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Nunca me arrodillaré para atarte los cordones de los zapatos, no echaré mercromina en tus rodillas desolladas ni te contaré cuentos donde los malvados no ganan, no te enseñaré como se llaman las cosas del mundo, ni las canciones que amé. No verás conmigo los árboles del bosque ni las estrellas que pueblan la noche y nos ignoran, las obras del buen dios y los milagros de los hombres, no te aburriré hablándote de un tiempo que no conociste, ni creeré descubrir grandes señales de ingenio en tus pueriles observaciones de crío. Puedes ser ―según mi humor― niño o niña, reservado y melancólico o una consumada payasa. Te pareces a mí, pero no tienes nombre porque no existes y no existes porque te fui aplazando hasta que de repente ya era tarde. Hay un tiempo para todo lo que se hace bajo el cielo.
Quería el mundo entero para mí, quería prolongar una juventud que creía vivida a medias, quería experiencias y aventura y cuando quise darme cuenta tú ya no podías ser. Todo el dinero que debería haber gastado en tu ropa pequeña, tus ortodoncias y tus bicicletas, lo gasté en libros y discos para los que no me da la vida, pura obsolescencia que no será para nadie. Maltraté el cuerpo que se me dio solo para protegerte, yo mismo jamás adulto por no haber velado tus noches de fiebre.
Parece que no he satisfecho las exigencias de la especie, soy un callejón sin salida evolutivo. No hago un drama de ello. Tú te has librado de algún mal hereditario y de mis vicios de carácter, yo también me libré de tu mierda y de tu desprecio y tu ingratitud adolescentes, del miedo atroz a que cualquier cosa de un mundo inclemente pudiera hacerte daño, de verte convertido en un imbécil.
Ahora en todos los niños que veo pasar descubro fragmentos de lo que podrías haber sido, poseído por un asombro reverencial y algo bobo ante el misterio inmenso de la niñez. Me emocionan sus voces frágiles, sus miedos, sus ensoñaciones, la tierna torpeza de sus movimientos, la gracia inigualable de su lenguaje no envilecido por la afectación y la costumbre, sus disfraces, sus dibujos y su risa, ver en ellos el júbilo de la amistad y la exploración. Construyo en lo que escribo una infancia fabulosa y legendaria para que tú la habites y descubras la bondad del perro, el olor bravo de las plantas del monte, el frío y el fuego, las melancolías de la tarde.
No quiero perder nunca dentro de mí tu aliento breve, entrecortado, el corazón latiendo enloquecido mientras corres por los campos de la pura posibilidad, no tocado por la miseria y el sufrimiento, por la mezquindad de las renuncias del adulto. Luz, juego y alegría, puro ser que descubre y aprende, trepando a los árboles donde tiemblan las hojas, gritando feliz a la orilla de un mar de un azul que no tendrá fin, aliado de pájaros, delfines y olas. Quiero seguir soñando en vano que quizá algún día, cuando llegue el momento, me lleves de la mano a través de la gran oscuridad.
Paul Klee – «Adam und Kleine Eva» (1921)