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El juego de la oca refleja los lances y peligros que acechan al viajero o al peregrino. Puentes, posadas, pozos y laberintos donde podía ocurrir el mal encuentro y la desgracia. La muerte acecha en una de las últimas casillas, el antiguo pasatiempo nos muestra la vida como itinerario.
Desde que el adolescente Jean Jacques Rousseau recorriera a pie los campos de Europa, la idea del sendero como imagen de la existencia atraviesa todo el Romanticismo. La respiración de los tiempos lentos de Schubert es la de alguien que anda. Hasta Stendhal, enemigo de las efusiones románticas, define la novela como un espejo a lo largo del camino.
Socorrida imagen del destino, los finales de las películas de Chaplin y las fotos de los manuales de religión postconciliares nos mostraban la imagen ambulante de alguien enfrentado a las sorpresas e incertidumbres del porvenir.
En mis primeros recuerdos, imprecisos, suntuosos, mi hermano y yo caminamos cogidos de la mano de mi madre por los senderos de la vega de Granada. Para unos niños tan pequeños aquel era un vasto y misterioso mundo de surcos y acequias, que olía a estiércol, a nueces y a fruta caída entre las hojas fermentadas. Aromas resinosos y mugidos de vacas en los establos, todo sumergido en la luz dorada de la tarde. A veces el espanto de una carroña de perro en la cuneta. Para los tres era el camino del Eco: en algún punto que solo mi madre conocía gritábamos y disfrutábamos del asombro sencillo de que el viento nos devolviera la voz. Ella era joven entonces, qué alegría la suya en aquella íntima soledad no compartida con nadie, por los caminos de una tierra tan distinta a la suya, con aquellos hijos venidos cuando ya parecía imposible. Nuestra niñez ignoraba qué había más allá, todo era entonces ilimitado. Ya lo sabemos demasiado bien. El paso del tiempo -que arruinaría la razón de mi madre- operó el desencantamiento de aquel territorio mítico, abundante ahora en rotondas, marisquerías y burdeles. Los caminos han sido despojados de su enigma y el mismo futuro de su novedad y su extensión. La tiranía sin esperanza de lo acostumbrado.
¿Dónde iban los viejos caminos de la niñez a los que a veces regresamos en sueños? Y que no podamos volver a recorrerlos, que no nos conduzcan a un lugar humilde, secreto y santo; aliados del sol y los pájaros, entre norias y moreras, muros de piedra y líquenes, en compañía de aquellos a los que quisimos, en una mañana que no conocería final.