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Hay tanta información y tanto ruido de fondo que resulta difícil hacerse una idea de la verdadera magnitud de lo que está pasando. Solo podemos estar seguros de que las cifras sobre muertes alcanzarán magnitudes embrutecedoras y de que las consecuencias económicas son difíciles de imaginar. Sin embargo, lo que más recordaremos de esta catástrofe imprevista serán estos días de reclusión forzosa.
Buena parte de la humanidad va a compartir la experiencia de deambular en soledad por habitaciones vacías o el hacinamiento familiar entre los muros de una pequeña vivienda de clase media, respirando miasmas, miedo y neurosis. Enfrentados a cara de perro a nosotros mismos o al otro, haremos asombrosos descubrimientos sobre las personas con las que compartimos nuestras vidas, a las que puede decirse que llegaremos a conocer de verdad. Quizás no sea agradable lo que descubramos, un pequeño grado de autoengaño es condición necesaria de supervivencia.
Hemos sentido nuestra fragilidad como especie y ya no seremos los mismos. Muchos no podrán resistirlo, otros saldrán fortalecidos. Puede que esa revelación de lo verdaderamente importante ―cuántas estupideces, cuántas batallas ridículas han ocupado nuestro tiempo semanas antes de la irrupción de esta singularidad― sea beneficiosa. ¿No podría acaso verse el Renacimiento como una consecuencia necesaria de las grandes epidemias medievales?
Cuando todo pase, los que nos dedicamos a la combinatoria de las palabras o a inventar historias ¿sobre qué escribiremos? Puede que el mundo resultante nos reclame una radical, descarnada veracidad, puede que pida refugiarse en fantasías consoladoras. Sospecho que se producirá un cambio de sensibilidad y de criterios estéticos, donde todo lo que habíamos aprendido, las viejas historias, la voz que habíamos logrado perfeccionar, no nos servirán de nada. También para eso tendremos que estar preparados.
Leonid Pasternak (1862-1945). «Agonía de la creación»