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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Archivos de etiqueta: infancia

Una voz

05 lunes Abr 2021

Posted by Salvador Perpiñá in Retratos

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guerra civil, infancia, voz humana

Aunque algunos se comportan como si todavía no hubiera terminado, lo cierto es que la guerra civil española llegó a su fin el 1 de abril de 1939. Con motivo del reciente aniversario me topé con un audio que recogía el parte final, leído por el actor Fernando Fernández de Córdoba. En 37 segundos una voz con un timbre estudiadamente heroico ―cierta cualidad metálica de tenor era considerada en aquellos años el colmo de la virilidad y desde joven y con dos copas imito ese timbre con soltura, para solaz y entretenimiento de amigos― hace caer el telón sobre un drama de años. Al escucharla detecto nuevos matices: arrogancia, un principio de afonía y de cazalla, chulería bronca y cuartelera, muy adecuados para todo aquello a lo que aquel fin daba un comienzo. Si para media España esas palabras suponían la llegada de una paz largamente deseada, para otra mitad no fueron sino los acordes iniciales de una serie ininterrumpida de desgracias y terrores, ya que el general Franco fue ajeno a la virtud cristiana de la piedad. No hubo clemencia con los vencidos. Ese mensaje, que abre un paréntesis anómalo en nuestra historia, está así cargado de resonancias siniestras.

Fernando Fernández de Córdoba, que apellido de anarquista no tenía, la verdad, fue un militar por tradición familiar que descubrió de joven las seducciones del teatro y cuya doble condición castrense y farandulera facilitó su elección para leer en la recién fundada Radio Nacional de España los partes de guerra, entre ellos el que famosamente terminaba con ella, rechazando la idea inicial de que la atiplada voz del Caudillo se encargara de hacerlo. Es chocante que un militar vocacional decidiera en un momento de su vida encarnar otros personajes. El joven sargento conoció el placer del desdoblamiento y sin duda soñó con una fama que le llegaría de una manera muy diferente a la que imaginaba. A pesar de que el sonido institucional de su voz fue conocido en todos los hogares de España ―o quizás precisamente por eso― su carrera no llegó a despegar. Su rostro algo genérico de galán senior puede rastrearse en una serie de papeles sin brillo, pero no gozó de un reconocimiento masivo. En los años sesenta, tras su retirada profesional, ocupó algunos puestos relacionados con la docencia y que intuimos una recompensa por los servicios prestados; entre otros la dirección de la Real Escuela de Arte Dramático. Los métodos y las enseñanzas de este Lee Strasberg de derechas me inspiran cierta curiosidad y algo me dice que aquellos jóvenes actores a los que dio clases igual no fueron muy naturales, pero seguro que vocalizaban como dios.

Lo llegué a conocer o al menos eso creo. Se trata de recuerdos imprecisos, pues todos los recuerdos de la infancia son reelaboraciones donde lo fantaseado y lo apócrifo conviven con pequeños rastros de lo que acaso ocurrió. Fue cierto que aquel verano lo pasé en Ribadesella, el pueblo de mi madre. Fue cierto que las noticias las copaba el escándalo Watergate, que aprendí a utilizar lombrices vivas como cebo de pesca, que vi mi primera película violenta en un pequeño cine y que era de Sergio Leone y que mi padre me consideró lo suficientemente adulto como para que supiera que el anciano tembloroso que abría los telediarios se había hartado de firmar sentencias de muerte. Del resto no estoy tan seguro. Era una tarde de lluvia y bajaba las escaleras de madera desgastada de la casa de un pariente. En la oscuridad de un portal que olía a humedad marina y a carbón nos cruzamos con un pulcro anciano que venía de la calle con gabardina y que nos saludó con una digna cortesía antigua. Mis padres me dijeron que aquel hombre atildado era el que había leído aquello de «cautivo y desarmado el Ejército Rojo…».  Eso es todo, no sé si ese encuentro en el portal es una licencia de mi imaginación, ni siquiera si mis padres fantaseaban también y el Fernández de Córdoba real jamás veraneó en aquella villa de mi infancia. Lo que me interesa es que aquel actor mediocre que fue un símbolo odiado, que fue la Historia que te pasa por encima, también fue un viejo afable del que quizás algún nieto recuerde el tacto de su mano y una fragancia anticuada, una letra relamida en un puñado de cartas. Muy pronto su nombre no dirá nada sino a unos pocos especialistas. Me hubiera gustado saber si durante la guerra se comportó como un hombre justo y no incurrió en vileza porque me siguen conmoviendo los rasgos de decencia individual en las grandes matanzas. Solo puedo imaginar que, como todos, vivió, se equivocó, se enamoró, hizo el mal sin saberlo y el bien sin buscarlo, conoció la felicidad y la alegría de la amistad, también el sabor sucio de la humillación y la decadencia de su cuerpo y ―mientras yo siga vivo, que tampoco van a ser tantos años― aún seguirá subiendo esas escaleras con algo de lluvia sobre sus hombros, agarrándose al pasamanos, ligeramente encorvado, desde la oscuridad del portal hasta una claridad que inunda los pisos superiores.

Géminis

21 lunes Dic 2020

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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hermanos, infancia

Me has mandado una vieja fotografía, hermano. Una fotografía que no recordaba. Allí estamos los dos, en un pasado ya tan lejano que espanta, dos niños con la cabeza gorda, dos micos vestidos igual, asomados a la luz de un mundo recién creado. Ante nosotros una caída de seis pisos desde la que tantas veces nos lanzamos a volar en nuestros sueños. Frente al balcón se está construyendo un edificio. Hay unas macetas que mamá cuidó, que nos parecían estar ahí desde siempre y nunca ―como nuestros padres, como todas las cosas― dejarían de estar. Qué fue de aquellas macetas que florecían sin poder evitarlo cada primavera. La foto seguramente la haría papá e imagino su sencilla alegría ante aquella doble pequeñez que era una consecuencia de él. Jamás sabremos si la foto surgió de un modo espontáneo o nos hizo posar, si intuyó hasta qué punto aquella imagen estaba cargada de significado.

¿Te acuerdas de aquel tiempo? Alberto y Salva, Salva y Alberto, nuestros nombres siempre sonaban unidos, no podía concebirse que fuera pronunciados por separado. Éramos mellizos, parecidos pero no iguales. Uno era rubillo y otro moreno, uno más vivo y el otro más tímido, ahora yo exhibo una figura orsonwellesiana y tú gastas un tipín, tú tienes una familia y dos hijos espléndidos y yo vivo en el melancólico abandono del soltero, que quizás imaginas atractivo porque todos fantaseamos con lo que no tenemos.

Pero entonces éramos dos formas diferenciadas de lo mismo, ¡un fenómeno de la naturaleza! Nuestros padres, mucho más jóvenes que nosotros ahora, probablemente más ingenuos, vivieron una guerra en su infancia y tras muchos intentos fallidos nos tuvieron a los dos y se holgaban de vernos crecer tan iguales, tan distintos, con ese algo vagamente humorístico que tiene la repetición. Hay un enigma en la la idea de ser hermanos, algo sagrado multiplicado en nuestro caso porque vinimos al mundo a la vez, una mañana ardiente de agosto. Todos los padres cuentan a sus hijos los apuros y pormenores del día en que nacieron. Sus plegarias fueron atendidas, sí, pero criarnos a dos no tuvo que ser fácil. Con qué dulzura nos hablaban de la crónica falta de sueño que nuestro doble insomnio les causaba.

Existe una grabación de nosotros en una bobina magnetofónica, un poco tontos y folloneros, como todos los niños. Aún la conservo, pero ya no hay magnetófonos de bobina abierta. Probablemente no volveré a oírnos. Jamás nos aburrimos. Compañeros constantes, aliados sin jerarquía. Descubríamos el mundo a la vez, las magias del cielo estrellado, la amistad del mar y del perro, los ritos de la religión y la existencia del ángel, la picadura de la avispa y el sabor amargo de las medicinas, la exploración de los bosques y las aventuras nocturnas en la habitación de soñar que compartíamos, presidida por una anunciación del Trecento. Nos bañaban juntos, cuidábamos el uno del otro, nuestros cuerpecillos encajaban dormidos en la parte trasera de un Renault 8 que atravesó España tantas veces. Juntos tripulábamos submarinos y nos perdíamos en la superficie lunar, saltábamos de una cubierta de barco a otra, moríamos y resucitábamos en batallas de mentira. Si no había juguetes peleábamos como hacen las bestezuelas. Teníamos nuestros secretos, nuestras bromas y palabras privadas que hemos olvidado.

Y aquello ya no fue. Crecimos, conocimos por separado las glorias parciales, las amarguras y decepciones de la condición humana. Los labios de las mujeres que nos amaron pronunciaron nuestro nombre solo, ya no adherido al del otro. Ahora somos dos señores ligeramente excéntricos, huérfanos de padre y madre. Las hemos tenido de todos los colores porque tampoco es fácil aguantarnos. Uno de los dos se irá antes, y qué solo se quedará el otro, qué roto, qué inútil.

Al principio hablé de un pasado lejano y sin embargo siento que, al contrario, estamos más cerca de aquellos días que nunca. Aquellos días cuyo misterio me alimenta y me estremece y que quiero conservar en mi corazón, hermano, no olvidar lo que fuimos, lo que somos, lo que ni el tiempo, ni la aspereza de la vida nos pueden ya quitar.

Papel, tijeras, pegamento

23 miércoles Sep 2020

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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infancia, manualidades

El mundo se empezó a joder cuando algún solemne imbécil decidió que la asignatura antes conocida como “trabajos manuales” debía pasar a llamarse “pretecnológicas”. “Trabajos manuales” era un concepto dignísimo, de gran precisión, en el que resonaban Hesíodo y Marx, que abarcaba gremios y mandiles, menestrales y talleres en un imaginario emocionante de sastres, talabarteros y luthiers; “pretecnológicas” es una árida pedantería, una esdrújula pomposa, remilgada, casta.

Todo aquel que abra un tubo del producto inventado por el simpático Gregorio Imedio ―un señor de Calzada de Calatrava que se pasó la infancia empalmando bobinas de película en el cine de verano de su familia y rompiendo vajillas para sus experimentos― sentirá, además de un breve mareo reminiscente de los transportes del popper, un magdalenazo a lo Proust que lo enviará directamente a una tarde de su niñez, con una lluvia machadiana tras los cristales y todo el atrezzo. Los humanos por lo general amamos los recuerdos de la infancia, convenientemente desinfectados para borrar el miedo, el remordimiento y el tedio, que también enseñaban su fea cara, y los amamos porque la realidad no había iniciado el proceso de desencantamiento y porque los recuerdos son quizás la definitiva propiedad privada, lo único que nadie, salvo el accidente vascular o el alzhéimer nos puede arrebatar.

Los maestros nos encargaban una labor determinada ―la irremediable cursilería de unas vidrieras, unos cuadros hechos con bolitas de papel de seda o un mapa de España aparatosamente analógico en el que una bombillita pálida se encendía cuando adivinabas que el acueducto de Segovia se encontraba en Segovia― y en los días siguientes las papelerías de los barrios se inundaban de niños comprando charol, fieltro, papel de seda, cartulinas, celofán de colores, toda una industria inocente que imagino extinguida.

Yo era del tipo desastre y mis obras, ambiciosas pero irrisorias, jamás tuvieron un acabado pulcro ni elegante. Algunos niños dominaban la materia, que se sometía sin problemas ante sus dedos hábiles que tal pareciera que nunca se mancharan con pintura o pegamento. Héroes por un día, sus producciones tersas, equilibradas, netas, eran celebradas por el profesor como ejemplo de probidad, perseverancia y buen hacer. Algunos compañeros cabrones gustaban de esperarlos a la salida y pisotear con saña el logro de sus desvelos (o el de sus padres, que fraude también lo había) con esa simplicidad genial que a veces adopta el mal. Aquellos alumnos mañosos no estaban necesariamente dotados de creatividad o alguna otra aptitud específica, pero ninguno de ellos ha acabado metiéndose jaco en el local abandonado de un bingo en Ciudad Lineal. Si yo realizará entrevistas de trabajo exigiría a los candidatos que trajeran alguna manualidad de su infancia: si todas las bolas de papel de seda tienen el mismo tamaño, contrátalo.

Ha pasado mucho tiempo desde entonces, un siglo concretamente, y cada vez que escribo, cada vez que ensamblo las historias de los guiones por los que me pagan, siento que sigo recortando y pegando trocitos de papel un domingo por la tarde, con su melancolía y su ansiedad. Ya no me pongo perdidas las manos con pegamento, pero construyo de nuevo una jaula frágil hecha de celofán, frases, cartón y recuerdos imaginados, efímera ―bien lo sé― pero suficiente para protegerme de la lluvia ahí fuera y para que finalmente me digan: bien hecho, Perpiñá. Y me den una palmadita en el hombro, héroe por un día.

Arrepentimiento

14 jueves Nov 2019

Posted by Salvador Perpiñá in Examen de conciencia

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infancia, paternidad

Nunca me arrodillaré para atarte los cordones de los zapatos, no echaré mercromina en tus rodillas desolladas ni te contaré cuentos donde los malvados no ganan, no te enseñaré como se llaman las cosas del mundo, ni las canciones que amé. No verás conmigo los árboles del bosque ni las estrellas que pueblan la noche y nos ignoran, las obras del buen dios y los milagros de los hombres, no te aburriré hablándote de un tiempo que no conociste, ni creeré descubrir grandes señales de ingenio en tus pueriles observaciones de crío. Puedes ser ―según mi humor― niño o niña, reservado y melancólico o una consumada payasa. Te pareces a mí, pero no tienes nombre porque no existes y no existes porque te fui aplazando hasta que de repente ya era tarde. Hay un tiempo para todo lo que se hace bajo el cielo.

Quería el mundo entero para mí, quería prolongar una juventud que creía vivida a medias, quería experiencias y aventura y cuando quise darme cuenta tú ya no podías ser. Todo el dinero que debería haber gastado en tu ropa pequeña, tus ortodoncias y tus bicicletas, lo gasté en libros y discos para los que no me da la vida, pura obsolescencia que no será para nadie. Maltraté el cuerpo que se me dio solo para protegerte, yo mismo jamás adulto por no haber velado tus noches de fiebre.

Parece que no he satisfecho las exigencias de la especie, soy un callejón sin salida evolutivo. No hago un drama de ello. Tú te has librado de algún mal hereditario y de mis vicios de carácter, yo también me libré de tu mierda y de tu desprecio y tu ingratitud adolescentes, del miedo atroz a que cualquier cosa de un mundo inclemente pudiera hacerte daño, de verte convertido en un imbécil.

Ahora en todos los niños que veo pasar descubro fragmentos de lo que podrías haber sido, poseído por un asombro reverencial y algo bobo ante el misterio inmenso de la niñez. Me emocionan sus voces frágiles, sus miedos, sus ensoñaciones, la tierna torpeza de sus movimientos, la gracia inigualable de su lenguaje no envilecido por la afectación y la costumbre, sus disfraces, sus dibujos y su risa, ver en ellos el júbilo de la amistad y la exploración. Construyo en lo que escribo una infancia fabulosa y legendaria para que tú la habites y descubras la bondad del perro, el olor bravo de las plantas del monte, el frío y el fuego, las melancolías de la tarde.

No quiero perder nunca dentro de mí tu aliento breve, entrecortado, el corazón latiendo enloquecido mientras corres por los campos de la pura posibilidad, no tocado por la miseria y el sufrimiento, por la mezquindad de las renuncias del adulto. Luz, juego y alegría, puro ser que descubre y aprende, trepando a los árboles donde tiemblan las hojas, gritando feliz a la orilla de un mar de un azul que no tendrá fin, aliado de pájaros, delfines y olas. Quiero seguir soñando en vano que quizá algún día, cuando llegue el momento, me lleves de la mano a través de la gran oscuridad.

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Paul Klee – «Adam und Kleine Eva» (1921)

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06 domingo Ene 2019

Posted by Salvador Perpiñá in Historias

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infancia, reyes magos, traumas

Tras unos meses malos, los padres están en el salón, disponiendo entre susurros los regalos de reyes. Son entonces asaltados por una alegría y una ternura alarmantes. Se miran a los ojos en ese silencio. Habían estado a punto de perderse, de perder esa dicha que ahora les colma. Sienten necesidad de besarse y acaban haciendo el amor sobre la alfombra, entre los juguetes a medio envolver. Su hijo se ha desvelado y los sorprende.

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Mis últimos reyes magos

06 domingo Ene 2019

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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infancia, padres, reyes magos

En la noche de reyes ―y no es la menor de sus bellezas― el amor toma la forma de una mentira, una tierna impostura. Los niños y los adultos necesitamos ser engañados para soportar la aspereza del mundo. Nuestros mismos sentidos mienten, no son ventanas, son filtros; percibimos solo la pequeña parte de la realidad que podemos soportar.

Para mí era una noche larga, agitada, no exenta de terrores. Al fin y al cabo unos desconocidos venidos de un Oriente tórrido, misterioso, con el poder de obrar prodigios, entraban por los balcones y deambulaban por la casa en la oscuridad. Pero finalmente abrías los ojos y era de día y entonces la alegría de los juguetes dispuestos sobre el sofá del salón, conservando como un rocío el brillo de su origen mágico. Nunca eran los que uno había pedido en aquella carta que tus manos depositaban en un buzón mientras unos brazos te alzaban. Siempre eran menos y un poco más modestos, pero qué poco importaba ante la certeza del milagro. Pienso en mis padres, con qué cariño dispondrían las inocentes evidencias ―las zapatillas y los platos con agua y arroz para los camellos, irrefutablemente vacíos al alba― volviendo por una noche a la infancia que habían perdido.

No recuerdo el momento en que dejamos de creernos la fábula legendaria. Sé que hubo un tiempo en que mi hermano y yo fingíamos no saber porque a ellos les hacía felices y a nosotros también. Vivimos un par de años fraudulentos porque lo necesitábamos, hasta que la farsa se hizo ya insostenible y así cuando por última vez nos encontramos con regalos en el sofá, de acuerdo con la vieja escenografía, mis padres se permitieron bromear con la idea de que había sido cosa de los reyes. Nos hicieron el homenaje de la ironía, la lengua de los adultos.

Por aquel entonces empezamos a descubrir a los Beatles. Mis padres lo sabían y nos regalaron el famoso doble azul, que les mostraba en la portada hechos unos melenudos y asomados al hueco de la escalera de la antigua sede de EMI, evocando la icónica fotografía de su primer LP. Mis padres, pobrecitos, no tenían demasiada idea, pero aquel disco recopilaba las canciones del periodo 1967-1970, el que menos habíamos explorado. Conocer el origen terrenal del regalo no nos hizo menos felices que el olor a madera de los viejos fuertes del Oeste y aquella mañana, deslumbrados, a veces desconcertados, escuchamos Strawberry Fields Forever y Penny Lane, Lucy in the sky with diamonds y A Day in the Life, expuestos por vez primera a las seducciones de la psicodelia. En aquellas primeras horas del día nos iniciamos en una sensibilidad nueva, algo excitante y prohibido. Empezábamos a abandonar la infancia. Sin que lo supieran, arrancaba un largo viaje, el mismo que ellos hicieron. Un viaje sin una estrella que nos guíe, que nos aleja de los padres hasta transformarlos en unos extraños para finalmente regresar a ellos cuando ni toda la magia de Oriente nos podrá devolver su voz y su figura que solo en sueños, como melancólicas sombras, nos es dado recuperar.

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Leña

26 lunes Nov 2018

Posted by Salvador Perpiñá in Historias

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decepción, infancia

En el barrio donde vivo no es extraño que a estas alturas del otoño alguna chimenea esparza el olor punzante de los fuegos encendidos, que es como el eco de una felicidad pasada. Muy pocos olores tienen esa virtud de arrancarte de las miserias del mundo y enviarte a un tiempo a medias vivido, a medias inventado. Es oler a leña quemada y uno cree recuperar algo que tuvo, que era una dulzura y una seguridad, algo que era bello y que acaso nunca existió sino en nuestro recuerdo.

Quienes habéis seguido estas páginas sabéis de mi frecuente, sospechosa exaltación de las primeras impresiones de la infancia. La madurez es un aprendizaje de la decepción y últimamente uno de mis pensamientos abismales es si quizás esa niñez que uno creyó santa no será un territorio de leyenda construido con los restos de nuestros naufragios ni los niños otra cosa que unos seres atolondrados de un histérico egoísmo.

Hay algo que os quiero contar. Yo tendría ocho años, eran mis primeros días en un nuevo colegio. Cachorros de clases medias de provincias. Delante de mí se sentaba un compañero también recién llegado, uno de esos niños silenciosos, poseedores de una especie de graciosa gravedad. La señorita de nuestro curso, la señorita Mari Carmen, era la más guapa y la más joven de todas, nos gustaba. Nos había propuesto un breve ejercicio, teníamos que escribir qué es lo que queríamos ser cuando fuéramos mayores y explicar por qué. La clases medias españolas de los años setenta eran de un enérgico prosaísmo y ni un solo niño quiso ser marinero, explorador o músico. Todos ―no creo que yo fuera tampoco demasiado original― se decantaron en sus elecciones por la respetabilidad burguesa: médicos, arquitectos, farmacéuticos, jueces y hasta algún militar… Me di cuenta de que el niño de la fila delantera se había ruborizado y no levantaba la mirada de su pupitre. La seño se dirigió a él, ¿qué quería ser de mayor? Mi compañero se negó a contestar, cuanto más insistía la profesora, más agachaba su cabeza. Ella se tomó la negativa como un desafío y en un gesto de extraña, arbitraria crueldad (no la juzguemos, el niño no entiende las tristezas secretas del adulto) lo amenazó: hasta que él no hablara no saldríamos al recreo. Un murmullo de reprobación se extendió por los bancos y una lágrima empezó a deslizarse por la cara del que había pasado a ser el enemigo del pueblo. El malestar se podía palpar, cada segundo que pasaba de ese ilimitado tiempo de los niños hacía crecer, sofocante, el odio. Yo podía ver sus pequeñas orejas enrojecidas y su nuca blanca, toscamente rapada, el perfil crispado de su cara, el aliento tembloroso. Cuando la señorita salió por un instante del aula los niños tardaron muy poco en abuchearle. Los más audaces se levantaban de su asiento, se acercaban corriendo y le golpeaban. Él no se defendía y eso excitaba la agresividad de los otros. Le cayó una buena y ninguno de nosotros lo defendió. Cuando la profesora regresó el niño confesó finalmente, entre sollozos.

De mayor quería ser leñador.

Leñador, quiso ser leñador y qué pronto se avergonzó del sueño pueril de levantarse con los pájaros y adentrarse en el corazón del bosque con el hacha al hombro, cantando a voz en cuello mientras talaba los grandes árboles que manos humanas transformarían en cofres, barcos, mesas y violines. Qué mundo mezquino el que le había hecho sentirse ridículo, el que le movió a arrepentirse de la pureza de su deseo y se lo hizo pagar con humillación y golpes y desprecio. Eran sus iguales, sus camaradas.

No me acuerdo de su nombre, pero a él no lo olvidé. Ojalá la vida no lo haya maltratado, ni haya perdido del todo aquella inocencia, aquella delicadeza; que la derrota no lo haya envilecido, que el amor que haya dado le haya sido devuelto, que de su paso por el mundo quede un recuerdo de bondad y gentileza. Te deseo, pequeño, que hayas sido mejor que todos nosotros.

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Paco Pomet. “El Repetidor” (2005)

Metafísica del camino

15 lunes Oct 2018

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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caminos, infancia, metafísica

El juego de la oca refleja los lances y peligros que acechan al viajero o al peregrino. Puentes, posadas, pozos y laberintos donde podía ocurrir el mal encuentro y la desgracia. La muerte acecha en una de las últimas casillas, el antiguo pasatiempo nos muestra la vida como itinerario.

Desde que el adolescente Jean Jacques Rousseau recorriera a pie los campos de Europa, la idea del sendero como imagen de la existencia atraviesa todo el Romanticismo. La respiración de los tiempos lentos de Schubert es la de alguien que anda. Hasta Stendhal, enemigo de las efusiones románticas, define la novela como un espejo a lo largo del camino.

Socorrida imagen del destino, los finales de las películas de Chaplin y las fotos de los manuales de religión postconciliares nos mostraban la imagen ambulante de alguien enfrentado a las sorpresas e incertidumbres del porvenir.

En mis primeros recuerdos, imprecisos, suntuosos, mi hermano y yo caminamos cogidos de la mano de mi madre por los senderos de la vega de Granada. Para unos niños tan pequeños aquel era un vasto y misterioso mundo de surcos y acequias, que olía a estiércol, a nueces y a fruta caída entre las hojas fermentadas. Aromas resinosos y mugidos de vacas en los establos, todo sumergido en la luz dorada de la tarde. A veces el espanto de una carroña de perro en la cuneta. Para los tres era el camino del Eco: en algún punto que solo mi madre conocía gritábamos y disfrutábamos del asombro sencillo de que el viento nos devolviera la voz. Ella era joven entonces, qué alegría la suya en aquella íntima soledad no compartida con nadie, por los caminos de una tierra tan distinta a la suya, con aquellos hijos venidos cuando ya parecía imposible. Nuestra niñez ignoraba qué había más allá, todo era entonces ilimitado. Ya lo sabemos demasiado bien. El paso del tiempo -que arruinaría la razón de mi madre- operó el desencantamiento de aquel territorio mítico, abundante ahora en rotondas, marisquerías y burdeles. Los caminos han sido despojados de su enigma y el mismo futuro de su novedad y su extensión. La tiranía sin esperanza de lo acostumbrado.

¿Dónde iban los viejos caminos de la niñez a los que a veces regresamos en sueños? Y que no podamos volver a recorrerlos, que no nos conduzcan a un lugar humilde, secreto y santo; aliados del sol y los pájaros, entre norias y moreras, muros de piedra y líquenes, en compañía de aquellos a los que quisimos, en una mañana que no conocería final.

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Rogamos apaguen sus receptores

26 sábado May 2018

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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infancia, miedo, tv

«HURRY UP PLEASE ITS TIME
HURRY UP PLEASE ITS TIME»
T.S. Eliot

 

Entre mis recuerdos más antiguos se cuentan algunas imágenes fugazmente vistas en una pantalla de televisión en blanco y negro y que me espantaron: una figura vestida de blanco avanzando desde el extremo de un pasillo a oscuras, un hombre joven con las cuencas de los ojos vacías y ensangrentadas, un desventurado corriendo en llamas por una selva del Vietnam. También alguna música siniestra que te afectaba de un modo insoportable. No es de extrañar que en las pesadillas la pantalla de televisión fuera una abertura a través de la que podía brotar un horror indecible.

Cuando yo era pequeño la televisión se interrumpía dos veces al día. Un par de horas por la tarde los días laborables, como una siesta tecnológica, y ya al final de la noche hasta el mediodía del día siguiente. Había algo siniestro en estos últimos instantes de emisión nocturna a los que el aflojamiento de las rutinas en el verano te permitía acceder. Una locutora de continuidad con un rostro anormalmente pálido, ceniciento, confinada en un espacio angosto, antinatural, un no lugar, con un fondo musical de una melancolía inaudita, anunciaba el fin de la programación. La idea de un fin es perturbadora para el niño. Después el himno nacional sobre el rostro carcomido de un anciano cubierto de medallas, con cientos de miles de muertos a sus espaldas, y unas banderas moviéndose con lentitud sobre un cielo sin vida. Y entonces hacía su aparición el ruido blanco. Un enjambre de frecuencias estocástico, indiferenciado, similar a la radiación de fondo de esos inimaginables instantes que siguieron al violento origen del universo y que la incluye. Uno no lo sabía entonces, claro, pero intuía que tras el fin empezaba un caos, una nada.  Se abría el imperio de la noche y sus terrores. Un sonido de celesta desgranaba una escala espaciosa de siete notas aisladas y su inversión. La escala se repetía tres veces y a continuación una voz grave de mujer, distinta a todas, de una frialdad intimidante, inhumana, te conminaba: 

La programación ha terminado, rogamos apaguen sus receptores.

Aquello sonaba a advertencia. Era como si te avisaran de que, caído un velo protector, el espanto de una realidad paralela, algo malvado, enloquecedor, ajeno a todo aquello que te resultaba familiar y seguro, algo carente de lógica o piedad podía aparecer en cualquier momento en la pantalla o entrar en el salón de tu casa. Y corrías a apagar la televisión antes de que fuera demasiado tarde.

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Confesiones de un pequeño ludópata

19 lunes Feb 2018

Posted by Salvador Perpiñá in Lugares

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infancia, pinball

Flipper, pinball, petaco, máquinas de las bolas. Yo conocí con vosotras la felicidad. Allá por los setenta no se concebía un bar sin ellas, hasta el más modesto cedía buena parte de sus estrechuras a aquellos mamotretos analógicos, amasijo de cables, bobinas y relés, cuya forma parecía fruto de la unión contra natura del piano de cola y el mueble bar.

Todo ráfagas de luz, colores chillones, brillos y tintineos, trepidaciones y estridencias. Simulacros de lujo para niños y pobres de espíritu, tenían un abigarramiento de retablo o de códice azteca. Parientes horteras, charros, de la Capilla Sixtina o de la exhibición de exvotos, su diseño, como el de la cartelería del XIX, funcionaba por acumulación, lejos de la fluida, exenta elegancia de lo digital. Sus resplandecientes superficies miniadas evocaban un imaginario juvenil, hedonista y vagamente cosmopolita. Chicas yeyés en la Costa Azul, surf, carreras de coches, boleras, camaradería y romance en estaciones de esquí. Le Man, Saint-Tropez, Chamonix, Black Jack, Grand Prix, nombres así.

Como los pájaros sobre los árboles, alrededor de ellas se arracimaban los niños. Unos jugaban y otros miraban y había un placer vicario, disminuido, en mirar el juego ajeno. Los machos alfa adolescentes espantaban las bandadas de críos para sus competiciones, pero sobre todo temíamos a aquellos adultos que pedían cambio en la barra y monopolizaban la maquina durante una eternidad, con un juego reconcentrado, preciso, el cubalibre apoyado en el cristal.

Yo a veces jugaba solo, me lo pasaba en grande, el tiempo se suspendía. Lo hacía incluso en bares horrendos y en billares.  Los billares, rotulados con el burocrático eufemismo de «Recreativos», eran en las fantasías de padres severos o timoratos lugares muy poco recomendables, cuyos sótanos oscurecidos por el humo del tabaco e inconcretos peligros, eran frecuentados por adolescentes, macarras y pederastas.  Entre mis ingenuos sueños estaba el poseer una de esas máquinas para jugar a mi antojo, anhelo pueril que solo cumplen en la edad adulta estrellas del AOR adictas a las drogas de farmacia o gentes como Donald Trump.

¿Qué es lo que nos encandilaba de tal manera? La postura del jugador evocaba la actitud del timonel. Los mandos obedecían dócilmente, se tenía una sensación ilusoria de dominio. No por otra cosa accionabas los mandos, haciendo batir las aletas aun antes de que llegara la bola.

Menudo drama se representaba. Una esfera metálica, mercurial, era lanzada mediante un resorte y atravesaba un largo pasillo, como el canal del parto, hasta ser arrojada a un escenario cegador. A partir de ese momento todo iba de retrasar la inevitable caída final. La bola hacía su entrada a lo grande, veloz, nerviosa, pujante. Se demoraba en la zona superior, un empíreo refulgente, abundante en laberintos, perplejidades y violencias. Rebotaba frenética, zarandeada de aquí para allá, hasta que tarde o temprano iba perdiendo el impulso y descendía rampa abajo hacia la zona de peligro, más despojada, donde solo algunos obstáculos podían de nuevo imprimir momento a la bola y todo dependía de la precisión de tus movimientos y tu sangre fría para rescatarla del abismo y lanzarla de nuevo al rompeolas del norte y allí aturdirla y hacerla perderse en agujeros y misteriosos recorridos subterráneos, de los que emergía de un salto triunfal.

El azar y la pericia podían prolongar el juego en el tiempo. Aplazamientos del destino como la bola extra o la partida eran anunciados con un latigazo seco, un sonido inmensamente gratificante, que te hacía segregar no menos serotonina que el like de las redes sociales.

No importa cuánto duraran tus momentos de gloria ni la magra reserva de monedas en tus bolsillos, fatalmente llegaba el momento en que la última bola,  descendía majestuosa y, mientras las aletas se agitaban impotentes en el aire, desaparecía en las fauces de un oscuro averno mecánico hasta que otras manos infantiles, con monedas sustraídas de modestos encargos domésticos, la harían renacer.

Game over. Las luces se apagaban. Los mandos ya no respondían. Uno recogía la cartera y el abrigo y volvía a casa arruinado, con una melancólica sensación de derrota no muy diferente de las inminentes primeras decepciones del amor. Ahora veo aquellos instantes como una excelente iniciación en los duros misterios de lo irreversible y de la pérdida que conforman la vida adulta.

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