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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Archivos de etiqueta: juventud

Un otro

03 lunes Jun 2019

Posted by Salvador Perpiñá in Examen de conciencia

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juventud, recuerdos, yo

Había un hombre mayor, de voz calmada, que conducía un camión en la pequeña empresa de mi padre. Antes había sido carpintero y era diestro dando barniz a muñequilla. A veces hacía estanterías. Recuerdo el olor del barniz y que sonreía al decir aquello de «juventud, divino tesoro», sin saber probablemente qué poeta lo había acuñado. Pocos sentimientos más universales que esa conciencia de pérdida.

Qué problemática la relación con el que fuimos. Para unos ese extraño es una versión cruda, incompleta, de aquello en lo que nos hemos transformado, un personaje que nos inspira indulgencia y ternura. Para otros la juventud fue la cima de su biografía. Entraron en las asperezas de la realidad a lo grande, victoriosos, seguros, deseados. Algo salió mal luego y desde entonces todo ha sido abdicación. Hay aquellos que se avergüenzan de una juventud insensata, autodestructiva o violenta. Saben que han hecho daño a los demás y a sí mismos, toda su vida es un intento de huir de aquel que aún los mira desde el espejo.

Me he encontrado una foto de mis veintiocho años. Estoy escribiendo. La foto me la hizo la chica con la que vivía, junto con una perra chica y viejecita y una bella gata arisca. No sé si me sorprendió inclinado sobre la máquina de escribir o, como me temo, estaba posando. Me complacía verme así, concentrado y sereno, conjurando tempestades en cada folio en blanco. Era un fraude. No sólo es que no dominara el oficio, es que desconocía por completo los mecanismos del mundo, sus tenaces resistencias, la crueldad de sus rutinas. Han tenido que pasar años y naufragios, he tenido que perder muchas cosas para empezar a aprender en serio. Cada uno tiene sus tiempos.

Recuerdo aquella época. Yo sacaba algo de dinero como montador de videos turísticos, ella quería ser actriz y trabajaba poniendo copas en un bar que había abierto uno de esos empresarios muy maleados de la noche, entorno encanallado dado a proyectos erráticos, quiméricos y modestos, abocados al fracaso. Nunca sabíamos si podríamos pagar el alquiler. Me inquietaba que ella tuviera que trabajar rodeada de depredadores y farloperos. Y yo estaba ante esa máquina de escribir, que era suya, y no sabía nada de la vida ni de mi oficio y dios que frío que hacía en aquella casa y cómo esperaba su llegada, cómo me tranquilizaba ver a la perra despertar y anticipar temblorosa su aparición, oír el golpe de la puerta de un coche que la dejaba en el portal, el tintineo de las llaves, el chirrido de la cancela de hierro y sus pasos por la escalera. Llegaba agotada, oliendo a alcohol y a un perfume oscuro, intoxicante, que le gustaba. Todo iba mal, pero le habían pagado y dormíamos juntos y eso nos daba el coraje para perseverar. Por las mañanas nos despertábamos escuchando en un radio despertador las noticias caóticas de la Guerra del Golfo. Frases sin sentido atrapadas medio en sueños, cada una de las cuales era un presagio de incendios y masacres.

¿Qué pensaría el chaval de la foto de mí? Quiero imaginar que le caería bien y entonces sonrío al verme mendigar su afecto y su aprobación. Porque sé que en cierto modo le he fallado. Pobre muchacho, he dilapidado tus sueños y el tiempo que te fue concedido. También me la debes porque me cuesta entender cada una de las decisiones equivocadas que tomaste. Estamos en paz entonces, aunque aún me preocupo por ti.

Y me preocupo porque no me duele tanto la pérdida final del que ahora soy como la de aquel arrogante, despistado botarate lleno de prejuicios. Porque había algo luminoso en sus tontas esperanzas y una pureza irrepetible en aquel cuerpo que aún no había iniciado su ruina. Solo ahora puedo quererlo, a él y a todos aquellos («presentes sucesiones de difunto») que rieron, se enamoraron, blasfemaron e hicieron el ridículo en tantas otras casas y habitaciones. Quiero amar incondicionalmente la vertiginosa sucesión de errores, torpezas y entusiasmos de las que estoy hecho, cada recuerdo insignificante, esas queridas minucias que para vosotros no significan nada, pero que al final serán lo único que tenga.

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Malas influencias

07 miércoles Oct 2015

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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amistad, juventud, malas influencias, viajes

Con apenas veintitrés años y no teniendo cosa mejor que hacer, conseguí un poco de dinero y me fui a Inglaterra, entonces en la recta final del thatcherismo, a intentar hacerme con el idioma. Equipado con una ignorancia portentosa de las cosas del mundo y un gusto literario fundamentalmente snob, viví unos meses en Oxford, pero no debéis imaginarme dando de comer a las ardillas y recitando a Lucrecio en el decorado aristocratizante de Brideshead Revisited. Fregué platos, limpié oficinas, grandes almacenes y hasta la planta de pintura de una fábrica de coches, siniestra catedral estajanovista surcada por ríos subterráneos de productos tóxicos cuyo olor corrosivo todavía no he olvidado.

Me alojaba en un barrio llamado Blackbird Leys que, pese a su nombre tan evocador, era una extensión de casas prefabricadas directamente sacada de las películas de Ken Loach y que en los primeros noventa se volvió especialmente conflictivo. Hice el viaje en compañía de mi amigo Antonio, pequeño, desmesurado, irreverente y bufonesco, mimado por el azar y las mujeres. Encarnaba hasta tal punto el arquetipo del donjuanismo latino que a su lado todos parecíamos un finlandés experto en lenguas muertas.

Ocupábamos una habitación en la casa de una pareja. La casa era decente pero de una fragilidad extrema. Como en los cuentos uno podría derribar de un soplido aquellos tabiques que parecían de cartón. Chris trabajaba de enterrador y June, no sin cierta coherencia, en una floristería. Tenían un crío de unos dos años que se lo pasaba en grande con nosotros e inmediatamente fue bautizado por Antonio como “cabeza buque”. Por dios, qué cabeza tenía aquel niño. Ella era sarcástica y desabrida, él un atolondrado rubio que casi la doblaba en estatura. Recuerdo el sonido de sus pasos afelpados sobre la moqueta de las escaleras mientras canturreaba el “Kiss” de Prince, ubicuo aquel año:

«You don’t have to be rich to be my girl,
you don’t have to be cool, to rule my world…»

Chris era un tipo afable y aficionado a darnos consejos. La verdad es que todo el mundo nos daba consejos, aún no sé si era debido a nuestra juventud o a peculiaridades culturales. Aquí en el sur el consejo no solicitado es algo terriblemente mal visto. A la luz de una lámpara sobre la mesa de la cocina, ante un vaso de agua –nunca cerveza- y un plato de carne sumergida en gravy, esa viscosa desolación marrón, hablaba muy despacio, gesticulando para que le entendiéramos. Tras la ventana de esa cocina siempre llovía sobre el verde de los descampados y las casas idénticas. Usaba un tono grave que entonces me parecía ridículamente impostado pero que ahora sé que provenía de una amarga consciencia del fracaso personal, de lo ya irremediable. Qué gracioso nos parecía que intentara vendernos la enésima versión de la fábula de la cigarra y la hormiga, tan irrefutable como cansina. Podéis imaginar a quién atribuía el papel de cigarra y a quién el de hormiga. Miraba a mi amigo Antonio y le prevenía contra una vida de crápula y “plenty señoritas” en contraposición a la hacendosa hormiga que, a base de esfuerzo y tenacidad, disfrutaría en su madurez de serenos goces y “plenty peseto” (sic).

La llegada de unos amigos cuarentones de Antonio aportó un toque de astracanada a aquellas jornadas. Empresarios nocturnos, con camisas de un salmón pálido y embalsamados en gomina, planeaban un improbable negocio de exportación de aguacates y recurrieron a él como intérprete. En cuanto se enteró, Chris se ofreció entusiasmado a presentarles a algunos conocidos que trabajaban en el mercado de abastos. Semejante troupe recorrió los pubs hablando con todo tipo de listillos. El mundo bulle a cada instante en esa agitación de los hombres persiguiendo el negocio, no tan diferente del ritual del apareamiento. La fantasía del dinero fácil o el alcohol provocaron un cambio en Chris que, al llegar la noche, decidió seguir con Antonio y conmigo. Entonces se sinceró y en un inglés apenas inteligible se declaró harto de su vida sin alicientes. Finalmente se despidió de nosotros para volver a casa.

Un par de horas después nos lo encontramos bailando desaforado en un after, donde intentó presentarnos a unas chicas. Ingratos, hicimos lo posible por perderle de vista y lo conseguimos. Pasamos buena parte de la velada en la barra, hablando con una camarera de feroz aspecto (cresta de mohicano y toda una ferretería colgando de sus orejas y fosas nasales) a la que tradujimos unas conmovedoras cartas de su novio español, que hacía la mili y en las frías noches de guardia se acordaba de ella.

Cuando muertos de risa regresamos a casa llovía. Esperábamos, como de costumbre, subir sigilosamente en la oscuridad la escalera hasta el dormitorio, pero la puerta de la calle estaba abierta y las luces encendidas. En el umbral, una pareja de amigos de la familia con expresión preocupada nos lanzó una mirada feroz. June, en el salón, hablaba por teléfono con alguien. «Desde hace ocho años» repitió un par de veces. Creo que nos hicimos un lío intentando explicar dónde habíamos visto a Chris por última vez. Cuando finalmente apareció, cariñoso pero hablando a voces y tambaleándose con sus casi dos metros, decidimos que había llegado el momento de retirarnos a nuestro cuarto. Aunque nunca se volvió a mencionar el asunto, a la semana siguiente nos cambiamos de casa.

Ahora, con las primeras lluvias del otoño, me he acordado de todos ellos. Mi amigo Antonio acabó autodestruyéndose en el sureste asiático en la búsqueda alucinada de un éxito fulgurante. De aquella familia no he vuelto a saber nada. No sé si Chris y June siguen juntos, ni siquiera si viven aún. “Cabeza buque” puede ser un delincuente o bien haber diseñado una válvula cardiaca que igual hasta me salva la vida dentro de unos años. Yo, que he sido una pésima hormiga, ni esforzada ni tenaz, estoy vivo y recuerdo y lo cuento.

Nadie, ni siquiera la lluvia, tiene unas manos tan pequeñas

12 martes Ago 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Desde la colina blanca

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Albaicín, amor, calles, juventud, manos

Delante de mí camina una joven pareja de novios cogidos de la mano, subiendo la misma cuesta que yo subo, en el mismo barrio en que yo vivo. Claramente no son de aquí porque se pasman ante lugares en los que yo ya no reparo. Una imagen familiar, intemporal: novios, manita, paseo.

La joven es hermosa y esta mañana las murallas y las torres que asoman entre los muros encalados, los balcones y las macetas, le hacen justicia. Su mirada verde, luminosa, llena de curiosidad, embellece todo aquello sobre lo que se posa. Ambos pasean en pantalones cortos y sandalias. Sus piernas doradas por el sol, la delicadeza de sus tobillos, las uñas pintadas de un rojo heráldico, evocan visiones de gacelas y palomas; las velludas piernas de él remiten a un universo cuartelero, de ronquidos y halitosis, su mirada autosatisfecha e indiferente me subleva. Es un feo sentimiento éste de detestar a los acompañantes de bellas desconocidas, que me emparenta con los hábitos crueles y crapulentos del león del Serengueti, pero no puedo evitarlo. Yo ya sé que no está bien, que es mezquino, pero no pretendo ir en estas páginas de alma bella.

De lo que quería hablar es de ese simple, conmovedor gesto de cogerse la mano. Las manos, prodigio de ingeniería biológica, maquinaria de enorme precisión, han hecho de nuestra especie lo que es en no menor medida que el cerebro. La mano es el órgano que hace, que da el salto de lo posible a lo real.

De pequeño me asombraba ver las manos del adulto enjabonándose. Mis pequeñas manos, intentando arrancar espuma frotando las palmas me parecían algo provisional e irrisorio al lado de aquellas manos con el dorso lleno de pelo, que se retorcían vigorosamente bajo el grifo.

Las manos. La mano que construye una embarcación, la que roza apenas una cara, la que amenaza, la que dispara un arco, la mano que vierte veneno en una copa, la mano que borda unas iniciales, la que arranca de un instrumento la inexplicable música, la que dibuja un animal marino, la que procura una caricia obscena, la que escribe un verso memorable o firma sentencias de muerte, la mano que cura.

Cogerse de la mano, entrelazar esos dedos erizados de terminaciones nerviosas, es una de tantas maneras de perseguir el anhelo inalcanzable de la unión con el amado, de trascender las fronteras entre el tú y el yo, como tantas veces se ha dicho en cientos de canciones. Algunas parejas de ancianos todavía se cogen de las manos y me parece una hazaña que en días en que me pilla fácil hasta me pone sentimental.

Los dedos se buscan, se siente el latido tibio de la sangre del otro. Es con frecuencia la señal que precede al beso. Yo recuerdo tantas manos cogidas. Los hombres sentimos una reverente ternura por la mano admirable de la mujer y qué bien lo expresó E.E. Cummings en ese verso que encabeza estas líneas.

Los niños se cogen de la mano de su madre, extienden en el aire su manita vacilante que espera ser cogida en el acto, como hace el amante cuando contempla algo sobrecogedoramente bello. También al niño se le arrastra en contra de su voluntad por la mano, ¡qué pronto aprendemos los límites de nuestra libertad! Al enfermo, al agonizante se le conforta cogiéndole de las manos, el ciego se agarra a la mano que le guía en esa oscuridad resonante e ilimitada que es la materia de la que está hecha su vida. 

Julián Sorel desafiándose a sí mismo a coger la mano de Madame de Rênal antes de acabar el paseo y si no subirá a su cuarto y se pegará un tiro, la mano del matrimonio Arnolfini, Bowie gritando “gimme your hands” (e invariablemente siento un escalofrío), la pareja que se coge las manos ante el pelotón de fusilamiento, en medio del pánico de la tormenta, al escuchar el aullido de los lobos o a punto de saltar al vacío, ¿recordáis aquella pareja saltando de un World Trade Center en llamas? Todas las manos unidas se hacen presentes aquí y ahora en esa pareja que sigue subiendo la empinada cuesta con ligereza, como si hubieran olvidado esa soldadura. Ninguno de los dos quiere ser el primero en soltarse. Los veo con cierta envidia, sin sombra de fatiga, todo futuro, y acabo por adelantarles, jadeante como un oso Kodiak tabaquista que acabara de arrancar de cuajo todas las coníferas de Alaska, rogando al buen dios que no permita que un inoportuno infarto me fulmine precisamente delante de ellos. Pánico a una muerte ridícula. Todo lo cual, que conste, no quita que él me siga pareciendo un majadero.

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