jean-Jacques Rousseau y la chavalada del Romanticismo alemán: sacralización de la naturaleza y de la figura del artista, exaltación del amor, el sentimiento y la espontaneidad, culto a la pasión y a lo extraordinario. Nos seducen el entusiasmo, la embriaguez, el desorden.

No voy a desprestigiar los sentimientos, no se me malinterprete, aquí uno siente como el que más. Cualquiera que vea el aspecto deplorable de mi mesa de trabajo entenderá que no soy un individuo precisamente cartesiano. Simplemente creo que la cantidad e intensidad de las emociones que suscita no es un indicador de la bondad de una idea. Ni siquiera el entusiasmo de la juventud o de los artistas, una panda de narcisistas irresponsables como todo el mundo sabe, la garantiza. El fervor del número, la energía prodigiosa que emana de las multitudes no tiene un valor moral en sí. Suelen acompañar los grandes procesos emancipadores, pero también las grandes carnicerías. Conviene distinguir.

Las banderas dan bien en las fotos, son de mucho emocionar. Hay una serie de motivos que se repiten en las crónicas de grandes actos de afirmación, porque son muy icónicos y resultones: niños en la manifestación con sus padres entre el flamear de las enseñas, chicas guapas pasándoselo en grande, ancianos rejuvenecidos por el entusiasmo. Si además el tiempo acompaña y hace solecito, nadie que no sea un desalmado rehusaría unirse a la alegría colectiva. No me gusta que los niños sean utilizados para embellecer un mensaje; hasta una foto de unos nenes en un prado florido, vestidos con sus pequeños uniformes del KKK, podría ser simpática.

Cuando del discurso de un tribuno alguien me dice que ha sido emocionante se me dispara una alarma interior. El fascismo, por ejemplo, fue la apoteosis de lo sentimental en política, toda su retórica, todos sus dispositivos de propaganda estaban destinados a despertar emociones. Hace poco leía viejas portadas de prensa del primer franquismo. Los editoriales, escritos en una prosa hiperbólica, convulsa, absurdamente cargada de imágenes, intentaban conmover a voces al lector haciendo gala de una cursilería insufrible. Llorar a moco y baba suele ser el preludio a los fusilamientos en las tapias de las afueras.

No digo yo de no entregarse cuando sea menester, para algo tenemos corazón, pero teniendo siempre a mano una pequeña, valiosa reserva de fría desconfianza. Por si acaso.

Temor y temblor

09 sábado Ago 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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pintura, poder, prodigios, Pujol

Estos días, con motivo de la caída en el oprobio de Jordi Pujol y entre el abundante material publicado al respecto, he vuelto a encontrarme con una vieja historia que siempre me pareció hilarante. En abril de 1989, Pujol regresa en helicóptero oficial de un funeral por unos bomberos fallecidos; ve entonces una columna de humo elevándose desde el Vall d’en Bas, cerca de Girona. La quema de rastrojos estaba prohibida por la Generalitat, así que ordena detenerse al piloto. Me gusta imaginarme a ese payés, sofocado por el calor y cegado por el sol, que oye un zumbido y ve como desde los cielos desciende sobre él un helicóptero del que se baja de un salto el Honorable, dinámico, gesticulante, perentorio, moviendo nerviosamente sus bracillos, conminándolo a apagar en el acto el fuego. Una vez abroncado el campesino infractor, Pujol se subirá de nuevo al aparato, que desaparecerá engullido por la claridad solar y dejando al buen hombre con un complejo sentimiento de culpa y falta de patriotismo, una aguda consciencia de su insignificancia.

Qué no hubiera yo dado por un piadoso pintor anónimo, un Giotto, un Gentile da Fabriano que hubiera plasmado con los ingenuos colores de la leyenda este hecho singular. Un perro ladra a un helicóptero, recortado sobre el pan de oro del cielo, como un gran pájaro; en su interior se amontonan el rostro duro e indiferente del piloto y el semblante decidido pero amable del líder. Simultáneamente y ya en tierra vemos su gesto admonitorio, la actitud entre el asombro y la contrición del campesino, sosteniendo una gorra entre las manos, sus rústicos pies anacrónicamente descalzos sobre un campo de flores, la transparencia de una mañana de abril y, para que no echemos nada en falta, los pájaros sobre las ramas comentando con sencillo asombro el prodigio.

Giotto

Giotto, La predica di san Francesco agli uccelli (1295 a 1299)

Sic semper tyrannis

03 domingo Ago 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Retratos

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ancianos, justicia, miedo, poder, siglo xx, venganza

Gil Scott-Heron se equivocó al proclamar que The revolution will not be televised. La revolución ha sido y será fotografiada, filmada, televisada, compartida en los efímeros muros de facebook, twiteada, transformada en películas, canciones, series y videojuegos. Nada escapa a nuestra voluntad de registrar el más mínimo o el más atroz de los hechos, lo que es también una forma de hacerlos desaparecer.

Ayer estuve revisando dos vídeos especialmente escalofriantes que recogen la caída televisada de Nicolae Ceaușescu, Secretario General del Partido Comunista Rumano, que ejerció desaforadamente el poder durante la segunda mitad del siglo pasado.

En el primero asistimos al último discurso del Conducător, el 21 de diciembre de 1989. Se dirige desde un balcón del edificio del Comité Central a la multitud congregada en la Piața Palatului. Con una sonrisa impostada y el cansancio de quien tantas otras veces lo ha hecho, desgrana los logros recientes del régimen. Hay un instante en que desde la multitud, detrás de las primeras filas de entusiastas o figurantes, surge un sordo abucheo que se extiende imparable en ondas concéntricas hasta que Ceaușescu, se da cuenta de lo que está ocurriendo y deja por un instante de hablar. Esa expresión de su cara. Estupor, incredulidad, el desconcierto de quien es despertado bruscamente y comprende que ha ocurrido algo irreversible; que ya, en ese preciso momento, ha sido derrotado por fuerzas que escapan a su control y le destruirán. Fueron décadas de dictadura ineficaz, minuciosamente policial (se dice que la vasta red creada por la Securitate implicaba un informante por cada 43 ciudadanos), de suspensión funcionarial del tiempo, pero ahora Ceaușescu ve desde ese balcón como la Historia asoma su rostro furioso. La televisión nacional corta en ese momento la señal. Las cámaras reciben órdenes de apuntar hacia el cielo o hacia la fachada desnuda de los edificios oficiales. Sobre esas imágenes se conserva grabado un segmento de audio en que una voz de mujer da instrucciones perentorias mientras Ceaușescu intenta apaciguar desde los micrófonos a una multitud que ya empieza a fluir hacia las puertas del edificio. Es Elena Ceaușescu, su esposa y Viceprimer Ministro del pais. Cuatro días después ambos estarán muertos.

Nicolae era de origen campesino. Huyo muy joven de su casa y de una figura paterna brutal. En la capital trabajó como aprendiz de un zapatero que junto al uso de la escofina y la lezna le inició en las esplendorosas visiones de futuro del materialismo histórico. A los catorce años ingresó en el partido comunista rumano. A los veinte, curtido en resistencia y lucha callejera, conoce detenciones y estancias en prisión. También conoce a Elena Petreșcu, que será su compañera de por vida. Una serie de sucesivas y fortuitas jugadas del azar -como compartir celda en el campo de concentración de Târgu Jiu con el líder comunista Gheorghe Gheorghiu-Dej, que lo hará su protegido- le llevan a la jefatura del partido y finalmente a la presidencia del país. Tras unos inicios discretamente aperturistas, marcando distancias con la URSS, Nicolae y Elena acaban ejerciendo una autoridad sin contemplaciones e imponen un risible culto a la personalidad.

Finales truculentos y abyectos no son infrecuentes en las trayectorias de los tiranos. Robespierre murió gritando cuando el verdugo, al acomodar al incorruptible en la guillotina, involuntariamente le desató el pañuelo que sostenía su mandíbula inferior destrozada por un disparo. Difícil olvidar las imágenes de los cadáveres de Mussolini y Clara Petacci[1] arrastrados por las calles de Milán y colgados boca abajo en la Piazzale Loreto, el sórdido final de Sadam Hussein o la muerte violentísima de un Gadaffi asustado y, como un imposible Cristo, cubierto de sangre.

«Los matáis y los echáis en fosas comunes. Que no quede vivo ni uno, ¡ni siquiera uno!». Se atribuyen esas palabras impías, no sé con cuanto rigor, a una Elena aterrorizada, cuando tras el discurso tienen que subir a un helicóptero y abandonar in extremis el palacio, ya invadido por las masas.

El ejército cierra el espacio aéreo y se ven obligados a aterrizar en el campo y a huir por sus propios medios. Una serie de peripecias en la carretera aplazan lo inevitable. Puedo imaginar a Nicolae y Elena, tras toda una vida juntos, sus manos manchadas de sangre indeleble, el corazón palpitando, mirando por última vez en su vida la carretera vacía y las ramas de los árboles mecidas por el viento frío, dando vueltas por el arcén, furiosos, desesperados, deseando que alguien quiera llevarles lejos, dispuestos a pagar lo que fuera. Un médico los recoge, pero acaba fingiendo una avería para librarse de ellos. Un segundo conductor los engaña, llevándolos a una granja donde los encierra en una habitación en la que serán detenidos poco después.

El 25 de diciembre se improvisó a toda prisa una parodia de consejo de guerra mientras se reclutaba entre el cuerpo de paracaidistas a los integrantes de un pelotón de fusilamiento. Hay una grabación del proceso. Ceaușescu baja de una tanqueta en una posición ridícula, indigna, y graban el reconocimiento médico de ambos. Un testigo declara que Nicolai había mantenido su decoro personal, en oposición a Elena, que se había descuidado y olía mal, aunque “parecía no importarle”.

El juicio es una farsa apresurada, su puesta en escena tiene algo de oficinesco. El fiscal desgrana una serie de acusaciones hinchadas (no era necesario, Ceaușescu y su esposa tendrían plaza garantizada en el infierno sin necesidad de exagerar). Nicolae, que ha rechazado al abogado de oficio por haberle sugerido que se declare demente, se defiende afónico, completamente fuera de la realidad, hablando de “traición” y “falta de patriotismo”. Elena permanece en silencio, pensativa, como quien sabe que le quedan escasos minutos de vida.

Se dicta la sentencia, que se cumplirá en el acto. Nicolae hace un gesto de impotencia. Ambos quedan por un instante a la espera, empequeñecidos, agotados, los abrigos puestos. No se miran a los ojos, no se cogen de la mano; van a morir pero se limitan a intercambiar unas frases malhumoradas. Dos ancianos enojados, como si les hubieran puesto una multa por aparcar mal.

Cuando les anuncian que serán sacados al patio para ser fusilados de uno en uno, Elena parece recuperar la energía y se yergue, exigiendo su derecho a morir juntos. Nicolai sale también de su resignación, sí, deben morir juntos. La firmeza de Elena sólo se quiebra cuando proceden a atar sus manos a la espalda. Ambos protestan, claman “vergüenza” al sentirse definitivamente inermes. “Yo os he criado a todos vosotros” vocifera Elena. Un soldado le replica: “nadie te va a ayudar ahora”.

Aquí se interrumpe la grabación. Fue todo tan rápido que el cámara no llegó a tiempo. Hay quien asegura que el dictador cantó la Internacional antes de que le dispararan y pronunció un teatral e improbable “la historia me vengará”, mientras ella se enfrentó a los miembros del pelotón llamándolos hijos de puta.

Nunca se sabrá. La cámara vuelve a grabar en el momento en que la columna de polvo levantada por las balas de las ametralladoras se disipa, dejando a la vista los dos cadáveres. Dos muñecos desmadejados, irrisorios, nulos. A Nicolae Ceaușescu le gustaba mucho Kojak y se hacía proyectar la serie en el palacio presidencial. Elena Petreșcu obtuvo por cojones un doctorado en Ingeniería Quimica presionando a los catedráticos que juzgarían su tesis, todo con tal de alcanzar el viejo sueño de cuando era una joven auxiliar de laboratorio. Ahora están muertos y es el día de Navidad. Fue la última ejecución en Rumanía, la constitución de 1991 suprimiría la pena de muerte.

[1] Nota. El sombrío Scott Walker tiene curiosamente sendas canciones de pesadilla sobre la muerte del Duce y la del Conducator. Ninguna de las dos llegará a ser canción del verano salvo en alguna dimensión paralela que, francamente, no querríamos nunca visitar.

Tributos y deditos

10 jueves Jul 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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amistad, Granada, impuestos, poder

Cada vez que no tengo más remedio que acudir a la Agencia Tributaria de mi ciudad, no deja de sorprenderme su incongruente apariencia de limpieza. No te imaginas un insecto desplazándose sobre las superficies pulimentadas. Ese aspecto desinfectado, estéril, la misma reverberación de los pasos que evoca un mundo de castigos y tedio, son muy adecuados para uno de los lugares primordiales donde el poder oficia; esos lugares donde ya se entra con un sentimiento de culpa, como ocurre en comisarías, juzgados, cuarteles. Son sitios donde si la cosa se tuerce te pueden joder la vida.

Hacía yo cola una mañana en la ventana de los impresos. La compra de impresos no es una ocupación que ponga de buen humor a nadie y la actitud desabrida del funcionario tras la ventanilla no ayudaba. No lo juzgo, no subestimo los efectos destructores sobre cualquier clase de ilusión de pasar ocho horas al día repartiendo formularios (en blanco) y cobrando menudas sumas a través de una bandeja estrecha que comunica ambos lados de un cristal. El hombre estaba atendiendo al que debía ser un viejo conocido, porque entablaron una breve conversación mientras iba cogiendo con calma cada uno de los impresos de su montoncito respectivo.

En Granada el entusiasmo, así en general, es algo mal visto, de modo que cuando dos granadinos en torno a los sesenta se encuentran por ahí no es que de repente salga el sol. Intercambiaron lánguidas cortesías mientras el funcionario devolvía el cambio con una lentitud de criatura del cretáceo.

-¿Y tu niña?
-Se casó.
-Foh.
-El año pasado se casó.
-Será verdad.
-En Barcelona vive ahora.
-Si yo la he tenido, fíjate, me acuerdo yo, la he tenido en brazos…
-No, si ya…
-Shhh, escucha. De chiquitilla. En brazos la he tenido.
-Foh.

En contra de la opinión general este tipo de conversaciones formulaicas, plagadas de lugares comunes, al igual que las conversaciones sobre el tiempo, me parecen de una gravedad antigua y con no menos profundidades que el Eclesiastés.

Una vez no tuvieron ya nada que decirse (y cada uno entendería en el rostro avejentado del otro lo que el tiempo había hecho con ellos) hubo un momento de indecisión durante la despedida, como un deseo de atravesar el muro de vidrio que los separaba. Creo que se les ocurrió a los dos a la vez, porque metieron a la par sus manos por debajo del cristal y se tocaron las puntas de los dedos antes de despedirse. Yo en ese momento sentí que me reconciliaba con la humanidad. Yo soy muy de reconciliarme habitualmente con la humanidad.

Cuando me tocó el turno, el funcionario me trató con un desdén que rayaba en la crueldad.

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