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“2001: A Space Odissey” nos cumple cincuenta años. Son muchos, los mismos que me separaban del “Nosferatu” de Murnau cuando se apagaron las luces de la sala y oí por primera vez la fanfarria de “Also sprach Zarathustra”. Da un poco de vértigo pensarlo.
Es una película que me ha acompañado toda una vida, hemos cambiado juntos.
Mi padre, que la admiraba, nos arrastró a toda la familia a un reestreno. Recuerdo la sensación de prodigio de aquella noche inaugural. Lo digo sin jactancia, no era tan raro, los niños de aquel entonces estábamos familiarizados con la lentitud a través de una televisión de ritmos letárgicos, capaz de programar “El Séptimo Sello” de Bergman un Viernes Santo en prime time. En los tiempos previos a “Star Wars” la película de Kubrick tenía algo de atracción de barraca de feria. Desplegaba desafiante, minuciosa, su poderío técnico y con precisión documental nos ofrecía lo nunca visto, nos sumergía en la vivencia real de lo extraplanetario. No entendí el final, por supuesto, pero no me importaba; el segmento psicodélico era una delicia de ver y evocaba momentos vividos en sueños y, respecto al monolito, un niño educado en un colegio de curas pensaba con naturalidad que se trataba de Dios.
Años después, como adolescente particularmente ingenuo al que “Star Wars” le había parecido excitante pero pueril, volví a encontrarme con ella en la pantalla catedralicia de un cine ya desaparecido. Aquello fue una epifanía en toda regla, mi caída del caballo. Antes juzgaba las películas por sus historias, simplemente me emocionaban o me aburrían. Descubrí entonces la capacidad pregnante de las imágenes, descubrí de lo que era capaz el cine. No volví a ver películas de la misma manera, 2001 me hizo, estéticamente, un hombre. También experimenté lo numinoso con una evidencia abrumadora, hasta el punto de que fue ella y no el escepticismo la que me hizo abandonar la religión heredada. Lo que me ofrecía el cristianismo era demasiado poco comparado con aquel desbordamiento del misterio envuelto en las notas de Ligeti. A la salida, los amigos a los que mi hermano y yo habíamos arrastrado (siguiendo sin ser conscientes la tradición familiar) nos querían matar, pero a la vuelta a casa los dos no paramos de hablar entre el entusiasmo y la turbación. Habíamos entendido.
En los tiempos previos al auge de los videoclubs perseguí esa película-enigma con denuedo allá donde me la podía encontrar, desde salas del extrarradio hasta una fantasmal sesión de super-8 en un local de la CNT, donde un trosko cinéfilo salido de un cuadro de Ribera, antes de pasar el platillo para que sufragáramos a escote el alquiler, hizo una lectura anarquista según la cual el film nos hablaba del fin de un orden y el nacimiento de un hombre nuevo. Mi adoración se hizo extensiva a todo cuanto había hecho Kubrick, necesitaba admirarlo y si alguna de sus obras no me entusiasmaba la veía una y otra vez con la esperanza de que llegara el éxtasis. Pasé por supuesto por la novela de Arthur C. Clarke, que me dio una explicación racional despojando al film de su sugestión esotérica. En mi entusiasmo misionero maltraté con ella a amigos y novias, que se aburrieron mortalmente y a los que, avergonzado, pido ahora perdón.
Pero incluso los más grandes fervores se consumen. “2001” había sido mi religión y un buen día, en una revisión en video, ciego de porros, se me desplomó. Por pura saturación la odié, me pareció pretenciosa e ingenua, puro kitsch, una mala misa, como decía Rodin del Parsifal wagneriano.
El proceso de desencantamiento había culminado y no he vuelto a verla entera, la caída fue muy dura y me falta valor. El mismo Kubrick con el tiempo perdió sus atributos semidivinos y se fue transformando en un director que no siempre fue tan genial como yo pensaba, aunque quizás más interesante de lo que suponía. Desde entonces me he asomado a ella fragmentariamente, la he deconstruido, he apreciado otras películas encriptadas en su interior. Hay un goce frívolo en verla como una pieza de época, con ese encanto retro de las azafatas de la lanzadera espacial y los rituales de sociabilidad en la estación orbital, pueden rastrearse ecos de Lovecraft en los sucesos del el cráter Clavius y últimamente tiendo a valorar por encima de todo el sofisticado thriller claustrofóbico del segmento central, donde una ordenador enloquece y es desconectado por un hombre que se introduce en sus entrañas, en una roja penumbra ingrávida, geométrica, solo como nadie jamás lo ha estado.
No ha sido sino hasta hace muy poco que descubrí que, a pesar de haber matado al padre, la película -y esa es la grandeza de los clásicos- forma ya, inevitablemente, parte de lo que soy. Los vacíos corredores de la nave Discovery están entre mis recuerdos como si yo mismo los hubiera recorrido respirando asmáticamente. Y de nuevo ha vuelto su metafísica, aunque de un modo muy diferente al que cabría esperar. Ahora, en las malas noches, pienso si acaso el verdadero protagonista de la película no será en realidad el desventurado Frank Poole al que ningún monolito redentor hará renacer, su cadáver intacto recorriendo por los siglos de los siglos el helado vacío interestelar, para siempre perdido en la inimaginable inmensidad, todo olvido y desamparo, su cuerpo como un muñeco desvencijado, girando lentamente sobre su eje con los ojos muy abiertos, en un vasto silencio en el que estrellas y galaxias nacen y estallan, donde el mismo tiempo morirá. Así nosotros.