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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Archivos de etiqueta: calles

Mendigos

01 lunes Jun 2015

Posted by Salvador Perpiñá in Oficios

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calles, mendigos

Son tan viejos como la civilización pero existen al margen de la historia. Escindidos irremediablemente de la vida común de los hombres, aislados en un mundo sin privacidad, sin fruto y sin futuro, han seducido a artistas y a fundadores de religiones.

La lentitud mineral de su tiempo aparece como un viento de catástrofe en las páginas fosilizadas de Beckett, una arena de parálisis que disuelve todo a su paso en una última derrota. Los de Jean Genet, violentos, bronceados tunantes, tienen la vitalidad de personajes mitológicos, Cioran se rinde a su condición indescifrable de seres que parecen haber brotado bajo los surcos. En M de Fritz Lang un tribunal subterráneo de mendigos condena a muerte al monstruo. Buñuel les tiene el respeto suficiente para no usarlos como símbolo. No se hace ilusiones con la santa pobreza, sus mendigos son malvados –que esa y no Lola Gaos levantándose las faldas es la gran blasfemia de Viridiana-.

No hablo del profesional de la mendicidad y su truculenta exhibición de llagas y mutilaciones. Hay una voluntad de supervivencia en ellos. No hablo de los hombres y mujeres que arrastran carros llenos de hierros viejos, recolectores de objetos ínfimos que han pasado por diez muertes y que aún circulan por canales que ignoramos en una conmovedora, secreta economía de lo humilde. Tampoco de los tocados por la desgracia, del desamparo de los que todo lo han perdido, arrojados a la intemperie de un mundo inclemente.

Hablo del mendigo que bebe su vinazo al sol, a porta gayola, dando voces. A veces furioso, a veces riendo, asombrado de respirar y escuchar su propia voz cuando sabe que hace tiempo que camina por el reino de la muerte, en ese éxtasis que conocen los que conducen en dirección contraria.

Su presencia terrosa, la tosca astucia en sus ojos pequeños, su olor a fogata y a basura, irrumpían a veces en mis sueños de nene burgués. Nunca nos abandonan a lo largo de nuestra vida, avisos, epifanías de un mundo arcaico hace tiempo olvidado, versión grotesca de la infancia o anticipo apocalíptico de una posible humanidad claudicante.

Me topé una vez con un mendigo fabuloso, el archipobre, el arcángel de los mendigos. Como en una parábola se había desplomado en una esquina situada frente a un kiosko de mi ciudad, conocido como el drugstore, regentado veinticuatro horas al día por una mujer desabrida a la que la leyenda urbana atribuía una inmensa riqueza. Tumbado cuan largo era (y era un hombre alto) con los brazos abiertos, el grueso abrigo extendido, le rodeaban perros, una cornucopia de perrazos en cuyo centro, como una Venus piojosa en su concha, él tenía los ojos fijos en el cielo, una sonrisa de beatitud asomando por sus negras barbas. Entre sus piernas abiertas colgaba una polla enorme, miguelangelesca.

Una pareja no paró de hablar durante un viaje nocturno en autobús. El viaje y el alcohol les mantenían en un estado de jovial excitación. Se animaban entre sí, se hacían chistes con una voz desdentada. Iban a cambiar de aires, en Granada ella tenía enterrado un hijo. Decían que no se moverían ya de allí hasta que murieran. Para cuando llegara el autobús probablemente habrían cerrado los albergues y tendrían que pasar la noche en la calle. A veces canturreaban algo.

Una mañana, una mañana magnífica, volvía de pasar la noche en una casa del Albaicín. Tras una tapia apareció de un salto, comiéndose una pera recién cobrada. Los pantalones sujetos por una cuerda. Yo había estado con él en el colegio, muy de pequeños. Me reconoció, me llamó por mi nombre y me pidió dinero. Se lo di.

Hoy al despertarme los he recordado y ruego por ellos y por todos nosotros al buen dios de los mendigos, precario y borracho, grasiento, menoscabado. Que nos libre siempre del frío, de la lluvia y el rayo.

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Pieter Jansz Quast (1606-1647)

Sol de invierno

06 jueves Nov 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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calles, iluminaciones, noche, sol

Antes, me refiero a mucho tiempo antes, cuando era pequeño y muchas de las cosas aún no tenían nombre, la noche era el momento del gran misterio. Tumbado en la hierba mirando el cielo estrellado o atravesando de noche una ciudad desconocida, sin poder retirar la vista de las ventanas encendidas en las graves fachadas grises -tras cuyos cristales imaginaba posibles vidas, vidas todas que quería vivir y apurar- el mundo se me revelaba ilimitado, inagotable. Eso ya pasó, ahora conozco la noche y sé que es corta y que todo se repite y que no hay más, ahora es al contrario.

A veces llueve durante días, como si siempre hubiera sido así, y de repente una tarde sale el sol y uno puede experimentar un modesto éxtasis. El aire se hace transparente, el mundo aparece como lavado, enfocado, resplandece de novedad y juventud. Las fugas del paisaje revelan entonces una doble, triple profundidad jamás sospechada. Crees ver por primera vez esas mismas calles donde ha transcurrido tu vida. Pero no solo los objetos se nos aparecen cargados de un nuevo significado, el ojo se afina también sobre las personas que en ese momento abandonan sus escondites y salen en masa a la calle: las parejas de novios tristes, los grupos de muchachas riendo porque ha salido el sol y porque sí, el hombre desesperado que suplica y maldice a través de su teléfono móvil, la silueta que canturrea tras las cortinas absorta en alguna tarea, los niños de la mano de sus padres con ese aire resignado de los detenidos… en cada mirada, en cada frase entreoída, en cada rayo que cae oblicuo sobre las macetas de un balcón, uno cree captar el mismo secreto de lo viviente. Cuanto ves cobra sentido, asisten los queridos fantasmas del pasado y se mezclan sin remordimiento con locas fantasías sobre lo que ha de venir, todos están invitados a esta reconciliación tumultuosa. El mundo vuelve a ser una promesa de cambio y de aventura. De nuevo, por un breve instante, todo es posible. Finalmente cae la noche y acaba por poner las cosas en su sitio.

(24-2-14)

Menos Cuarto

29 lunes Sep 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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calles, historia, invierno, niños

Los mecanismos del recuerdo, sus trampas, sus engaños. La otra noche escuchaba yo por azar un vetusto tema –“If you leave me now”, de Chicago, un clásico del AOR de fama planetaria allá por 1976- que invariablemente me hace evocar una situación determinada de mi niñez. He vacilado antes de intentar transcribirla, no me gustaría transformarme en uno de esos escritores oficiales dados a refocilarse, complacientes, en los jirones de su pasado. Memoria lo llaman, como quien menciona una palabra santa que dignifica y les absuelve del pecado de nostalgia -tan humana, ay-; vicio imperdonable, vicio de viejos al que intento resistirme sin éxito por una tonta coquetería. Pequeñas, triviales impresiones de las que apenas queda una débil huella en mi cabeza y que desaparecerán conmigo. Rescatarlas, reconstruirlas y falsearlas con invenciones y autoengaños, darles de nuevo una vida efímera, quizás no sea ocupación indigna. Al fin y al cabo en el mapa de palabras que el lector de este blog encontrará abajo, la infancia aparece con un tamaño alarmante. No te niegues a ti mismo, Salvador.

Mis padres tenían un modesto chalet en el barrio de Bellavista, una especie de anexo de Cájar, un pueblo de las afueras de Granada. A lo largo de sus empinadas cuestas sin asfaltar se extendían casas de obreros. Corrales, establos, pocilgas, hormigoneras, feos coches de los setenta regados a manguerazos, tocadiscos reproduciendo canciones de Roberto Carlos mientras en grandes calderos hervía la sangre de las matanzas, gatos tuertos, sofás de escay donde veías con otros niños series de ovnis a la hora de la siesta, cardos y amapolas en los descampados, mujeres de una bondad fabulosa amamantando a sus hijos, hombres que llegaban borrachos a sus casas y golpeaban a sus esposas, otros que morían en el andamio, como el padre de un amigo mío, a escasas semanas de haber vuelto de su Alemania de emigrante. Yo fui libre y feliz en aquellas calles donde tantas veces me dejé las rodillas.

Me gustaba especialmente el invierno. Había al final de la calle un bar cuyo nombre no recuerdo pero que era conocido por todos como el “Menos Cuarto” por motivos que ignoro. Fue en él que oí por vez primera la palabra “cubalibre” o su forma rural de “cacharro”. También servían comidas robustas. Muchos sábados me mandaban allí a comprar bebidas. Me encantaba bajar con la bicicleta dando saltos sobre el terreno embarrado, respirando el olor de la leña de olivo quemada, cruzándome con perrazos vagabundos por los que sentía una mezcla de miedo y piedad. Apartaba la cortina antimoscas e ingresaba en la penumbra del bar, franqueaba la barra y me deslizaba en la cocina. En mi recuerdo siempre suena en una radio “If you leave me now” y allí ofician dos mujeres entre los fogones, las grandes ollas y una chimenea encendida. La matriarca de la familia, de unos cincuenta, termina de matar a un conejo y le despoja de su piel mientras una muchacha joven agita vigorosamente una sartén donde fríe ajos. Ella tendría unos veinte años, insólitamente rubia y pecosa, el pelo recogido en una trenza, un jersey grueso de lana, concentrada en su trabajo con una especial seriedad. Estudiaba alguna carrera, pero seguía ayudando a sus padres en el negocio.

Meses antes, el 22 de noviembre de 1975, estábamos comiendo en una salita al fondo de aquel local. En la televisión se informaba sobre la coronación de Juan Carlos I. Las imágenes intentaban reproducir la grandeza de los cuadros antiguos y yo sentía una infantil fascinación histórica. Éramos los únicos clientes en ese momento y cuando aquella muchacha trajo unas fuentes con patatas a lo pobre y una carne de cordero de un sabor montaraz, surgió una informal conversación sobre el acontecimiento del día. Un par de comentarios discretos fueron suficientes para que mis padres y ella se quitaran la careta y en voz baja se atrevieran a decir lo que verdaderamente pensaban. Yo era un crío y fue la primera vez que les escuché confesando en público el que hasta entonces era para mí era el Gran Secreto: la vileza y crueldad de aquel anciano que nos había gobernado. Se preguntaban si las cosas iban a cambiar o seguiríamos así siempre. La muchacha nos hablaba de su pertenencia al partido, de algunos de sus miedos, de interrogatorios brutales a compañeros. El miedo a una repetición eterna de lo idéntico se confundía con radiantes, desmedidas esperanzas de un futuro distinto. Me pareció en ese momento una mujer maravillosa y ahora, cuando hace mucho tiempo que no soy comunista, me lo sigue pareciendo, donde quiera que esté.

En “La Cartuja de Parma”, Stendhal tiene la genial intuición de que el joven Fabrizio del Dongo asista a la batalla de Waterloo y no se dé cuenta. Para mí la restauración de la monarquía y todo lo que vendría después, transformado en Historia, es simplemente una chimenea encendida en un día frío de noviembre, el sabor fuerte de la carne de cordero y una muchacha valerosa de huesos sólidos, con una trenza casi pelirroja, que me gustaba con locura.

Comentario al margen

20 sábado Sep 2014

Posted by Salvador Perpiñá in política

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calles, niños, poder, política, sentimiento

No hace mucho un amigo colgó en el facebook un fragmento de “El Gran Dictador” de Chaplin, en concreto el excesivo y conmovedor discurso final. «We feel too little and we think too much» es una de las frases clave y en ese momento me pregunté si lo cierto no sería precisamente lo contrario, «we think too little and we feel too much».

A casi todos los efectos, seguimos viviendo en las coordenadas mentales definidas por Jean-Jacques Rousseau y la chavalada del Romanticismo alemán: sacralización de la naturaleza y de la figura del artista, exaltación del amor, el sentimiento y la espontaneidad, culto a la pasión y a lo extraordinario. Nos seducen el entusiasmo, la embriaguez, el desorden.

No voy a desprestigiar los sentimientos, no se me malinterprete, aquí uno siente como el que más. Cualquiera que vea el aspecto deplorable de mi mesa de trabajo entenderá que no soy un individuo precisamente cartesiano. Simplemente creo que la cantidad e intensidad de las emociones que suscita no es un indicador de la bondad de una idea. Ni siquiera el entusiasmo de la juventud o de los artistas, una panda de narcisistas irresponsables como todo el mundo sabe, la garantiza. El fervor del número, la energía prodigiosa que emana de las multitudes no tiene un valor moral en sí. Suelen acompañar los grandes procesos emancipadores, pero también las grandes carnicerías. Conviene distinguir.

Las banderas dan bien en las fotos, son de mucho emocionar. Hay una serie de motivos que se repiten en las crónicas de grandes actos de afirmación, porque son muy icónicos y resultones: niños en la manifestación con sus padres entre el flamear de las enseñas, chicas guapas pasándoselo en grande, ancianos rejuvenecidos por el entusiasmo. Si además el tiempo acompaña y hace solecito, nadie que no sea un desalmado rehusaría unirse a la alegría colectiva. No me gusta que los niños sean utilizados para embellecer un mensaje; hasta una foto de unos nenes en un prado florido, vestidos con sus pequeños uniformes del KKK, podría ser simpática.

Cuando del discurso de un tribuno alguien me dice que ha sido emocionante se me dispara una alarma interior. El fascismo, por ejemplo, fue la apoteosis de lo sentimental en política, toda su retórica, todos sus dispositivos de propaganda estaban destinados a despertar emociones. Hace poco leía viejas portadas de prensa del primer franquismo. Los editoriales, escritos en una prosa hiperbólica, convulsa, absurdamente cargada de imágenes, intentaban conmover a voces al lector haciendo gala de una cursilería insufrible. Llorar a moco y baba suele ser el preludio a los fusilamientos en las tapias de las afueras.

No digo yo de no entregarse cuando sea menester, para algo tenemos corazón, pero teniendo siempre a mano una pequeña, valiosa reserva de fría desconfianza. Por si acaso.

Nadie, ni siquiera la lluvia, tiene unas manos tan pequeñas

12 martes Ago 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Desde la colina blanca

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Albaicín, amor, calles, juventud, manos

Delante de mí camina una joven pareja de novios cogidos de la mano, subiendo la misma cuesta que yo subo, en el mismo barrio en que yo vivo. Claramente no son de aquí porque se pasman ante lugares en los que yo ya no reparo. Una imagen familiar, intemporal: novios, manita, paseo.

La joven es hermosa y esta mañana las murallas y las torres que asoman entre los muros encalados, los balcones y las macetas, le hacen justicia. Su mirada verde, luminosa, llena de curiosidad, embellece todo aquello sobre lo que se posa. Ambos pasean en pantalones cortos y sandalias. Sus piernas doradas por el sol, la delicadeza de sus tobillos, las uñas pintadas de un rojo heráldico, evocan visiones de gacelas y palomas; las velludas piernas de él remiten a un universo cuartelero, de ronquidos y halitosis, su mirada autosatisfecha e indiferente me subleva. Es un feo sentimiento éste de detestar a los acompañantes de bellas desconocidas, que me emparenta con los hábitos crueles y crapulentos del león del Serengueti, pero no puedo evitarlo. Yo ya sé que no está bien, que es mezquino, pero no pretendo ir en estas páginas de alma bella.

De lo que quería hablar es de ese simple, conmovedor gesto de cogerse la mano. Las manos, prodigio de ingeniería biológica, maquinaria de enorme precisión, han hecho de nuestra especie lo que es en no menor medida que el cerebro. La mano es el órgano que hace, que da el salto de lo posible a lo real.

De pequeño me asombraba ver las manos del adulto enjabonándose. Mis pequeñas manos, intentando arrancar espuma frotando las palmas me parecían algo provisional e irrisorio al lado de aquellas manos con el dorso lleno de pelo, que se retorcían vigorosamente bajo el grifo.

Las manos. La mano que construye una embarcación, la que roza apenas una cara, la que amenaza, la que dispara un arco, la mano que vierte veneno en una copa, la mano que borda unas iniciales, la que arranca de un instrumento la inexplicable música, la que dibuja un animal marino, la que procura una caricia obscena, la que escribe un verso memorable o firma sentencias de muerte, la mano que cura.

Cogerse de la mano, entrelazar esos dedos erizados de terminaciones nerviosas, es una de tantas maneras de perseguir el anhelo inalcanzable de la unión con el amado, de trascender las fronteras entre el tú y el yo, como tantas veces se ha dicho en cientos de canciones. Algunas parejas de ancianos todavía se cogen de las manos y me parece una hazaña que en días en que me pilla fácil hasta me pone sentimental.

Los dedos se buscan, se siente el latido tibio de la sangre del otro. Es con frecuencia la señal que precede al beso. Yo recuerdo tantas manos cogidas. Los hombres sentimos una reverente ternura por la mano admirable de la mujer y qué bien lo expresó E.E. Cummings en ese verso que encabeza estas líneas.

Los niños se cogen de la mano de su madre, extienden en el aire su manita vacilante que espera ser cogida en el acto, como hace el amante cuando contempla algo sobrecogedoramente bello. También al niño se le arrastra en contra de su voluntad por la mano, ¡qué pronto aprendemos los límites de nuestra libertad! Al enfermo, al agonizante se le conforta cogiéndole de las manos, el ciego se agarra a la mano que le guía en esa oscuridad resonante e ilimitada que es la materia de la que está hecha su vida. 

Julián Sorel desafiándose a sí mismo a coger la mano de Madame de Rênal antes de acabar el paseo y si no subirá a su cuarto y se pegará un tiro, la mano del matrimonio Arnolfini, Bowie gritando “gimme your hands” (e invariablemente siento un escalofrío), la pareja que se coge las manos ante el pelotón de fusilamiento, en medio del pánico de la tormenta, al escuchar el aullido de los lobos o a punto de saltar al vacío, ¿recordáis aquella pareja saltando de un World Trade Center en llamas? Todas las manos unidas se hacen presentes aquí y ahora en esa pareja que sigue subiendo la empinada cuesta con ligereza, como si hubieran olvidado esa soldadura. Ninguno de los dos quiere ser el primero en soltarse. Los veo con cierta envidia, sin sombra de fatiga, todo futuro, y acabo por adelantarles, jadeante como un oso Kodiak tabaquista que acabara de arrancar de cuajo todas las coníferas de Alaska, rogando al buen dios que no permita que un inoportuno infarto me fulmine precisamente delante de ellos. Pánico a una muerte ridícula. Todo lo cual, que conste, no quita que él me siga pareciendo un majadero.

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De Vita Beata

31 jueves Jul 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Desde la colina blanca

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calles, escritura, reclusión, verano

Tengo una curiosa relación con los veranos. En mi trabajo –soy guionista- ocurre con frecuencia que los periodos de inactividad no coinciden necesariamente con esa estación tantas veces celebrada con desparpajo por los cantantes sin pretensiones. De este modo he llegado a perder esa asociación instintiva entre verano y vacación, la idea de viaje, de escape de la realidad habitual con su mezcla letárgica de conflictos y sumisión.

Este verano se repite una situación familiar. Mientras las calles se van despoblando, los bares habituales bajan la persiana, los amigos se despiden para viajar a fantásticos lugares remotos o a delicados rincones de nuestra geografía, yo permanezco en la ciudad, absorbido por varios proyectos de incierto futuro mientras noticias descorazonadoras humean sobre el mundo.

Son días extraños. El exceso de luz, la bofetada del calor, su agresivo estruendo. El calor, que corrompe las frutas y mata las plantas. Los médicos sugieren que debemos protegernos con densas cremas, protegernos de algo que puede hacerte daño a millones de kilómetros de distancia. ¡Y qué aún exista la canción del verano!

La ausencia de los amigos favorece una vida de recluso. El mundo ardiente de fuera está dañado por la irrealidad, las salidas durante el día acaban por resultar alucinatorias. Te encierras, dejas la casa en penumbra. Mientras tras las ventanas un resplandor blanco calcina el empedrado y ni los insectos se atreven a salir, el silencio queda roto por el sonido intermitente de tus dedos tecleando. Los personajes de las distintas historias que te ocupan van creciendo en la quietud de las habitaciones esterilizadas por el aire acondicionado: un delincuente maduro enfrentado a su decadencia vital, niñas de instituto enamoradas de musculosos galanes canoros, un escéptico general morfinómano en una colonia española, un luthier tranquilo y anárquico que resuelve casos, un niño que es testigo sin saberlo del hundimiento del mundo de sus padres mientras un astronauta gira en soledad en torno a la luna… Las ideas fluyen serenamente, con naturalidad, te sientes en plena posesión de tus recursos y crees que será así para siempre. Tienes fantasías de grandes cambios con la llegada del otoño.

Son días deplorablemente castos. Como fruta, hago deporte, lleno las horas con tareas mecánicas como poner la lavadora, tender la ropa, hacerme frugales comidas; momentos en los que el vacío mental llega a rozar la beatitud. También estas líneas se llevan lo suyo, no penséis que esto no me cuesta a veces la misma vida.

Como paso mucho tiempo sin hablar con nadie, me entrego a absurdos accesos de locuacidad cuando salgo a comprar. A veces hablo con el gato, le digo cosas, lo que me hace sentirme pintoresco y miserable. Este verano promete, ya lo creo.

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(Eduardo Longoni)

Vulanicos

25 viernes Jul 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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calles, ciudades, islas, plantas

¿Dónde van los vulanicos? Sofisticadas máquinas para dispersar el material genético, tienen, como los cristales de nieve, una de esas formas perfectas que podrían fijarse en una elegante fórmula matemática. Pasan a nuestro lado mientras caminamos por la calle hacia nuestros insignificantes asuntos, tan familiares que ni reparamos en ellos, siempre a merced de la más suave ráfaga de viento, pura ligereza. A veces los persigue un perro pequeño que salta y juega sin poder darles alcance. Remontan el vuelo y pasan sobre tejados, plazas, fuentes y campanarios, sobre estatuas de generales hace tiempo muertos. Uno de ellos se demora y queda un instante suspendido en el aire, sobre el carro de un bebé que lo ve resplandeciendo al sol y volverá a recordar esa imagen muchos años después en el momento de decir adiós a todo esto. Cuando parece que su viaje toca su fin sobre el asfalto o en los bordillos de una acera, entre tickets arrugados de autobús, manchas irisadas de combustible y el palo de madera de un polo, el humo de un tubo de escape los pone en movimiento de nuevo. La mayoría no llega a su destino, pueden colarse por una ventana abierta y caer sobre la cama deshecha de una muchacha, que no es mal sitio para acabar.

Sé de otro que entró en el vagón de un tren y compartió un viaje sin retorno con unas vacas que viajaban hacinadas, mugiendo de miedo, hacia una gran ciudad llena de hombres crueles e insomnes. Algunos tendrán más suerte y un viento amable los depositará en el corazón sombreado de un bosque, donde caerán sobre una tierra esponjosa.

Me gusta pensar que en un mundo alternativo, el más afortunado, de una especie probablemente inexistente, será arrebatado por un poderoso mistral, sobrevolará las olas, los bancos de peces y los barcos perdidos en la tormenta, verá bandadas de pájaros migrando y por encima de las nubes se cruzará con los grandes aviones. Otros vientos favorables lo empujarán hacia las playas de una isla lejana y allí, entre hombres y mujeres que hablan una lengua de una sonoridad magnífica que yo desconozco y donde no me importaría tampoco acabar mis días, echará raíces y desplegará hojas, frutos y un perfume que alegrará los pensamientos de un hombre que cada mañana se encamina temprano a su barca de pesca.

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Una pequeña perversión

16 miércoles Jul 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Examen de conciencia

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calles, metafísica, vicios privados

Ando estos días por Valencia por cuestiones de trabajo. Me reúno con mi compañera guionista en un barrio nuevo y popular de la ciudad, situado al otro lado del río, uno de esos barrios construidos en los años ochenta. Podría estar en Granada en Valladolid o en Teruel, en cualquier lugar de la tierra. Siempre que visito uno de esos vecindarios no puedo evitar jugar con la idea de que vivo allí, siempre he vivido allí y –lo más importante- jamás saldré. Semejante sensación no sólo no me aterra sino que me provoca una paz inquietante.

Vivo en la actualidad en uno de los entornos más interesantes que quepa imaginar, un antiguo barrio árabe medieval sobre una colina, una suerte de pueblo andaluz platónico del que salgo y al que ingreso a través de un arco del siglo XI. Y, sin embargo, me encuentro cómodo en esos barrios anodinos, carentes de toda personalidad (salvo un entrañable rótulo luminoso que reza “Asociación de Alcohólicos Rehabilitados Mediterráneos”) y que a cualquiera le parecerían el infierno. ¿Qué me hace sentir bien?, ¿por qué mi alma gusta de calzarse un chándal e imaginarme un poco -sólo un poco- más joven viviendo una vida ajena en semejante lugar?, ¿por qué esa embriaguez de ser otro, de sumergirme en un anonimato sin grandeza y sin esperanzas?, ¿no será un deseo de anularme definitivamente, una pulsión de muerte?

Un universo limitado, neto, de paz dominical y churros envueltos en papel de estraza, paseos con un perro chico y cojo, lúbricos torpores durante la siesta; un mundo de geles baratos y aerofagia, de canarios con dermatitis y talleres mecánicos, de persianas sucias y ardientes bajo el sol, niños de primera comunión y retransmisiones deportivas en los bares, copas de coñac y cáscaras vacías de cacahuetes. ¡Ah, un reino a mi medida, sin fantasías y sin esperanzas, de goces módicos, inmediatos!, donde el tiempo se estiraría a voluntad, insensible, sofocante, amodorrado. Que sueñen otros con el barrio judío de Praga, huertos de naranjos en la bahía de Nápoles, el sol naciente sobre el lago Victoria o las terrazas del Ganges, yo lo hago con los pasillos exuberantes del Mercadona, siempre iguales a sí mismos; en las naturalezas muertas de sus estantes, entre las voces de las jóvenes cajeras, se esconde el mismo secreto de la existencia, todo allí me habla de eternidad, de los circuitos cerebrales de un dios cansado.

El colmo de la emoción lo experimenté al entrar en una papelería del barrio: lápices de colores, cartulinas, bloques de plastilina, carteles con foto anunciando arreglos de trajes de fallera para niñas. Observando a la dependienta sentí una ternura maniaca, un desaforado deseo. Cuarenta años ligeramente ajados y sonrientes, una delicada y frágil belleza al límite de la fealdad pero no ausente de coquetería, un perfume fresco, floral y miserable flotando en torno a su blusa. Quería tomarla por esa cintura ceñida por una goma elástica, sentir su cabeza resfriada apoyada en mi hombro, consolarla. ¡Qué ansia crapulenta por adormilarme toda una vida junto a ella mientras en el televisor –y nuestra foto de boda amarilleando al lado- los leones devoran a un ñu y en el ojo de patio la voz de Carlos Herrera sobrevuela majestuosa las hileras de bragas estampadas, jerseys de angorina y vaqueros de imitación tendidos entre un olor clamoroso de boquerones fritos y caldo de pollo! Detestaría escribir, detestaría leer, en esa casa soñada sólo gotelé y la voz de ella cantando mientras recoge la cocina, tosiendo con una tosecita de fumadora de tabaco negro, quizás un cd recopilatorio de éxitos del verano de los ochenta y un ejemplar manoseado de Muy Interesante. Yo trabajaría durante el día en una mercería, intercambiando picantes malicias con clientas de una vulgaridad santa y por las noches asistiría en un estupor silencioso y reverente a su lento declive. En mi depravado y modesto idilio imaginado tampoco existen hijos, parece que mi feroz egoísmo permanece intacto.

En fin, ya sabéis qué clase de tipo soy. No digáis que no avisé.

Antigüedades

13 domingo Jul 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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amistad, ancianos, calles, futuro

Las cosas nunca acaban siendo tal y como las imaginábamos, el futuro no queda exento de esta regla. Las películas de la infancia nos mostraban un segundo milenio silencioso, minimalista y mondrianesco. Afortunadamente vamos por el 2014 y todavía no hay rastro de aquellos horribles monos ajustados de licra, mientras que perviven de manera desafiante el churro, la morcilla y el traje de fallera. También la truculencia medieval de mendigos exhibiendo muñones y llagas o los chatarreros arrastrando sus carritos en el minucioso y desesperado negocio de lo que nada vale. Esa superposición azarosa de los siglos es algo que siempre me ha gustado.

Recuerdo haber pasado no hace mucho al lado de un taller en una calle de mi ciudad, un taller de bicicletas a juzgar por las cámaras desinfladas y armazones que colgaban de las paredes. Recuerdo así mismo que era primavera y en torno a las cuatro y media de la tarde, las calles estaban vacías en un estado particular de ensoñación, unos niños daban balonazos contra una pared sin demasiado entusiasmo, en algún balcón un canario en su jaula piaba, bañando todo en una atmósfera trascendental y depresiva. Pasé junto a la puerta del taller, que daba paso a la negrura interior como una desdentada boca abierta. La luz de la tarde se desplomaba por un ventanuco sin conseguir alumbrar el recinto, abarrotado de objetos e indeciblemente sucio. Dos hombres, dos ancianos, se habían situado bajo la ruin columna de luz dorada. Ambos llevaban monos que alguna vez fueron de color azul. Uno de ellos estaba sentado en una silla de anea, inclinando su cabeza para recibir mejor los rayos del sol que resaltaban su mano manchada de viejo, en reposo sobre el muslo; el otro, inclinado sobre él, sin hablar, cortaba con lentitud su pelo escaso, de un blanco con reflejos verdosos que iba desapareciendo en la densa oscuridad del suelo. El sonido espaciado de los tijeretazos (uno de tanto fenómenos que carecen de nombre) conseguía la hazaña de ser aún más melancólico que el piar del canario. La decrepitud de ambos hombres bordeaba la catástrofe, uno sospechaba que llevarían trabajando juntos en el taller desde el inicio de los tiempos y que no era infrecuente ese humilde socorro mutuo cuando todo se desmoronaba a su alrededor. Cuántas otras cosas más compartirían, qué mujeres habrían pasado por sus vidas, qué forma conmovedora de amor o de odio abismal crecía en medio de la irremediable ruina de su negocio, eran las preguntas que me hacía mientras me alejaba escuchando los golpes secos de la tijera y que pronto olvidé cuando al rato llegué a la esquina donde ella me estaba esperando.

(18/03/2014)

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