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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Archivos de etiqueta: perros

I read the news today, oh boy

19 jueves Oct 2017

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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niños perdidos, perros

Se llama Enma y tiene dos años. Ayer se perdió en el monte y fue encontrada dormida, abrazada a su perro, un podenco joven.

Hemos pasado los días entre llamas, mentiras y presagios funestos. Grandes violencias en rincones del mundo donde el sufrimiento ejerce su señorío. Y de repente uno se encuentra con una noticia como esta, una noticia de una modestia luminosa. Como en una antigua fábula, una niña perdida ha sido encontrada.

Ha ocurrido cerca de un pequeño pueblo de Ávila. Gil-García, apenas cuarenta y un habitantes. Pudo haber ocurrido en los tiempos en que se construyó la iglesia románica que todavía se tiene en pie. Como entonces, los hombres han entrado al bosque en cuadrillas para encontrarla, porque los niños están indefensos y deben vivir. El bosque no es buen sitio para ellos, es el lugar de la libertad y el peligro, de las alimañas, el frío y el mal encuentro. Y es de noche. Emma, que apenas ha empezado a poner nombre a las cosas, camina cuatro kilómetros acompañada por su perro hasta que la vence el sueño y debajo de una zarza se aovilla junto a él. Mi amigo Arturo Cid me cuenta que ese darnos calor formaba parte del pacto perdurable que nuestros antepasados establecieron con los perros. Sus ladridos atrajeron a uno de los grupos que batían el monte. Emma devoró las barritas de regaliz que le ofrecieron y todo acabó y bien está. El mundo será algo mejor con el peso tan ligero de Enma saltando en los charcos.

Perdida y encontrada. Enma escuchará muchas veces esa historia mientras ve envejecer al buen perro que le salvó la vida. Ella misma se la contará a amantes y a hijos. Acabará creando sus propios recuerdos sobre esas siete horas legendarias, cruciales. Vivirá siempre con esa gratitud o ese peso.

Hay una foto tomada poco después del feliz encuentro. Los miembros de la cuadrilla sonríen junto a los padres y a la niña recobrada, a los que se les ha borrado digitalmente la cara. A ellos no. Los miro y me imagino cómo han debido sentirse de vuelta a casa. Mañana, la maldad y la desgracia seguirán estando ahí, nada va a cambiar, pero esa noche una niña está a salvo y para todos ellos, los ojos muy abiertos en la cama, será una noche hospitalaria, amable más que la alborada. Como si el mundo, de nuevo, comenzara.

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Arthur Hughes – «The Lost Child»

Cave canem

13 sábado May 2017

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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infancia, perros

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Desde muy pequeños, desde que el lenguaje nos crece dentro, empezamos a formar categorías, a ordenar lo indiferenciado. Para los niños de mi generación la idea de perro se manifestaba de dos maneras. Estaba el animalillo encantador de los juegos y los dibujos animados, tan parecido a nosotros, afable, fiel, sentimental. Pero también estaba el otro, el animal bronco que corría suelto por las calles, el que no movía el rabo en señal de reconocimiento, el inquietante hijo del lobo y de la lluvia.

¿Cómo podría olvidarlos?, dirigiéndose a sus asuntos por las cuestas sin asfaltar de aquel pueblo, entre el humo santo de las chimeneas, sus ladridos como el trueno al otro lado de cancelas pintadas con minio contra las que estrellaban su corpachón. O encadenados cruelmente a una estaca, entre huesos que amarilleaban, siglos de miedo y vergüenza en los ojos de bestia apaleada. Las partidas de perros que descendían del monte, frutos desmañados de azarosos cruces y acoplamientos insolentes a pleno sol. Los grandes machos renqueantes, asmáticos, con los flancos heridos, la espuma blanca en el belfo. Sus secuaces hirsutos, descarnados, arrastrando a veces mutilaciones –aquel desgraciado con un ojo inútil, cristalizado y amarillento como un ámbar decrépito–, las pobres perras preñadas, con las tetas hinchadas, escarbando en la basura, la legua colgando, la sed incesante. Esa sensación de piedad y terror cuando tenías un mal encuentro con ellos en un cruce y el corazón te brincaba mientras –no moverse, no mirar­– contenías el aliento esperando a que dejaran de gruñir y de prestarte atención.

Una vez vimos a unos cazadores matar a tiros a un braco rabioso. Saltaba ensangrentado en el aire, parecía como si nunca fuera a morir. Durante semanas visitamos el secarral donde lo enterraron, erizado de cardos espinosos, contemplando fascinados el lento avance de la podredumbre. Cosas de críos.

Y ahora, cuando empiezo a percibirme como uno de esos perrazos vulnerados, cuando ya no oigo por la noche aquellos destemplados ladridos elementales, me acuerdo de ellos, de su hambre y su aterido orgullo. Viejos fantoches, expertos en mil derrotas, mis semejantes, mis hermanos. ¿Dónde fueron a parar aquellas manadas famélicas del invierno y las grandes intemperies?, ¿bajo qué luna bondadosa seguirán perseverando en sus libres correrías?

Los límites de la piedad

05 viernes Sep 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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ceguera, compasión, odio, perros

Estaba una mañana sentado en un vagón de metro, sumido como todos los pasajeros en un estado entre la modorra y la tristeza, cuando en una de las estaciones apareció un hombre alto, corpulento y en gabardina, que atrajo todas las miradas. Era un ciego, acompañado por su perro lazarillo. La irrupción de un ciego en un vagón de metro provoca lo más parecido a un estremecimiento de horror sagrado a que podemos hoy aspirar. En la ceguera siempre hay algo intensamente anacrónico.

Era una de las líneas que discurren a mayor profundidad, así que al verle era difícil no pensar en el imposible descenso por un laberinto de pasillos y escaleras, en medio de una tiniebla que, de una manera especial, se derramaba desde él hacia nosotros. Ese incómodo sentimiento quedaba suavizado por la mirada del perro guía, un buen perro sin duda, un pastor alemán adorable, todo fuerza, afabilidad, abnegación, la lengua sonrosada colgando simpática de su boca abierta. No tardaron en cederle un asiento y el tren se puso en marcha, el ciego en su oscuridad y nosotros en la nuestra.

Los sonidos chirriantes del metro incomodaban ligeramente al perro, que llegado un momento se agitó y empezó a gemir. El ciego dio un brusco tirón a la correa que sostenía el arnés y gritó: “¡calla ya!”. No sé por qué uno espera de los ciegos que tengan una voz suave y dulce, a lo Nat King Cole, pero no era el caso. Más próxima al graznido que al susurro, inapelablemente antipática, fue imposible ignorar esa voz, por mucho que lo intentáramos. Un cierto malestar empezó tomar forma. El pobre animal no podía reprimir su nerviosismo y se agitaba y emitía ligeros aullidos asmáticos; el ciego volvió a pegar un violento tirón de su arnés y a levantar la voz. Aquella incómoda compasión del principio empezó a virar hacia la hostilidad. Cuando el hombre levantó la mano y le dio una colleja a su acompañante, una chica no pudo contenerse y con una incandescente mirada de odio gritó: “ya está bien”. El perro, sabiéndose quizás apoyado incondicionalmente por todos, levanto los ojos al cielo con una mirada doliente capaz de apaciguar tormentas y prorrumpió en un crescendo de gañidos inarticulados que su dueño, incapaz a estas alturas de dominar, intentaba sofocar torpemente a base de tirones y manotazos en el lomo. Podía imaginarme cómo, desde la soledad resonante de su mundo de sombras, aquel desdichado sentía que el universo se había puesto en contra de él. Cuando llegué a mi destino y me bajé del vagón no quise mirar atrás, tenía miedo de ver a los pasajeros apaleando al ciego y al perro lamiendo agradecido las manitas frías de hermosas muchachas de buen corazón.

(25-11-2013)

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