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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Archivos de etiqueta: pasado

El sur es más de Heráclito

29 lunes Oct 2018

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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conservadores, pasado, progresistas

El paseante experimenta en ocasiones una especie de vértigo por las calles de su ciudad. Esas calles por las que ha pasado cientos de veces y que han cambiado tanto que ocurre como en esos sueños en los que la propia casa es la misma y a la vez otra.

Creo —de un modo arbitrario, seguramente— que ese hábito de impermanencia es muy del Sur. Norte arriba abundan pueblecitos de un coqueto, cargante encanto medieval. En l’Europe aux anciens parapets se preservan barrios enteros de ciudades, como islas no tocadas por el curso del tiempo, o se reconstruyen piedra a piedra tras haber sido arrasados por lluvias de fuego. Siguen abiertos cafés y pubs de fabulosa antigüedad en cuyos bancos pulidos los grandes hombres plantaron sus nalgas de prócer. Se venera lo antiguo como una forma de lo pintoresco. Aquí lo derribamos todo alegremente, sin remordimiento. Se conservan, sí, iglesias, castillos y palacios, pero nos deshacemos de los vestigios de lo cotidiano. Vicio de pobres, deseosos de huir de un pasado que no nos enorgullece.

El movimiento pendular de los gustos. Vuelve en los nuevos establecimientos aquella afición de los ochenta por los espacios exentos, sobreiluminados, por el blanco 2001. En los ochenta nos enamoramos del futuro, pero pronto nos cansó su perfección estéril. Acabamos abandonando el brillo de la percusión digital y los bares que parecían un laboratorio o una sala de máquinas y abrazamos de nuevo la idea de taberna, volvimos a los encantos tibios del claroscuro, lo abigarrado y umbrío, el desorden de lo orgánico. Lo analógico, abierto al error y a la imperfección. Como si olvidáramos que ese pasado romantizado que compramos era también el de la muerte prematura y los grandes tedios, con toda la mugre, el hedor y la ferocidad de los viejos buenos tiempos.

El deseo quiere que todo cambie, pero necesitamos la idea de repetición, esa periodicidad que nos espanta y a la vez nos consuela. Hasta hace poco pensaba que las diferencias entre izquierda y derecha eran una mera cuestión de dónde fijar los límites de la intervención del Estado. Ahora me doy cuenta de mi error, la tensión entre el pensamiento progresista y el pensamiento conservador va mucho más allá. Es aquel “prefiero la injusticia al desorden” atribuido a Goethe[1]. El conservador opta por esa reiteración de lo familiar que llamamos tradición, celebra las costumbres del pasado porque siente que los hombres, como el niño, necesitan del efecto sedante, tranquilizador de lo pautado. La izquierda con frecuencia subestima esa necesidad psicológica. Somos conscientes de la iniquidad y de lo injusto, pero nos da miedo perder pie, borrar la plantilla y quedar ante el papel en blanco.

Y así divago mientras sigo caminando por estas calles, decorado de mis días, donde faltan las tiendas de juguetes y de discos, los cines y las librerías y los bares que me hicieron; donde me cuesta reconocer aquel portal, ahora desposeído, sin voz y sin misterio porque ella ya no vive allí. Quizás la temida vejez futura no sea más que eso, deambular en soledad, definitivamente irrelevante, por una ciudad que se ha desprendido de la sustancia de tu vida como de una piel muerta. Exiliado de las horas, empujado forzosamente a la dulzura del recuerdo, replegado a un tiempo interior, ilimitado, íntimo, precioso; donde los amigos siempre levantarán sus copas en las barras y aquel portal se abrirá y subirás las escaleras y llamarás a la puerta.

[1] No con toda ecuanimidad, como ha argumentado recientemente Bernard-Henri Lévy en “Enemigos públicos”, un interesante intercambio epistolar con Michel Houellebecq.

www.visit-nottinghamshire.co.uk (2)

Cada cosa en su sitio

23 lunes May 2016

Posted by Salvador Perpiñá in Examen de conciencia

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desorden, papeleo, pasado

«Kippel son los objetos inútiles, las cartas de propaganda, las cajas de cerillas después de que se ha gastado la última, el envoltorio del periódico del día anterior. Cuando no hay gente el Kippel se reproduce […] cada vez hay más».

Philip K. Dick. «¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?»

Soy una persona desordenada. No es algo de lo que esté orgulloso, entiendo que se trata de una limitación y una fuente de angustia.

En sucesivas mudanzas nos desprendemos de lo superfluo, pero en realidad no contribuyen a reducir la entropía. Al contrario, algunas precarias tentativas de orden, buenas intenciones de archivero, se malogran. Es como barajar de nuevo las cartas. Poco a poco, de casa en casa, se forma un oscuro inconsciente de papeles sin clasificar mezclados durante años, atestando carpetas y cajones en furiosa promiscuidad. El material reprimido de la realidad.

Un día llega un certificado, los carteros nunca sonríen cuando te entregan un certificado oficial, por si acaso. Una carta, en una prosa no menos densa que la de Foucault, te requiere la inmediata presentación de algún documento de hace años. El hombre desordenado reza para que aparezca en los lugares previstos, de lo contrario deberá buscar en ese cementerio de papeles, esa cara oculta de la luna.

Nos gusta creer que en el inimaginable momento en que nos despedimos del mundo, nuestra vida transcurre ante nuestros ojos en un elegante, misterioso resumen. Una búsqueda como esta supone una experiencia parecida. Excavas como un arqueólogo en los estratos de tu propia historia, topando con testimonios por descifrar de un pasado. Ascendencias y caídas: contratos de alquiler, ventas de casas, nóminas, facturas de restaurantes, de hoteles, billetes de conciertos, proyectos que no cuajaron, números de teléfono de personas que no recuerdas, documentos judiciales, billetes de avión, informes de alta de hospital. De vez en cuando algo vivo, alguna lista fantasmal de cosas que entonces era imprescindible hacer, una nota encantadora que todavía te hace sonreír, cartas tristes de despedida, el aire forense de las polaroids, un dibujo obsceno de la adolescencia del que no quisiste desprenderte.

Son excepciones. Inquietado por la sensación de que en algún momento olvidaste hacer algo, algo que era tremendamente importante, tu vida se despliega codificada ante ti, no embellecida por la melancolía o la literatura. Una sucesión de hechos, de prolija información, de transacciones registradas y selladas, puro karma burocrático y olvido. Una historia narrada por una divinidad oficinesca y farragosa.

A estas alturas el documento aún no ha aparecido, pero estoy ya pensando en una hoguera de San Juan por todo lo alto.

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¡Sorpresa!

13 lunes Abr 2015

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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pasado, revelaciones, sorpresas

A veces recibimos a través de terceros revelaciones imprevistas sobre los demás, se nos refieren actos que no tienen nada que ver con la imagen que nos habíamos hecho de alguien. Puede tratarse de asombrosas debilidades o de algún hecho indigno, un secreto de familia que sale a la luz, también una aventura amorosa jamás sospechada, puede llegar a tus oídos un rasgo cruel o una absurda vanidad, nos enteramos años después de una infidelidad o de un comportamiento inaceptablemente mezquino o bufo.

Hay algo que nos conmociona más allá de la decepción o la ligera sensación de ridículo al haber sido los últimos en saberlo. Es el descubrimiento de que no llegamos apenas a desentrañar la superficie de lo que creíamos conocer. Hay una parte del otro que siempre se nos escapará. Para poder vivir necesitamos establecer una serie de juicios de valor sobre quienes nos rodean, categorías, casilleros en los que los ubicamos para sentir cierta seguridad. La nueva luz que esos hechos arrojan sobre ellos abre una fisura en la realidad que amenaza con poner todo en cuestión.

Podemos estar equivocados incluso respecto a nosotros mismos. La sufrida imagen de nobleza, dulzura y abnegación con la que nos investimos pudiera muy bien resultar falsa, quizás hay dentro de nosotros reservas de vileza, frialdad e ingratitud que somos incapaces de ver. El mundo puede de repente ser muy diferente y en ese otro mundo paralelo ya no nos valen nuestros viejos recursos de orientación.

Es una sensación inquietante, como si al salir una mañana los nombres acostumbrados de las calles fueran otros, como si un buen día el rostro mil veces visto en un cuadro hubiera cambiado su expresión, como si tras los acordes iniciales de una música familiar y querida apareciera una melodía irreconocible.

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