Es curioso cómo negociamos con la existencia del horror, cómo ejerce sobre nosotros una fascinación inagotable. El mal satura nuestras ficciones, otra cosa nos parecería de una ingenuidad risible, pero rezamos para que no nos alcance y para no descubrir su feo rostro, ¡sorpresa!, dentro de nosotros.
Con todo y a pesar de la familiaridad, ocurren de tanto en tanto crímenes donde nos ciega un relámpago de puro espanto, crímenes que apartan irremediablemente a sus autores de la comunidad humana. Hace unos días un agente inmobilario adquirió en una ferretería una sierra radial. Al día siguiente, pocas horas antes de devolver sus dos hijas de cuatro y nueve años a su ex mujer para que pasaran las vacaciones con ella, llamó a ésta para anunciarle lo que iba a hacer y a continuación lo hizo. Los medios se han encargado de difundir cada uno de los atroces pormenores, de los cuales impresiona especialmente que el primer policía municipal que entró en la casa no pudiera contener el llanto.
Las ondas concéntricas de la atrocidad. Cómo no pensar en esa mujer a la que se lo han arrebatado todo y que aún tiene la entereza de pedir calma, viviendo en una ausencia insoportable que no podemos ni imaginar, bajo el peso de una fatalidad carente de todo sentido. Cuántas veces pensará en el día en que lo conoció. Algo había en ese hombre de lo que una mujer podía enamorarse, a lo mejor bailaba bien. Se dirían las viejas y dulces y un poco tontas palabras que se dicen los amantes, descansarían juntos al llegar la noche. No sé si su madre vive aún, ella lo llevó en su vientre, escuchó sus primeras palabras balbuceadas, lo consoló en las grandes, tiernas aflicciones de la niñez.
Su rastro se extiende aún más allá de ese círculo inmediato de vidas arrasadas. No habrá uno solo de aquellos con los que haya tenido alguna forma de familiaridad que no haya añadido a sus noches un enigma y un asco.
Condenado de por vida a la soledad y al aislamiento por su propia seguridad, no hay redención posible para él. Durante años de rutina y vacío volverá una y otra vez a ese día funesto, en cuyo recuerdo fermentará su alma. El infierno no debe ser algo muy diferente.