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Desesperación y Risa

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Desesperación y Risa

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Planetas

28 martes Feb 2017

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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planetas, ser, tiempo

En el año 1908, desolado por la relación amorosa de su esposa Mathilde con el pintor Richard Gerstl -la Viena de principios del siglo XX registra una interesante combinación de cuernos y talento- Schönberg compone su Cuarteto nº2, en cuyo cuarto movimiento se prescinde por primera vez de la tonalidad y una voz de soprano canta unos versos de Stefan George: «Ich fühle luft von anderem planeten» (siento el aire de otros planetas), acentuando la sensación de sumergirse en lo desconocido. Esta semana la NASA nos ha sorprendido al anunciar el descubrimiento de al menos siete planetas -tres de ellos susceptibles de albergar vida- orbitando en torno a una enana roja con un nombre, Trappist-1, que evoca por igual severos silencios monásticos, cervezas robustas y una empalagosa, canora familia.

Ante hallazgos así se siente una mezcla de esperanza, melancolía y acaso terror. Sabemos ya que la vida, el azaroso camino por el que la materia se conoce y se celebra a sí misma, es un accidente excepcional. Todo en un cosmos abundante en catástrofes conspira contra ella, precaria, frágil, apenas una mera oscilación de luz entre eones de furia y oscuridad. La mera idea de que el milagro haya podido reproducirse en algún lejano rincón de esa «infinita inmensidad de espacios que ignoro y que me ignoran», ante la que Pascal temblaba, alivia el espanto de sabernos solos en un universo de dimensiones enloquecedoras.

No faltan razones para la melancolía. Otros seres alcanzarán la consciencia de sí. No podemos conjeturar su aspecto, pero sí que excretarán y mentirán, deplorarán la pérdida de un paraíso, pondrán nombre a las cosas, conocerán la angustia de saberse efímeros y la carga de la Historia y sus violencias. Cumplirán su tiempo y como nosotros, Bach, Shakespeare, Pedro Sánchez y Chiquito de la Calzada, desaparecerán sin dejar rastro en ese convulso laberinto de branas y cuerdas al que hemos sido arrojados. Jamás llegaremos a conocerlos.

Tampoco hay que descartar el terror. Quizás Lovecraft tuvo una intuición certera y en esos planetas acecha algo que nada tiene que ver con nuestras pobres categorías sobre el bien y el mal, algo indeciblemente cruel, feroz, inhumano; quizás nos comportamos de manera irresponsable arrojando al espacio señales de nuestra existencia. Puede que hiciéramos mejor procurando que nadie nos encuentre.

Y sin embargo no deja de conmoverme la idea de que este mamífero improbable y desgarbado, que tose y ríe, haya descubierto allá en la constelación de Acuario, a 39 años luz, la posible patria de otras criaturas, hermanados en nuestra radical soledad. Cierto, nunca escucharemos sus voces pero podemos imaginarlos bañados en uno de esos crepusculazos portentosos que Trappist-1, como buena enana roja, garantiza. Y mientras lentamente otras estrellas, otros planetas, van desplegándose sobre el cielo, se harán preguntas, intentarán explicar el mundo, fabularán, soñarán con nosotros.

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Venetia Burney

16 domingo Nov 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Retratos

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guerra, Oxford, planetas, Plutón, Venetia Burney

A miles de millones de kilómetros del lugar donde estoy escribiendo esta entrada, hay un pequeño mundo, privado hasta más allá de lo imaginable de luz y calor, describiendo una órbita extravagante en los límites del área de influencia del sol, más allá de los cuales se extiende el abismo del espacio interestelar. Durante escasas décadas, este desconocido gozó de la distinción de ser el noveno planeta de nuestro sistema solar. En el año 2006 y a la vista de humillantes revelaciones sobre su verdadero tamaño, fue degradado a una condición subalterna de planeta enano. Una niña le puso el nombre por el que este impostor es conocido: Plutón.

La vida de Venetia Burney —de casada Venetia Phair, que suena no menos impresionante— transcurre sin sorpresas, tal y como cabe esperar del fruto de una familia de la élite cultural de Oxford, donde teólogos y científicos se mezclan sin aparente escándalo. El hermano de su abuelo ya sugirió en 1878 los nombres notoriamente exagerados de Phobos (miedo) y Deimos (terror) para las irrisorias lunas de Marte, inaugurando lo que parece una tradición familiar.

Falconer Madan, bibliotecario de la Bodleian Libray, uno de aquellos caballerazos victorianos de desaforada actividad intelectual, leía The Times una mañana de marzo de 1930. En sus solventes páginas se hablaba del descubrimiento por Clyde Tombaugh de un nuevo planeta que confirmaba las predicciones de Percival Lowell décadas antes. Su nieta Venetia, de once años, así como quien no quiere la cosa, sugirió entonces ponerle el nombre de Plutón, el dios del inframundo, entre cuyas habilidad estaba la de hacerse invisible. Falconer Madan no dudó en ponerse en contacto con un astrónomo amigo, que a su vez telegrafió a sus colegas del Observatorio Lowell, a los que la propuesta agradó. De este modo el planeta X —cuya superficie había poblado Lovecraft de negras ciudades habitadas por viscosas abominaciones— pasó a tener el pegadizo nombre por el que es conocido.

No sabemos mucho más de su vida. Licenciada en matemáticas, trabajó como contable y más tarde enseñó economía en colegios de chicas al sur de Londres. Contrajo matrimonio con un profesor de lenguas clásicas que llegó a ser director del Epsom Collegue. No hay mucho más. Uno se pregunta si una inquietante melancolía no la asaltaría al pensar en ocasiones en aquel planeta, su planeta, espantosamente desamparado en aquella lejanía imposible. Los dioses le concedieron una vida larga, de modo que aún vivía cuando la comunidad científica internacional decidió poner en su sitio a aquel astro menoscabado, aún más pequeño que la Luna, una mera excentricidad del sistema solar y ni siquiera la única: Eris, otro planetoide recientemente descubierto, le supera en tamaño. En unas declaraciones, la anciana nonagenaria vino a decir que aquello no le quitaba el sueño, aunque resulta difícil creer ese desapego. Todos tenemos nuestra vanidad y no tiene que ser agradable encajar semejante afrenta al cuerpo celeste al que has apadrinado, esa especie de asombrosa mascota con la que has mantenido toda tu vida un extraño vínculo.

Dado como soy a ensoñaciones triviales, más que en ese irónico desengaño final me gusta pensar en una joven e inventada Venetia Burney que solo existe en estas líneas, viviendo los azarosos años de la guerra mundial, en medio de esa fabulosa mudanza de las costumbres durante los periodos bélicos. La imagino una noche de verano, hablando en un jardín con un desconocido al que le acaban de presentar, un piloto de avión que partirá mañana al frente. Ella sostiene una copa en la mano y él escucha la historia de su infantil momento de gloria, que tantas veces habrá contado. Los contactos en tiempos de guerra son fugaces y urgentes. Veinticuatro horas después el joven piloto acabará en el fondo del Canal de la Mancha, después de que su nave se haya precipitado al mar, la carlinga en llamas. Imagino su conversación en voz baja, el brillo de sus ojos en la oscuridad y cómo hubiera sido hermoso tomar por la cintura a una chica de nombre Venetia Burney y besar esos labios que pusieron nombre a un planeta.

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