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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

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Hombres en pijama

20 lunes May 2019

Posted by Salvador Perpiñá in Lugares

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hospitales

El hospital, como la cárcel o el cuartel, instaura una cruda intimidad entre desconocidos. Te abren una vía en las venas y te hacen entrega de un pijama. A partir de ese rito ya han tomado posesión de ti, ya estás dentro. Durante días compartes el tiempo suspendido, rígidamente pautado de la experiencia clínica. Vas a ser un habitante más del palacio del dolor y la piedad, ese laberinto gobernado por el conocimiento y la muerte. Aislado del discurrir de las cosas allá fuera, apenas ves a través de las ventanas de tu habitación otra cosa que las variaciones de la luz sobre patios angostos o fachadas de una inhumanidad monumental, egipciaca, sujeto a las pequeñas rutinas de cada día, la toma de temperatura y la presión arterial, la medicación, la llegada de bandejas con una comida ajena a toda idea del placer, la visita del médico, el cambio de las sábanas del lecho. Todos volvemos a la indefensión y la dependencia de la infancia, moviéndonos a pequeños pasitos, atendidos y cuidados por manos de mujer. A veces tienes que llevar un camisón con el que enseñas el culo.

La planta de cardiología es un lugar serio. Todos allí, afectados en el centro de su mismo ser, han recibido un recordatorio de su mortalidad. Los más jóvenes pasean por los pasillos, pálidos y con un aire de estupor, preguntándose por qué a ellos, por qué tan pronto. Hombres machacados por vidas de trabajo y renuncia o por los excesos de la crápula ―el vecino de cama que cuenta chistes y que sale a la entrada a fumarse un cigarrillo exhibiendo desafiante la sutura en el esternón que delata que le han abierto brutalmente el pecho, como en un sacrificio azteca― dejan pasar las horas vacías entre la ironía, el miedo o el embrutecimiento. Tienen todo el tiempo del mundo para pensar, para recordar y para arrepentirse. Hablan de cosas sencillas, las ciudades donde han vivido, las queridas costumbres del pasado, la sazón de las frutas, el precio de las habas. Algunos veteranos, módicos Virgilios, te informan del funcionamiento de ese orden al que ahora perteneces, de las peculiaridades y manías de médicos y enfermeros.

Uno comparte sus ronquidos nocturnos en noches inacabables, el sudor de las sábanas, el anhelo de escapar, ve sus botellas de orina en el baño y sus pies hinchados. A veces vuelves de una prueba y encuentras una cama vacía, imagen esperanzadora o funesta según el caso. Quise bromear con una enfermera que me llevaba a rayos X, preguntándole por las leyendas urbanas en torno a esos pasillos vacíos y silenciosos en la hora del sueño, me comentó sin énfasis ―están hechas a todo― que por esos mismos corredores igual que me empujaba a mí empujaba camillas con muertos.

Salimos del hospital, pero el recuerdo de sus insomnios yodados, del burbujeo de las máscaras de oxígeno está para siempre con nosotros, como una cicatriz o un remordimiento que ya no nos abandona. Qué grata esa agitación de autobuses y pájaros en las plazas públicas, el mundo que ha seguido su curso mientras no estabas. Uno de mis compañeros de habitación, con una infatigable sucesión de infartos a sus espaldas, no hacía más que fantasear con lo primero que haría al recibir el alta. Su sueño era atizarse un plato de migas con sardinas. Uno entiende la imponente seriedad de ese anhelo y yo, que ni siquiera sé cómo se llama, le deseo que se haya dado ese gustazo bajo el sol de Mayo y con una copa de vino. La vida es eso y poco más.

2-2

María Safronova

Unidad del Sueño

12 martes Sep 2017

Posted by Salvador Perpiñá in Aventuras de un señor de mediana edad, Lugares

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hospitales, sueños, unidad del sueño

En un extremo del hospital, en unos pasillos vacíos ya a una hora de la noche en la que nada rompe el silencio -la clase de laberinto donde se materializan los aparecidos de las leyendas urbanas- abre sus puertas la Unidad del Sueño.

Vestida con una uniforme blanco y un nombre floral, una enfermera nos recibe con un largo discurso informativo, minucioso, sonriente. Lo borda, a uno le entra una confianza ciega en esta capitana rubia, menuda, de nuestra aventura nocturna. La seguimos. A cada uno de nosotros se le asigna un pequeño cubículo crudamente iluminado por fluorescentes. Una cama, una percha, una silla y una ventana que va a dar a un patio ciego. Un no lugar. Hay una cámara mirándonos desde una esquina. Allí nos vestimos con el pijama carcelario de los hospitales y aguardamos que llegue nuestro turno. No se oye nada y el tiempo se dilata, los pensamientos empiezan a deshilacharse y la realidad es sustituida por un tedio denso, impersonal. El infierno no debe ser un lugar muy diferente.

Cuando llega nuestro turno, la enfermera entra y comienza a cubrir nuestro cuerpo con cables, micrófonos y sensores. Unas últimas recomendaciones en voz baja antes de apagar la luz, susurrar un buenas noches y cerrar la puerta. A partir de ese momento y hasta que salga el sol no volveremos a verla y estaremos solos, a merced de nuestros sueños.

A oscuras quedamos, oyendo únicamente las sacudidas del aire acondicionado. La cámara recuerda que en algún lugar  -la cara iluminada por la luz de los monitores-  ella está pendiente de nosotros, de nuestras pulsaciones, del ritmo de nuestro aliento y la absurda agitación de nuestros movimientos de durmiente, como sólo nos han visto nuestros padres y nuestros amantes. Es un curioso trabajo. En el silencio subacuático de esa zona del hospital, cientos de caras con los ojos cerrados desfilando a lo largo de los meses en el baño espectral de los infrarrojos, un escenario de almas perdidas.  Justos y malvados, gordos y desmedrados, mundanos, violentos, distraídos, humoristas, mentirosos, quien cree con fuerza en algo, los que se visten maravillosamente, los que han hecho sacrificios heroicos, personas muy ordenadas, quien baila muy bien, atolondrados, mentirosos, señores de ideas conservadoras, melancólicos… todos iguales ahora, inocentes, vulnerables. Entre las formas inmemoriales de la abominación está matar al que duerme.

A la mañana siguiente ella, los ojos apagados, nos despierta y nos desconecta cuando el hospital se pone en marcha. Todo es distinto ahora, el misterio se disipa y la realidad irrumpe con la antipatía del diagnóstico. La conversación adopta un aire neutro, funcionarial. Nos despedimos apresuradamente de nuestros compañeros de noche, como si hubiéramos hecho algo ligeramente vergonzoso, deseosos de encontrarnos con la luz del día y la locura mañanera de los pájaros.

Ella llegará agotada a su casa, cansada por todos nosotros. Cuando otros empiezan su jornada ella se desvestirá y se meterá en la cama. Bajará las persianas. Dormirá sola y nadie la verá dormir salvo, en este momento, tú y yo, lector.

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Tim Eitel

Turno de noche

27 lunes Jul 2015

Posted by Salvador Perpiñá in Lugares

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ancianos, hospitales, vida

Hay siempre una violencia al despertar en medio de un sueño. Durante un instante quedó resonando como un acorde. Al abrir los ojos sólo la oscuridad y una franja de luz por debajo de la puerta. En ese instante ya no soy capaz de recordarlo, sueño perdido.

A mi lado el sonido burbujeante del oxígeno y la respiración rota de una viejecita que fue mi madre, reducida apenas a una pequeña, temblorosa voluntad de vivir, a un corazón que insiste en latir débilmente cuando todo lo demás se ha borrado. Cojo su mano seca y le susurro palabras inútiles de consuelo que ya no puede oír. Ella lo hacía mucho mejor cuando yo era un niño. Tras la ventana las hojas de un árbol se estremecen apenas en la noche caliente. Aquí dentro un frío de cámara industrial nos protege pero no nos conforta.

Necesidad de salir al pasillo iluminado a estirar las piernas. No hay nadie, está siendo una noche tranquila. Sólo los habituales ronquidos y estertores, alguna queja repetitiva a la que nos hemos acostumbrado. Todos han tenido una vida, tan diferente, tan parecida a la mía. Ahora igualados por ese uniforme que te devuelve a la niñez indefensa, uncidos a un dispensador de fluidos introducido en sus venas. Los hospitales, el auténtico Ministerio de la Verdad. Gigantescos hormigueros donde las muchas formas de morir, el avance del caos, se combaten con un complejísimo orden planificado, militar. Una intendencia infinita de suministros, contabilidades, protocolos, drogas y máquinas, traspasada por destellos de abnegación y dulzura. Lugares donde reina la muerte y donde triunfa lo humano, como conocimiento y piedad.

Muchos, los más, acaban saliendo de este edificio, otros no tendrán tanta suerte. No me atrevo a caminar demasiado, en las leyendas urbanas los hospitales son lugar de apariciones. En esa red de pasillos y subterráneos donde es fácil perderse debe haber una intensa y permanente circulación de almas.

Regreso a la habitación, arropo a mi madre y vuelvo a mi butaca. Me cuesta volver a dormir y siento el deseo infantil de presionar el botón junto a la cabecera, de ver entrar a una enfermera vestida de blanco y escuchar su voz queda en la oscuridad y pedirle en voz baja algo insensato y modesto, que se haga de día, que la luz entre por las ventanas dibujando los contornos del parque, que el hospital despierte y empiecen los menudos rituales de la mañana, escuchar las admirables bufonadas de una limpiadora, que de nuevo la vida allá fuera, persianas que se levantan, autobuses, jovialidad y churros en las cafeterías, niños, limones, labios, carreteras que llevan a otros sitios, la vida, de la que tanto espero aún.

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