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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Archivos de etiqueta: música

Silencio

24 lunes May 2021

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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música, silencio

Qué animal estruendoso somos. A nuestro lado el perro del vecino parece un circunspecto monje tibetano. Nos despertamos con un ruidoso bostezo y ya la emprendemos a golpes contra el mundo. El día se inaugura con una sinfonía grotesca de caídas de tapas de inodoros, descargas de cisternas, grifos, flatulencias y maquinillas de afeitar, motores que arrancan y persianas que se levantan. Cháchara y maldiciones. No nos basta con nuestra capacidad para el estrépito, millones de medios de reproducción multiplican hasta el delirio la aspereza articulada de nuestra voz. Fábricas, sirenas, los temibles atronamientos de la guerra. Sin duda nos hacemos notar. Y cada juntura por la que pudiera filtrarse el temido silencio la tapamos con música. La música, esa misteriosa forma del tiempo (Borges dixit), degradada a una viscosidad trivial, un engrudo que apacigua nuestra angustia de estar en el mundo. Hace tiempo que dejó de ser lo que Schopenhauer enfáticamente llamaba la voz de la voluntad para quedarse en musiquita, algo jovial y estupidizante, que nos acompaña en nuestros desplazamientos, en los talleres y en los mercados, en las tabernas y en los apareamientos, que nos da marchita, que impregna las persuasiones publicitarias y los discursos institucionales, que nos señala qué hemos de sentir en las películas. Omnipresente, narcótica y superflua. Basura.

El año pasado tuvimos un ensayo general de un mundo más silencioso. Los animales salvajes acudieron confiados a los arrabales de nuestras ciudades. No se nos oía apenas. Duró poco. Por eso, a veces, un inmenso cansancio de nuestros miserables tumultos, las ganas de que nos callemos, el deseo de un silencio radical. Abstenerse del ruido y de la palabra, pero también dejar de opinar, dejar de juzgar, dejar de escribir (en especial acabar con las ficciones, no añadir simulacros de realidad a lo que ya nos es dado), silenciar incluso la voz de los difuntos en los anaqueles de las bibliotecas. Comportarnos como si no existiéramos, como si temiéramos que un poder malvado se percatara de nuestra presencia. Con la muda delicadeza del caracol o la nieve al caer.

Y aun así el silencio nos eludiría. Oiríamos el sonido de nuestros órganos internos, la febril actividad celular, el sonido de las raíces extendiéndose bajo tierra, la corrupción de los muertos, vientos, tormentas y oleajes. El mismo origen del universo, sus primeros instantes, no fueron un salto callado del no ser al ser sino una violencia inimaginable que todavía oímos.

No es algo de este mundo. Solo algunos, muy pocos, han llegado cerca de donde habita el silencio. Un espacio central dentro de nosotros, donde no nos alcanza el estruendo del cosmos y sus vastas ceremonias de aniquilación y desorden, ni siquiera el sonido y la furia de nuestros pensamientos. Un lugar de secreto deleite y de supremo terror, porque allí, en los confines mismos del silencio empiezan a suceder cosas.

Odilon Redon. «Silence» (1911)

Un desbordamiento

06 martes Jun 2017

Posted by Salvador Perpiñá in Historias

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música, memoria, tierra trágame

Sucedió que una amiga mía, que vive en un pueblo de las afueras, volvía a casa finalizada la jornada y de buen humor, circunstancia esta que conviene subrayar. Pasó al lado de una iglesia donde un cartel anunciaba el concierto de un “coro danés de voces blancas”. Tengo que decir que mi amiga es músico y que en Huétor Vega, aun siendo un pueblo encantador, la presencia de un coro danés de voces blancas es algo bastante excepcional. Así que mi amiga se adentra sin pensarlo en la penumbra del templo. Hay en las iglesias de los pueblos una especie de acogedora, limpia, humanísima sencillez. La de Huétor, una muestra de arquitectura mudéjar del siglo XVI, no es ajena a ese encanto. No había mucho público y en medio de ese silencio resonante de bancos de madera y toses sofocadas hizo finalmente su aparición el coro: un grupo de muchachas unánimemente rubias -el rumor ligero de sus pies sobre el suelo de piedra- que vestían de negro con una estola roja sobre los hombros. Empezaron a cantar.

Lentamente, aquellas voces con algo todavía infantil, voces sin historia y sin remordimientos, desplegaron ante los oídos de mi amiga una bóveda de una belleza transparente, como si el tiempo suspendiera su disciplina, como una luz que era un acuerdo con una existencia repentinamente investida de sentido. Habréis alguna vez oído hablar del síndrome de Stendhal. En determinado sujetos expuestos a una experiencia estética muy intensa se produce una reacción en forma de vértigo, confusión, temblor y palpitaciones. En el caso de mi amiga la respuesta consistió en un llanto difícil de dominar.

Aun en semejante estado de disociación, no podía dejar de darse cuenta de que sus lágrimas empezaban a llamar la atención de parte del público y, especialmente, reparó en que las encantadoras muchachas del coro, tan rubias, tan blancas, tan boreales, la miraban apenadas, conmovidas por la aflicción que desgarraba a aquella desconocida. Percibió entonces, de manera casi física, que cantaban para ella, para sacarla de su espantosa crisis de mujer anónima, que a su manera danesa le decían: ¡estamos contigo!, «you’re not alone, gimme your hands!».

Un estremecimiento de gratitud, de amor oceánico comenzó a arrancar hipidos de su cuerpo. Hubiera querido decirles que no había de qué preocuparse, que era feliz como un pajarico, pero a esas alturas ya todo el recinto estaba pendiente de sus sollozos convulsos.

Por un momento pudo parecer que la absurda situación se resolvería cuando, a modo de intermedio, un pianista se dispuso a interpretar arreglos de cantos populares. Mi amiga conocía al pianista, sabía que no era un virtuoso y podía ver que el teclado eléctrico del que se disponía no auguraba una experiencia estética de primer orden. Quizás podría así cortarse ese flujo embarazoso de lágrimas y mocos, de manera que bajó la guardia. El hombre, que tenía ya sus años, coloca sus manos sobre el teclado y empiezan a sonar reconocibles, inevitables, fatales, los primeros acordes de “El noi de la mare”.

«Què li darem en el Noi de la Mare?
Què li darem que li sàpiga bo?
Panses i figues i nous i olives,
panses i figues i mel i mató».

¿Os he contado que mi amiga es catalana? Esa y no otra era la canción que desde su más tierna infancia le cantaba su madre para inducirla al sueño. Y entonces se le vinieron encima todas las noches lunares de la primerísima niñez y la luz encendida de la mesita de noche y la suavidad de aquel pijama con la cara de Bambi y aquel sentimiento inefable de estar a cubierto, arropada por las mantas y por aquella voz que alejaba todo temor y que le hacía sentir que el mundo era bueno y seguro y amable.

A estas alturas a mi amiga ya le daba todo igual y, sin freno alguno, lloraba a lágrima viva. La compasión del público empezó a transformarse en una cierta incomodidad, ¡algunos niños la miraban impresionados! El mismo pianista dirigió unas palabras al público, explicando que las canciones populares apelan a emociones muy arraigadas en el inconsciente y pueden tener un efecto catártico sobre personas deprimidas. En ese momento sintió todos los ojos presentes clavados en su nuca y empezó a pensar en cómo huir de allí, cómo levantarse y salir de la iglesia secándose las lágrimas con la mayor dignidad posible dadas las circunstancias, mientras el pianista lo daba todo atacando “El paño moruno”; no fuera a ser que se presentara un médico compasivo y, mientras la sujetaban firmemente de los brazos, le inyectara en vena una dosis masiva de alprazolam.

(Le he robado esta historia a Isabel Maynes, tal y como la contó el día de su cumpleaños, con los inevitables añadidos de mi cosecha. Espero haberle hecho justicia.)

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Blackstar

22 viernes Ene 2016

Posted by Salvador Perpiñá in música

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Bowie, música

Siguiendo una de esas queridas rutinas un poco ingenuas que miden y alegran el paso de los años, me hice el pasado ocho de enero con Blackstar, el disco recién publicado de David Bowie y, como tantas otras veces, lo escuché del tirón, experimentando ese feliz acuerdo entre lo familiar y lo nuevo que recompensa al fan recalcitrante. Ninguno de sus discos entregaba todos sus secretos a la primera, podían incluso decepcionar, pero con cuánta atención eran estudiados esa primera vez, con qué oído afectuoso rastreaba sus triquiñuelas de embaucador, intentaba entender sus decisiones a veces desconcertantes, descubría los guiños a su propio pasado o agradecía sus golpes de genio, esos momentos en los que el consumado profesional desplegaba su magia. Puedo recordar perfectamente cada uno de esos primeros encuentros, en torno a cada álbum podría recomponer la memoria de épocas perdidas de mi vida. Es algo que ya no volverá a pasar, algo que he perdido.

*  *  *  *  *  *  *

La caja del cd sigue todavía encima de una mesa en el salón de mi casa. Si antes me parecía misteriosa y elegante, ahora la estrella negra ha adquirido una dimensión funesta, se ha transformado en un objeto perturbador, irradia mortalidad.

*  *  *  *  *  *  *

La muerte, que solía planear como recurso melodramático sobre las canciones de Bowie, se hace ya omnipresente en su etapa de madurez. Desde la tontuna accionista del por lo demás magnífico Outside, hasta los climas sombríos de Heathen o The Next Day, pasando por aquel memento mori, Bring me the disco king, que cerraba el álbum Reality:

Close me in the dark, let me disappear
Soon there’ll be nothing left of me
Nothing left to release

Hay una diferencia esencial en el caso de Blackstar, la muerte no aparece ya como una mera posibilidad, sino como una certeza. Gustav Mahler documentó a lo largo de sus tres últimas obras el proceso entero de su acabamiento. Bowie, maestro constante de la autorepresentación, no podía dejar de poner en escena su propia agonía. Todos de este modo nos hemos visto obligados a hacer en el intervalo de unos pocos días dos lecturas sucesivas de su último disco. En una un Bowie en plena forma explora nuevas posibilidades sonoras, anticipando futuras sorpresas, en la otra alguien al límite de sus fuerzas nos ofrece una sucinta despedida que pasa del espanto a la serenidad final. No recuerdo un caso semejante.

*   *  *  *  *  *  *

Hace no tanto estuve comparando dos conciertos suyos, separados por veinte años. El uno perteneciente al Serious Moonlight Tour del año 1983, el segundo al A Reality Tour de 2003, la última gira antes de que una enfermedad coronaria lo retirara de los escenarios y de la atención pública. Hay mucho que reprochar a la reencarnación de Bowie en la época de Let’s Dance, resumen de todos los errores éticos y estéticos de los ochenta. Unos arreglos –aunque vigorosos- que gritan AOR, una colorida, deportiva, banalidad, una escenografía ciertamente kitsch con ecos de Las Vegas, ¡ese pelo rubio cardado! Y sin embargo, a esas alturas su carisma de estrella seguía intacto. Conservaba aún algo remoto, extraño, disfuncional. El Bowie del 2004 es la evolución final de un proceso iniciado en ese 1983; ya no es Bowie sino David Jones, un veterano entertainer, cercano, profesional, deseoso de caer bien. La serie de personajes conocida por Bowie en los setenta (elfo, furcia sideral, vampyr, replicante) jamás se hubiera planteado caer bien. No se esforzaba por molar, simplemente molaba. No siendo de este mundo, poseía grandes reservas de misterio, había una frialdad y una amenaza.

*  *  *  *  *  *  *

Es lugar común entre la crítica que a partir de 1980 y Scary Monsters Bowie ya ha dicho cuanto tenía que decir y que el resto de su producción es significativamente inferior, irrelevante. No es una acusación del todo justa. No puedes ser tremendamente influyente toda tu vida. No puedes estar siempre encontrando la vena del espíritu del tiempo. Ni Picasso, ni Stravinsky pudieron, no le pidan tanto a una simple rock star.

The Next Day no puede volverte la cabeza del revés como lo hizo Aladdin Sane porque desde entonces han ocurrido muchísimas cosas en el mundo del espectáculo, entre ellas el paso de David Bowie. El Bowie de los vestiditos, probablemente uno de los modelos masculinos más fotografiados de la historia, no deja de ser uno de los fundadores del orden hipervisual, del puro artificio de buena parte de la cultura popular del momento.

Objetivamente, Bowie siguió componiendo excelentes canciones hasta el final, pero las del repertorio clásico vienen impregnadas de recuerdos de aquellos años de descubrimiento, de los grandes afectos de la juventud. Tener dieciocho años y escuchar el Low, supera eso. Los temas actuales no tienen relato, no hay una mitología personal.

Sin confesárnoslo no le perdonamos que, como nosotros, se hubiera hecho mayor. Nosotros habíamos cambiado también, de repente nos parecía menos fascinante y un poco menos genial de lo que creíamos. Ahora veíamos a un señor encantador –lo digo sin ironía, lo era- pero ligeramente snob. Un millonario del SoHo, una fashion victim dada a frecuentar con igual denuedo las portadas del Hello! y las galerías de arte.

*  *  *  *  *  *  *

¿Por qué lo quisimos tanto, “some brave Apollo”? ¿Qué era aquello?, ¿cuál era la naturaleza de aquel secreto que creíamos compartir unos happy few, el culto a una figura frágil, andrógina, de voz doble?, ¿por qué nos conmueve el recuerdo de aquella idolatría? Había en nosotros una tierna arrogancia, sabernos devotos de una música rara y extraordinaria, también la desesperada huída adolescente ante la realidad. Nos educó el gusto con cierta sofisticada perversidad, nos hizo hedonistas y a la vez nos hizo adorar lo complejo, nos abrió puertas, el placer por el artificio nos volvió suavemente escépticos, mejores. Amamos un icono que era siempre el mismo y siempre otro, como una promesa de que todo podríamos hacerlo y lo haríamos de la manera más bella, de que no había que elegir, que la vida sería larga y legendaria. Y ahora, en pleno invierno, toca decirle adiós a todo eso.

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Epifanía

01 sábado Nov 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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adolescencia, Lucienne Boyer, música, padres, Takemitsu

Esta mañana de Reyes me doy al vagabundeo mental mientras escucho “Parlez-moi d’amour”, interpretada por Lucienne Boyer en 1930. Como ya sé que los reyes eran los padres, no puedo dejar de acordarme de ellos en un día como hoy, especialmente si hace frío y en una casa en silencio. Mi padre era aficionado a la música clásica, sus gustos no eran especialmente sofisticados, se limitaban a lo que ha venido a llamarse clásicos populares. Un mediodía de agosto, siendo yo un adolescente, regresó del trabajo asombrado, en mangas de camisa, todavía bajo el encantamiento de una pieza de un compositor japonés que había escuchado en RNE2 mientras conducía bajo un sol inclemente. Titulada algo así como “Una bandada de pájaros desciende sobre el jardín pentagonal” (los japoneses son personas muy delicadas, opinaba mi madre), le había impresionado lo suficiente como para hacerle olvidar el calor, el atasco, el cansancio y tantos problemas como por entonces le abrumaban.

Cuando años después llegué a conocer aquella composición de pegadizo título me quedé perplejo. Enigmática, opiácea, difícil, su mundo de sonidos no tenía nada que ver con el que a mi padre le resultaba familiar. ¿Qué habría en ella que tan profundamente le había sacudido? La pieza era obra de Toru Takemitsu, compositor de vanguardia y autor de bandas sonoras, como la de Ran, de Kurosawa, sin ir más lejos. En 1944, Toru Takemitsu era un chaval de catorce años reclutado a la fuerza por el ejercito imperial para construir bases militares subterráneas en las montañas. Por aquel entonces la música occidental estaba severamente prohibida y la radio sólo emitía música tradicional japonesa o de carácter marcial. Un oficial reunió en su despacho a un pequeño grupo de soldados para escuchar clandestinamente en un viejo gramófono, una afilada caña de bambú haciendo las veces de aguja, viejos discos europeos. Entre ellos “Parlez-moi d’amour” interpretado por Lucienne Boyer en 1930. La canción conmovió profundamente al joven Takemitsu, decidiendo su futuro destino como músico.

Hace poco me enteré de sus últimas palabras, escritas en cartas y tarjetas a sus amigos desde su lecho de hospital: «Recobraré fuerzas como una ballena, ¡Y nadaré en el océano que no tiene Oeste ni Este!» Genial, todo es genial. (6-1-14)

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