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El paseante experimenta en ocasiones una especie de vértigo por las calles de su ciudad. Esas calles por las que ha pasado cientos de veces y que han cambiado tanto que ocurre como en esos sueños en los que la propia casa es la misma y a la vez otra.
Creo —de un modo arbitrario, seguramente— que ese hábito de impermanencia es muy del Sur. Norte arriba abundan pueblecitos de un coqueto, cargante encanto medieval. En l’Europe aux anciens parapets se preservan barrios enteros de ciudades, como islas no tocadas por el curso del tiempo, o se reconstruyen piedra a piedra tras haber sido arrasados por lluvias de fuego. Siguen abiertos cafés y pubs de fabulosa antigüedad en cuyos bancos pulidos los grandes hombres plantaron sus nalgas de prócer. Se venera lo antiguo como una forma de lo pintoresco. Aquí lo derribamos todo alegremente, sin remordimiento. Se conservan, sí, iglesias, castillos y palacios, pero nos deshacemos de los vestigios de lo cotidiano. Vicio de pobres, deseosos de huir de un pasado que no nos enorgullece.
El movimiento pendular de los gustos. Vuelve en los nuevos establecimientos aquella afición de los ochenta por los espacios exentos, sobreiluminados, por el blanco 2001. En los ochenta nos enamoramos del futuro, pero pronto nos cansó su perfección estéril. Acabamos abandonando el brillo de la percusión digital y los bares que parecían un laboratorio o una sala de máquinas y abrazamos de nuevo la idea de taberna, volvimos a los encantos tibios del claroscuro, lo abigarrado y umbrío, el desorden de lo orgánico. Lo analógico, abierto al error y a la imperfección. Como si olvidáramos que ese pasado romantizado que compramos era también el de la muerte prematura y los grandes tedios, con toda la mugre, el hedor y la ferocidad de los viejos buenos tiempos.
El deseo quiere que todo cambie, pero necesitamos la idea de repetición, esa periodicidad que nos espanta y a la vez nos consuela. Hasta hace poco pensaba que las diferencias entre izquierda y derecha eran una mera cuestión de dónde fijar los límites de la intervención del Estado. Ahora me doy cuenta de mi error, la tensión entre el pensamiento progresista y el pensamiento conservador va mucho más allá. Es aquel “prefiero la injusticia al desorden” atribuido a Goethe[1]. El conservador opta por esa reiteración de lo familiar que llamamos tradición, celebra las costumbres del pasado porque siente que los hombres, como el niño, necesitan del efecto sedante, tranquilizador de lo pautado. La izquierda con frecuencia subestima esa necesidad psicológica. Somos conscientes de la iniquidad y de lo injusto, pero nos da miedo perder pie, borrar la plantilla y quedar ante el papel en blanco.
Y así divago mientras sigo caminando por estas calles, decorado de mis días, donde faltan las tiendas de juguetes y de discos, los cines y las librerías y los bares que me hicieron; donde me cuesta reconocer aquel portal, ahora desposeído, sin voz y sin misterio porque ella ya no vive allí. Quizás la temida vejez futura no sea más que eso, deambular en soledad, definitivamente irrelevante, por una ciudad que se ha desprendido de la sustancia de tu vida como de una piel muerta. Exiliado de las horas, empujado forzosamente a la dulzura del recuerdo, replegado a un tiempo interior, ilimitado, íntimo, precioso; donde los amigos siempre levantarán sus copas en las barras y aquel portal se abrirá y subirás las escaleras y llamarás a la puerta.
[1] No con toda ecuanimidad, como ha argumentado recientemente Bernard-Henri Lévy en “Enemigos públicos”, un interesante intercambio epistolar con Michel Houellebecq.