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Hay algo desconcertante en los niños. Son tan vulnerables, todo a su alrededor los puede dañar y, sin embargo, con qué valerosa confianza exploran ese mundo lleno de peligros, pasan enfermedades, las superan, con qué obstinación sus frágiles cuerpecillos perduran.
Los médicos de los años setenta tenían una fe ciega en las virtudes del reposo, que prescribían a los niños con desenvoltura. Yo recuerdo con gratitud aquellos arrestos domiciliarios. Para bien o para mal me hicieron el que soy. Durante dos o tres semanas, que en aquella edad eran las medidas exactas de la eternidad, se te separaba del mundo, náufrago en tu isla.
Había una liberación de algunas duras rutinas, dejabas de ir al colegio, de hacer deberes, pero perdías la luz y la calle, los amigos no iban a visitarte, ya no podías ver tus series de televisión favoritas… quedabas fuera del fluir habitual de las horas, todos los días acababan por parecerse en un tiempo sin forma.
Conocías lo que ocurría en tu casa mientras tú estabas en el colegio, la cara b de la existencia. Aprendías a descifrar cada uno de los sonidos de un edificio, su significado y su frecuencia: las voces de los vecinos, la cadencia de los ascensores, las radios sonando en el patio, el chirrido de los tendederos y la música de las cocinas. Yo me pertrechaba de tebeos y novelas de Julio Verne. Las horas pasaban oscilando entre el sueño y la vigilia, lo leído y lo imaginado, mientras en un tocadiscos al pie de la cama sonaban clásicos populares que aprendí de memoria, nota por nota.
Intoxicado por antihistamínicos y codeína, explorabas los vastos paisajes de la mente en ensoñaciones de intensa claridad y colorido. Pueriles fantasías de niño, dramas y reconciliaciones, travesías del desierto y emboscadas en desfiladeros, tempestades marinas e imágenes de vuelo.
Te transformabas en el objeto de un culto triste y ensimismado de devociones y cuidados. Hecho de pequeños rituales medicinales, jarabes amargos, termómetros, visitas del médico y el odioso hombre que te clavaba agujas en el culo. Y alrededor de tu cama, divinidad tutelar, revoloteaba tu madre, consolando, atendiendo, encendiendo la luz de la mesita de noche muerta de sueño y su voz susurrada, sus labios en tu frente, su mano sobre tu pecho, bastaban para calmarte. Todo eso, amor y conocimiento, te era dado en abundancia.
Ahora la cosa ha perdido brillo. Alguien que vive solo, trabaja desde casa y se pone enfermo no puede guardar cama sin sentirse ridículo, inútil, mortal. Es como si te hubieras quedado al margen. Cada hora que permaneces con la cabeza aplastada sobre la almohada, mientras oyes a tus gatos destrozar la casa, el mundo empieza a olvidarte, como ocurrirá cuando todo termine.
Tienes la misma fiebre que entonces, pero ya nadie atiende.