La infancia paga su inocencia con sometimiento; la adolescencia, su vitalidad con angustia; la madurez, el conocimiento con decepción. Decepción del mundo, decepción de los hombres y decepción de uno mismo. No es tan terrible, se aprende a manejar el ocasional brote de melancolía, puedes vivir con ello. Sin embargo, hay momentos en la historia, como aquí y ahora, en que lo real no nos concede el alivio de la esperanza. Pensábamos hace unos meses haber recuperado el mundo, la vida que tuvimos y resulta que lo inevitable, lo que no depende de nuestros deseos ni nuestra voluntad, regresa e impone su dominio. Volveremos a los encierros, volveremos a perder las horas de una vida que pudo ser, volveremos a tener miedo a una muerte posible, los otros serán de nuevo una amenaza y las íntimas catástrofes de la ruina volverán a desvelarnos. Los políticos no estarán a la altura y los ciudadanos se entregarán a la furia, al veneno de las ideas simples y a los mercaderes de humo.
Mi amigo Juan Navarro a veces me habla de los tiempos de su juventud. Una larga melena cubría entonces la cabeza afeitada de tribuno romano que siempre le he conocido. Un temperamento explosivo y la lectura de Kerouac le empujaron a enrolarse en un barco pesquero que faenaba en el Gran Sol. Un día llegó su primera tormenta en alta mar. El cielo se ennegreció, alarmante, el viento empezó a soplar. Adicto a las emociones fuertes y harto de porros, se lo estaba pasando en grande con el balanceo del barco hasta que en la mirada de sus compañeros entendió el peligro. Bastó una señal de cabeza para que todos se dedicaran a plegar y amarrar cuanto había sobre cubierta. A continuación solo quedaba cerrar escotillas y refugiarse abajo, sentados en la cocina. Aguantar allí las siguientes horas «en silencio, mirándonos, pasando la botella».
Nos toca aguantar de nuevo, esperar que pase la tormenta y que la desgracia no nos alcance ni roce a quienes queremos. Cada cual tendrá su propia botella, cada cual encontrará dentro de sí aquello que le ayude a aguantar la soledad, el aguijón de la carne, el cielo negro de la tristeza y el desánimo.
Encerrado en la casa, el silencio nocturno pesa ahora de una manera especial. Uno imagina las calles vacías, recuperando sus atributos siniestros, esa sugestión de amenaza a la que no estamos acostumbrados, pero que ha formado parte de sus prestigios desde el principio de los tiempos. Como hace siglos, solo deambularán por ellas los brazos del poder, algún servidor municipal y muy pocos desconocidos. Amantes, desesperados, crápulas y criminales se dirigirán en silencio a sus asuntos bajo un firmamento indiferente. Asuntos que es agradable imaginar en la cama, mientras te dejas arrebatar por el sueño.
No hay mucho más, una desolación sin grandeza, un apocalipsis de clase media, un coñazo triste. Uno no puede decir algo consolador sin resultar trivial. Poco nos queda cierto entre las manos. Solo de una cosa estoy seguro: si alguna vez salimos de esta, no habremos aprendido nada.
Jakub Schikaneder (1855-1924)