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Con trece años el niño Salvador Perpiñá quedó clasificado en el tercer puesto provincial del concurso de redacción que patrocinaba Coca-Cola. La organización lo recompensó con una comida ruin (todavía conserva restos estropajosos de aquel filete entre los dientes) y una cámara de fotos de ínfima calidad, además de un dinerillo con el que se compró el “White Album” de los Beatles, que le hizo muy feliz. A partir de ahí todo ha sido caída.
Porque en el caso de que aún no se hayan dado cuenta yo se lo voy a decir: Perpiña es una estafa. Artística y moral.
Perpiñá escribe bonito, es un hecho, pero eso no es algo necesariamente bueno. Fiado a su facilidad, ha desarrollado una especie de automatismo que no le falla. Perpiñá tiene truco. ¿No es triste que alguien sin apenas obra ya se imite a sí mismo?
Abusa, contumaz, del adverbio, cree deslumbrar con adjetivos. Una lectura atenta revela un empleo reiterado de ciertas palabras; las usó alguna vez, le gustaron y confía en la capacidad de olvido del lector. Ni siquiera es original, a poco que se rasque se le ven los modelos. Un poco de la distancia olímpica de Ernst Jünger, el gusto por la enumeración de Saint-John Perse, la sintaxis afrancesada de Cioran y la sospecha de que todavía no ha conseguido desprenderse de una juvenil influencia de Borges. Siempre procede igual: un arranque vago, cauteloso, un repaso a todos los ángulos del tema elegido para al final despeñarse en una efusión hiperbólica destinada a desatar, al precio que sea, las emociones del lector. Hay quien tiene un estilo, Perpiñá tiene tics.
Resulta desalentador recorrer el escuálido catálogo de sus obsesiones. Echa de menos su infancia, con la que construye una leyenda fraudulenta; sublima la vulgaridad y el aburrimiento de aquellos días derramando sobre ellos las bendiciones narcóticas de la nostalgia. Se aferra al pasado. No tiene el valor de abrazar la desesperación, la pura negatividad, y así prorrumpe en enfáticas declaraciones de fe en la vida y en los hombres que no se cree ni él y que no desentonarían en un libro de autoayuda.
Ha llegado tarde a todo, ha ido aplazando las grandes decisiones, no ha tenido hijos a los que abrazar, no ha madurado. Perpiñá tiene miedo a morirse y miedo a la infinitud, anhela la novedad y como pequeño burgués siente la inefable poesía de lo que nunca cambia. Nos miente con sus entusiasmos, nos cansa con sus rendiciones.
Inmune al pudor y a la lógica, bienquedas equidistante hasta la vergüenza ajena, ni siquiera tiene el coraje de declararse reaccionario. A veces tiene un ataque de furor y dice lo que piensa, pero se arrepiente y teme el severo ceño fruncido de los demás, pues necesita la aprobación ajena. Piensa que aún es de izquierdas porque defiende la libertad de costumbres -mera autoindulgencia de un hombre sin voluntad, de débil fibra moral- y profesa una inconcreta fe socialdemócrata, pero le tranquiliza que todo siga igual.
Ya no nos engaña, Perpiñá, con su mercancía averiada y la purpurina de su prosa. Puede que lo haya conseguido durante algunos años en las páginas de un blog irrelevante, pero pronto empezará a cansar a los pocos lectores que aún consumen sus camelos. ¿Hasta cuándo seguiremos tolerando su exhibicionismo sentimental, su pereza, su inmensa vanidad?
Nosotros ya le hemos avisado, haga ahora lo que tenga que hacer.