• Acerca de

Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Archivos de etiqueta: amor

Ñu

30 miércoles Oct 2019

Posted by Salvador Perpiñá in Historias

≈ Deja un comentario

Etiquetas

amor, derechas

Víctor y Cristina eran de derechas y lo sufrían en silencio. Antes de llegar a conocerse, Víctor y Cristina vivían en la impostura para evitar la muerte social. Sus conocidos, sus más íntimos, suscribían ideas irreprochablemente progresistas. En el mundo en que se movían el pensamiento conservador era considerado una anomalía, algo ridículo, mezcla inadmisible de maldad e ignorancia. Cuando en los bares enrollados que frecuentaban con los amigos estos sacaban temas de conversación donde había que retratarse, ellos hacían enormes esfuerzos dialécticos para que no se les notara demasiado, guardaban silencio o salían a la calle a fumar con tal de no oírlos, avergonzados de su propia doblez. Por eso se encontraron en aquel callejón del casco antiguo, apoyados en la pared mirando las nubes pasar sobre la luna, sintiéndose abrumadoramente solos.

Intercambiaron un par de frases casuales, pero fue Cristina la que hizo un comentario mordaz sobre la corrección política mientras apagaba su colilla contra la pared de piedra de un viejo convento. Suficiente para que sacaran un segundo cigarrillo y se dieran fuego. La conversación fluyó incontenible. Cómo se rieron de la ridiculez de los espacios seguros en los campus americanos o de las extravagancias de los animalistas. No pararon en toda la noche de salir a fumar hasta que, una vez sus respectivos amigos se retiraron a casa, ellos tomaron juntos una última copa, deseosos de seguir hablando sin limitaciones de tiempo, libres, desinhibidamente reaccionarios.

A las dos de la madrugada hablaron sobre imperofobia y leyenda negra, media hora más tarde sobre la deriva descabellada del feminismo. Víctor la acompañó caminando a su casa. Cuando a las tres Cristina le confesó que creía en dios, el agnóstico Víctor, que jamás se había topado con una mujer que no se considerara atea militante, se lanzó sobre ella y la besó.

Y aquella noche se entregaron el uno al otro con un deseo demente, en la desnudez esencial de quienes han desvelado lo más íntimo de su ser. Pero no podían dejar de hablar. Víctor expresó su admiración por Arcadi Espada mientras besaba largamente su espalda hasta demorarse en las encantadoras corvas de Cristina. Cristina citó a Chesterton mientras le hacía una felación.

Siguieron viéndose a lo largo de las semanas siguientes, en un estado de exaltación sexual que ya habían olvidado. «Cómo iba yo a saber, cuando ya nada se espera». No les bastaba, se llamaban durante el día para desahogarse, comentando los delirios del nacionalismo que poblaban por entonces la prensa. El procés cimentó su pasión.

Acabaron viviendo juntos y para su asombro encontraron a esas alturas de la existencia algo muy parecido a la felicidad, libres de las servidumbres y desengaños de la paternidad. Los días se sucedían colmados de desayunos radiantes, arias de ópera francesa y vinos deliciosos. Juntos visitaban museos, leían a Houellebecq, a Pinker y a Jorge Bustos, recorrían el país dando largos viajes en coche, revisaban los grandes clásicos del cine, porque eran muy de grandes clásicos. Su vida era como caminar un poco borrachos por vastas arboledas al caer la tarde, entre el clamor de los estorninos.

Acababan de dar buena cuenta de una botella de Somontano durante una copiosa comida. Víctor llegaba de recoger la cocina sintiéndose en paz con el mundo cuando vio en la pantalla de televisión un río de África, contaminadísimo. Alargó el brazo hacia el mando a distancia, pero Cristina le pidió que no cambiara de canal.

Mientras en el documental se sucedían imágenes dantescas de plásticos flotantes, Víctor ironizó sobre esa tartufería cursi e inmoral de Occidente, que niega a un continente su justo derecho a la industrialización para que podamos tener paisajes bonitos que ver por la tele después de haber saciado nuestra hambre.

Pero en ese momento apareció un ñu. Una madre ñu maltrecha, en los huesos, a la que le flaqueaban las piernas. Intoxicada por vertidos de metales pesados provenientes de la minería, se había separado de la manada y ahora apenas era capaz de avanzar, medio ciega. No podía más y se desplomó finalmente mientras una espuma blanca le salía por la boca. Su pequeña cría de ñu se le acercaba e intentaba despertarla, empujándola con sus cuernecitos.

A Víctor le pareció de un horrendo mal gusto, en especial el subrayado musical, pero consideró prudente no hacer comentario alguno porque se dio cuenta de que los ojos de Cristina brillaban. Miró con aprensión la lenta lágrima que rodó por su mejilla.

La semana siguiente Víctor adoptó una actitud monográfica en sus charlas domésticas. Buscó artículos en la red, se documentó sobre las perspectivas de futuro de África, se pertrechó de estadísticas alentadoras. Se mostró elocuente, persuasivo. Cristina no le discutía, pero pareció hacerle poco caso.

Meses más tarde aceptó sombrío su decisión de reducir la ingesta de carne, lo que sonaba saludable, pero constituía un solapado golpe de estado vegetariano. Cristina leía mucho sobre nutrición y cultivos sostenibles, miraba obsesivamente las etiquetas de los productos en el supermercado en busca de aditivos tóxicos. Sobre aquel hogar se cernieron innumerables restricciones dietéticas. A solas, Víctor se atiborraba de los alimentos prohibidos, lleno de rencor. Engordó. Sus analíticas eran un escándalo, los médicos le hablaban con severidad.

Víctor seguía el rastro de ella en las redes sociales, donde dio en prodigar nuevas, irreflexivas opiniones, pura emotividad roussoniana sin freno, indignas de una adulta responsable. Opiniones que le dolían como una traición. Nunca estuvo tan guapa. Se cuidaba mucho, dejó de fumar y desbordaba vitalidad. Tras años de abulia funcionarial como profesora en un instituto, ahora no dejaban de ocurrírsele novedosas iniciativas educativas en las que desplegaba un apasionamiento ofensivo. Víctor, que sabía que no había nada que hacer con aquellos pequeños semidelincuentes, no se atrevía a contradecirla.

La intervención del ejercito americano en aquel país africano era el sueño húmedo de cualquier persona de izquierdas, la tormenta perfecta. Un Donald Trump, en horas bajas tras su reelección, literalmente sepultado por decenas de acusaciones de acoso sexual, decide desviar la atención pública enviando a sus tropas para apoyar un gobierno corrupto que intenta reprimir brutalmente una revuelta popular. Los disturbios estallaron tras el escándalo causado por varias partidas de vacunas en mal estado distribuidas por una importante multinacional farmacéutica y que dejaron a decenas de miles de niños con graves secuelas. En los combates son asoladas grandes reservas naturales bajo las que se esconden ilimitadas reservas de gas natural. Cristina no podía entender cómo Víctor no se indignaba ante una canallada semejante. Feministas, ecologistas, antifascistas, anticapitalistas y personas de bien veían en la oposición a la guerra del Serengueti la última causa de la humanidad frente a la bárbara codicia del hombre blanco. La manifestación sería histórica. Mientras Cristina se vestía para lanzarse a la calle aquel sábado de abril, Víctor intentó hacerle comprender que todo era un poco más complejo y que lo que ella creía esencial era en realidad accesorio, lo importante es que no podía consentirse en modo alguno la expansión de una mezcla letal de comunismo e islamismo en el corazón del continente negro, toda política de apaciguamiento era ridícula e irresponsable. Mientras ella bajaba las escaleras dejando una estela fragante de Partisan, un nuevo perfume de CK, Víctor le gritó la frase de Churchill: «Os dieron a elegir entre el deshonor y la guerra. Elegisteis el deshonor y ahora tendréis la guerra».

Ella no le respondió. Oyó cerrarse la puerta del portal y sintió como si Cristina le abandonara por medio millón de rivales.

Se asomó al balcón. Era una bonita tarde, veía a los grupos de chavales dirigiéndose a la mani. Los odiaba, odiaba su entusiasmo, los estúpidos memes de sus pancartas. Se sintió de nuevo el rarito solitario que fue en su adolescencia. Cerró las ventanas, de acuerdo, aceptaba su destino. Él era ya para siempre un emboscado, solo contra un mundo que perseveraba en el error y quiso brindar desafiante por su independencia. Sacó una botella de un whisky carísimo.

Víctor pasó un par de horas dando gracias a la civilización occidental por haber conseguido ese sabor a turba en aquel líquido dorado que ahora calentaba sus venas, escuchando motetes del siglo XIV y especulando sobre la posible existencia de un compañero de instituto de Cristina a quién se figuraba con unos cuarenta años, gafas y barbita entrecana y una expresión irónica y dulzona. Uno de esos hijos de puta que releen Rayuela y escuchan a Pat Metheny. Los imaginó a los dos ebrios de futuro y compromiso en medio de la multitud, compartiendo la exaltación de formar parte de la historia.

Se sirvió otra copa más y encendió la televisión.

Mientras él estaba entregado al Ars Nova la manifestación se había desmandado y hubo cargas policiales. Víctor veía fascinado cómo los antidisturbios golpeaban con sus porras. Todo era muy violento, pero no podía despegar su mirada y qué admiración sintió por el cuerpo cuando vio como la emprendían a palos con un cuarentón con barbita y una cazadora beige que intentaba dialogar con ellos levantando las manos. Bebió a morro de la botella, sonrío y empezó a aplaudir. ¡Descarga tu porra, policía, ejerce el legítimo monopolio de la violencia!

A las doce estaba oyendo sus viejos discos de los Pixies a todo volumen cuando un vecino golpeó la pared. A la una estaba tapado con una manta, en silencio, hipando con una inconcreta sensación de desdicha.

Le despertó el sonido de la puerta al abrirse. Se dio cuenta de que había vomitado un poco. Le costó reconocerla, tenía un par de puntos sobre la ceja y algo de sangre manchaba su blusa. Qué extraña sonaba su voz.

―Tenemos que hablar.

Intentó incorporarse, pero aún le daba vueltas la cabeza y cayó de nuevo sobre el sofá, intentó secarse con la manga el vómito de los labios. Estaba borracho, pero no tanto como para no darse cuenta de que aquello era solo el principio de una cadena ya irremediable de penosos acontecimientos y que no volvería a levantar cabeza en su vida.

Wildebeest

Sentimentalidad y consumo (o El Aniversario o Turn turn, turn!)

17 lunes Ago 2015

Posted by Salvador Perpiñá in Aventuras de un señor de mediana edad

≈ Deja un comentario

Etiquetas

amor, cumpleaños, recuerdo, Supermercados

Un amiguete perteneciente a lo que podríamos llamar la izquierda byroniana considera los grandes supermercados como el lugar del mal. Exaltado, cree ver en las parejas que recorren sus pasillos sin historia y sin alma no sólo el paradigma de las demoníacas seducciones del capital sino el símbolo de la renuncia a las pasiones de la juventud.

A mí, por el contrario y ya lo he cascado por aquí, me agradan. El adormecimiento que induce la ordenada disposición de luces y colores, esa abundancia seriada, procura una eficaz evasión a aquellos aquejados frecuentemente de melancolía. Todos son esencialmente el mismo, semejantes a un laberinto, puro presente refrigerado donde la idea no ya de la muerte sino del mero devenir queda abolida. Una escenografía para una ópera bonachona, vagamente siniestra y que no tendrá fin sobre los pequeños, intranscendentes goces de la vida privada.

Suelen poseer para mí un embarazoso valor sentimental. He tenido vida en común con dos mujeres que me dieron mucho. No me faltan recuerdos: conversaciones inocentes caminando en la oscuridad, gatos, la desnudez ante el mar, callejones de ciudades desconocidas, adversidades y consuelos, locuras, risas y ebriedad, bosques y lluvias, estaciones de tren, ¡hasta pirámides, si a eso vamos! Y sin embargo reaparecen en la memoria las horas transcurridas con ellas en esos templos del filisteísmo. Allí conocí las modestas, conmovedoras compras de las jóvenes parejas sin dinero, también hubo un tiempo de abundancia donde todo parecía estar en su sitio y olvidabas mirar el precio de las cosas como olvidabas que un buen día todo puede desmoronarse.

Qué extraño encontrármela allí hace unos días, entre una góndola con comida para mascotas y otra con protectores solares. Es una mujer extraordinaria, fuimos amigos. Durante unos años estuve muy enamorado de ella, con esa intensidad siempre renovada del deseo no cumplido. Las parejas odian –y con motivo- esas presencias fantasmales, intocadas por el tiempo y la familiaridad.

Yo estaba mal dormido tras una noche de licencia, aunque llena de buenas cosas, que me había dejado una mezcla de resaca y serenidad. Eso confería a toda la escena algo de aparición. Fue muy cariñosa, siempre lo ha sido. Me abrazó, me llevó junto al hombre al que quiere y me enseñó a su hijo, que había crecido un montón. Él es un hombre cabal, se merecen el uno al otro. Al lado de ellos y haciéndole cucamonas al niño me percibí por un instante como un crápula extravagante. Menuda cara tenía que tener, la alegría del encuentro se mezclaba con la vertiginosa certeza de cuanto separa nuestras vidas. Vivir es separarte de tantas cosas que quisiste. Dijimos que teníamos que llamarnos.

Cuando miré hacia atrás ella desapareció en el pasillo de la caja como si cruzara la pasarela de un barco. Puede que no nos volvamos a ver.

Hace ya dos párrafos fue medianoche y he cumplido una cantidad poco recomendable de años. Con imprudente franqueza no negaré que me siento ligeramente miserable, descontento – ¡y mucho! – de mí mismo. Y sin embargo todavía amo esta vida mía ligeramente desastrosa y bufa, como un vodevil escrito por Cioran que a veces exhibo sin pudor por aquí. Si algo me atrevería a pedir en este melancólico aniversario sería no dejar de amar lo que perdí o dilapidé, amar todo el bien recibido, mis errores y mis desvaríos. Amar a los que formáis parte de ella y los que entraréis haciendo destrozos, amar insensatamente las ruinas de mis sueños y la temeraria extensión de mi esperanza, el oro humilde de mis días, mi suerte y mi fortuna.

Nadie, ni siquiera la lluvia, tiene unas manos tan pequeñas

12 martes Ago 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Desde la colina blanca

≈ 1 comentario

Etiquetas

Albaicín, amor, calles, juventud, manos

Delante de mí camina una joven pareja de novios cogidos de la mano, subiendo la misma cuesta que yo subo, en el mismo barrio en que yo vivo. Claramente no son de aquí porque se pasman ante lugares en los que yo ya no reparo. Una imagen familiar, intemporal: novios, manita, paseo.

La joven es hermosa y esta mañana las murallas y las torres que asoman entre los muros encalados, los balcones y las macetas, le hacen justicia. Su mirada verde, luminosa, llena de curiosidad, embellece todo aquello sobre lo que se posa. Ambos pasean en pantalones cortos y sandalias. Sus piernas doradas por el sol, la delicadeza de sus tobillos, las uñas pintadas de un rojo heráldico, evocan visiones de gacelas y palomas; las velludas piernas de él remiten a un universo cuartelero, de ronquidos y halitosis, su mirada autosatisfecha e indiferente me subleva. Es un feo sentimiento éste de detestar a los acompañantes de bellas desconocidas, que me emparenta con los hábitos crueles y crapulentos del león del Serengueti, pero no puedo evitarlo. Yo ya sé que no está bien, que es mezquino, pero no pretendo ir en estas páginas de alma bella.

De lo que quería hablar es de ese simple, conmovedor gesto de cogerse la mano. Las manos, prodigio de ingeniería biológica, maquinaria de enorme precisión, han hecho de nuestra especie lo que es en no menor medida que el cerebro. La mano es el órgano que hace, que da el salto de lo posible a lo real.

De pequeño me asombraba ver las manos del adulto enjabonándose. Mis pequeñas manos, intentando arrancar espuma frotando las palmas me parecían algo provisional e irrisorio al lado de aquellas manos con el dorso lleno de pelo, que se retorcían vigorosamente bajo el grifo.

Las manos. La mano que construye una embarcación, la que roza apenas una cara, la que amenaza, la que dispara un arco, la mano que vierte veneno en una copa, la mano que borda unas iniciales, la que arranca de un instrumento la inexplicable música, la que dibuja un animal marino, la que procura una caricia obscena, la que escribe un verso memorable o firma sentencias de muerte, la mano que cura.

Cogerse de la mano, entrelazar esos dedos erizados de terminaciones nerviosas, es una de tantas maneras de perseguir el anhelo inalcanzable de la unión con el amado, de trascender las fronteras entre el tú y el yo, como tantas veces se ha dicho en cientos de canciones. Algunas parejas de ancianos todavía se cogen de las manos y me parece una hazaña que en días en que me pilla fácil hasta me pone sentimental.

Los dedos se buscan, se siente el latido tibio de la sangre del otro. Es con frecuencia la señal que precede al beso. Yo recuerdo tantas manos cogidas. Los hombres sentimos una reverente ternura por la mano admirable de la mujer y qué bien lo expresó E.E. Cummings en ese verso que encabeza estas líneas.

Los niños se cogen de la mano de su madre, extienden en el aire su manita vacilante que espera ser cogida en el acto, como hace el amante cuando contempla algo sobrecogedoramente bello. También al niño se le arrastra en contra de su voluntad por la mano, ¡qué pronto aprendemos los límites de nuestra libertad! Al enfermo, al agonizante se le conforta cogiéndole de las manos, el ciego se agarra a la mano que le guía en esa oscuridad resonante e ilimitada que es la materia de la que está hecha su vida. 

Julián Sorel desafiándose a sí mismo a coger la mano de Madame de Rênal antes de acabar el paseo y si no subirá a su cuarto y se pegará un tiro, la mano del matrimonio Arnolfini, Bowie gritando “gimme your hands” (e invariablemente siento un escalofrío), la pareja que se coge las manos ante el pelotón de fusilamiento, en medio del pánico de la tormenta, al escuchar el aullido de los lobos o a punto de saltar al vacío, ¿recordáis aquella pareja saltando de un World Trade Center en llamas? Todas las manos unidas se hacen presentes aquí y ahora en esa pareja que sigue subiendo la empinada cuesta con ligereza, como si hubieran olvidado esa soldadura. Ninguno de los dos quiere ser el primero en soltarse. Los veo con cierta envidia, sin sombra de fatiga, todo futuro, y acabo por adelantarles, jadeante como un oso Kodiak tabaquista que acabara de arrancar de cuajo todas las coníferas de Alaska, rogando al buen dios que no permita que un inoportuno infarto me fulmine precisamente delante de ellos. Pánico a una muerte ridícula. Todo lo cual, que conste, no quita que él me siga pareciendo un majadero.

tumblr_mbckq1kBkW1rgoah1o1_1280

Follow Desesperación y Risa on WordPress.com

Archivos

  • enero 2023 (4)
  • diciembre 2022 (4)
  • noviembre 2022 (2)
  • septiembre 2022 (2)
  • agosto 2022 (2)
  • julio 2022 (1)
  • junio 2022 (2)
  • mayo 2022 (1)
  • abril 2022 (3)
  • marzo 2022 (1)
  • febrero 2022 (1)
  • enero 2022 (1)
  • diciembre 2021 (2)
  • noviembre 2021 (1)
  • octubre 2021 (2)
  • septiembre 2021 (3)
  • agosto 2021 (2)
  • julio 2021 (4)
  • junio 2021 (4)
  • mayo 2021 (4)
  • abril 2021 (3)
  • marzo 2021 (2)
  • enero 2021 (1)
  • diciembre 2020 (4)
  • noviembre 2020 (4)
  • octubre 2020 (2)
  • septiembre 2020 (3)
  • agosto 2020 (2)
  • julio 2020 (2)
  • junio 2020 (5)
  • mayo 2020 (3)
  • abril 2020 (3)
  • marzo 2020 (6)
  • febrero 2020 (3)
  • enero 2020 (3)
  • diciembre 2019 (5)
  • noviembre 2019 (4)
  • octubre 2019 (4)
  • septiembre 2019 (4)
  • agosto 2019 (3)
  • julio 2019 (5)
  • junio 2019 (4)
  • mayo 2019 (2)
  • abril 2019 (3)
  • marzo 2019 (5)
  • febrero 2019 (4)
  • enero 2019 (4)
  • diciembre 2018 (4)
  • noviembre 2018 (4)
  • octubre 2018 (5)
  • septiembre 2018 (2)
  • agosto 2018 (3)
  • julio 2018 (2)
  • junio 2018 (1)
  • mayo 2018 (3)
  • abril 2018 (1)
  • marzo 2018 (3)
  • febrero 2018 (4)
  • diciembre 2017 (3)
  • noviembre 2017 (1)
  • octubre 2017 (2)
  • septiembre 2017 (2)
  • agosto 2017 (1)
  • julio 2017 (4)
  • junio 2017 (1)
  • mayo 2017 (2)
  • abril 2017 (1)
  • marzo 2017 (1)
  • febrero 2017 (2)
  • enero 2017 (2)
  • diciembre 2016 (4)
  • noviembre 2016 (2)
  • octubre 2016 (2)
  • septiembre 2016 (4)
  • agosto 2016 (2)
  • julio 2016 (2)
  • junio 2016 (4)
  • mayo 2016 (5)
  • abril 2016 (4)
  • marzo 2016 (4)
  • febrero 2016 (4)
  • enero 2016 (2)
  • diciembre 2015 (4)
  • noviembre 2015 (3)
  • octubre 2015 (2)
  • septiembre 2015 (4)
  • agosto 2015 (4)
  • julio 2015 (4)
  • junio 2015 (5)
  • mayo 2015 (4)
  • abril 2015 (4)
  • marzo 2015 (5)
  • febrero 2015 (5)
  • enero 2015 (6)
  • diciembre 2014 (6)
  • noviembre 2014 (6)
  • octubre 2014 (3)
  • septiembre 2014 (9)
  • agosto 2014 (9)
  • julio 2014 (11)
  • junio 2014 (5)

Prácticas de Tiro

Contradiós

Blogs que sigo

  • W
  • Los trabajos
  • Capricho Cinéfilo.
  • Carmen Pinedo Herrero
  • El paseante invisible
  • Pregúntale al Perro
  • Classics Today

Blog de WordPress.com.

W

naipes, informes

Los trabajos

I will yes

Capricho Cinéfilo.

Blog de Fernando Usón Forniés sobre análisis cinematográfico.

Carmen Pinedo Herrero

el blog de Salvador Perpiñá

El paseante invisible

el blog de Salvador Perpiñá

Pregúntale al Perro

Classics Today

el blog de Salvador Perpiñá

Privacidad y cookies: este sitio utiliza cookies. Al continuar utilizando esta web, aceptas su uso.
Para obtener más información, incluido cómo controlar las cookies, consulta aquí: Política de cookies
  • Seguir Siguiendo
    • Desesperación y Risa
    • Únete a 154 seguidores más
    • ¿Ya tienes una cuenta de WordPress.com? Accede ahora.
    • Desesperación y Risa
    • Personalizar
    • Seguir Siguiendo
    • Regístrate
    • Acceder
    • Denunciar este contenido
    • Ver sitio web en el Lector
    • Gestionar las suscripciones
    • Contraer esta barra
 

Cargando comentarios...