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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Archivos de etiqueta: amistad

Malas influencias

07 miércoles Oct 2015

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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amistad, juventud, malas influencias, viajes

Con apenas veintitrés años y no teniendo cosa mejor que hacer, conseguí un poco de dinero y me fui a Inglaterra, entonces en la recta final del thatcherismo, a intentar hacerme con el idioma. Equipado con una ignorancia portentosa de las cosas del mundo y un gusto literario fundamentalmente snob, viví unos meses en Oxford, pero no debéis imaginarme dando de comer a las ardillas y recitando a Lucrecio en el decorado aristocratizante de Brideshead Revisited. Fregué platos, limpié oficinas, grandes almacenes y hasta la planta de pintura de una fábrica de coches, siniestra catedral estajanovista surcada por ríos subterráneos de productos tóxicos cuyo olor corrosivo todavía no he olvidado.

Me alojaba en un barrio llamado Blackbird Leys que, pese a su nombre tan evocador, era una extensión de casas prefabricadas directamente sacada de las películas de Ken Loach y que en los primeros noventa se volvió especialmente conflictivo. Hice el viaje en compañía de mi amigo Antonio, pequeño, desmesurado, irreverente y bufonesco, mimado por el azar y las mujeres. Encarnaba hasta tal punto el arquetipo del donjuanismo latino que a su lado todos parecíamos un finlandés experto en lenguas muertas.

Ocupábamos una habitación en la casa de una pareja. La casa era decente pero de una fragilidad extrema. Como en los cuentos uno podría derribar de un soplido aquellos tabiques que parecían de cartón. Chris trabajaba de enterrador y June, no sin cierta coherencia, en una floristería. Tenían un crío de unos dos años que se lo pasaba en grande con nosotros e inmediatamente fue bautizado por Antonio como “cabeza buque”. Por dios, qué cabeza tenía aquel niño. Ella era sarcástica y desabrida, él un atolondrado rubio que casi la doblaba en estatura. Recuerdo el sonido de sus pasos afelpados sobre la moqueta de las escaleras mientras canturreaba el “Kiss” de Prince, ubicuo aquel año:

«You don’t have to be rich to be my girl,
you don’t have to be cool, to rule my world…»

Chris era un tipo afable y aficionado a darnos consejos. La verdad es que todo el mundo nos daba consejos, aún no sé si era debido a nuestra juventud o a peculiaridades culturales. Aquí en el sur el consejo no solicitado es algo terriblemente mal visto. A la luz de una lámpara sobre la mesa de la cocina, ante un vaso de agua –nunca cerveza- y un plato de carne sumergida en gravy, esa viscosa desolación marrón, hablaba muy despacio, gesticulando para que le entendiéramos. Tras la ventana de esa cocina siempre llovía sobre el verde de los descampados y las casas idénticas. Usaba un tono grave que entonces me parecía ridículamente impostado pero que ahora sé que provenía de una amarga consciencia del fracaso personal, de lo ya irremediable. Qué gracioso nos parecía que intentara vendernos la enésima versión de la fábula de la cigarra y la hormiga, tan irrefutable como cansina. Podéis imaginar a quién atribuía el papel de cigarra y a quién el de hormiga. Miraba a mi amigo Antonio y le prevenía contra una vida de crápula y “plenty señoritas” en contraposición a la hacendosa hormiga que, a base de esfuerzo y tenacidad, disfrutaría en su madurez de serenos goces y “plenty peseto” (sic).

La llegada de unos amigos cuarentones de Antonio aportó un toque de astracanada a aquellas jornadas. Empresarios nocturnos, con camisas de un salmón pálido y embalsamados en gomina, planeaban un improbable negocio de exportación de aguacates y recurrieron a él como intérprete. En cuanto se enteró, Chris se ofreció entusiasmado a presentarles a algunos conocidos que trabajaban en el mercado de abastos. Semejante troupe recorrió los pubs hablando con todo tipo de listillos. El mundo bulle a cada instante en esa agitación de los hombres persiguiendo el negocio, no tan diferente del ritual del apareamiento. La fantasía del dinero fácil o el alcohol provocaron un cambio en Chris que, al llegar la noche, decidió seguir con Antonio y conmigo. Entonces se sinceró y en un inglés apenas inteligible se declaró harto de su vida sin alicientes. Finalmente se despidió de nosotros para volver a casa.

Un par de horas después nos lo encontramos bailando desaforado en un after, donde intentó presentarnos a unas chicas. Ingratos, hicimos lo posible por perderle de vista y lo conseguimos. Pasamos buena parte de la velada en la barra, hablando con una camarera de feroz aspecto (cresta de mohicano y toda una ferretería colgando de sus orejas y fosas nasales) a la que tradujimos unas conmovedoras cartas de su novio español, que hacía la mili y en las frías noches de guardia se acordaba de ella.

Cuando muertos de risa regresamos a casa llovía. Esperábamos, como de costumbre, subir sigilosamente en la oscuridad la escalera hasta el dormitorio, pero la puerta de la calle estaba abierta y las luces encendidas. En el umbral, una pareja de amigos de la familia con expresión preocupada nos lanzó una mirada feroz. June, en el salón, hablaba por teléfono con alguien. «Desde hace ocho años» repitió un par de veces. Creo que nos hicimos un lío intentando explicar dónde habíamos visto a Chris por última vez. Cuando finalmente apareció, cariñoso pero hablando a voces y tambaleándose con sus casi dos metros, decidimos que había llegado el momento de retirarnos a nuestro cuarto. Aunque nunca se volvió a mencionar el asunto, a la semana siguiente nos cambiamos de casa.

Ahora, con las primeras lluvias del otoño, me he acordado de todos ellos. Mi amigo Antonio acabó autodestruyéndose en el sureste asiático en la búsqueda alucinada de un éxito fulgurante. De aquella familia no he vuelto a saber nada. No sé si Chris y June siguen juntos, ni siquiera si viven aún. “Cabeza buque” puede ser un delincuente o bien haber diseñado una válvula cardiaca que igual hasta me salva la vida dentro de unos años. Yo, que he sido una pésima hormiga, ni esforzada ni tenaz, estoy vivo y recuerdo y lo cuento.

¡Qué boda aquella, amigos!

04 lunes May 2015

Posted by Salvador Perpiñá in Aventuras de un señor de mediana edad

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amistad, árboles, boda, niños, sol

Hay un motivo por el que prolifera el lujo insensato de cubrir extensiones con césped en los países meridionales. Cuando el sol cae sobre él a mediodía se produce una sensación exaltante de irrealidad. Al llegar nos topamos con sombrillas blancas y niños corriendo entre las mesas. Una copa de vino aparece en tus manos. Cegado por la luz te encuentras a decenas de personas que conoces, algunas han formado parte de una etapa de tu vida. Un gigantesco plátano de sombra extiende bíblicamente sus ramas sobre todos nosotros. Abrazos, reencuentros, una euforia generalizada tras las gafas de sol, la misma vestimenta algo diferente a la habitual, todo contribuye a crear una absurda sensación de experiencia post mortem. Al fondo, más allá del césped, hay un camino flanqueado por árboles a lo Fra Angelico, una hilera de mujeres jóvenes, vestidas de negro con delantales blancos, marcha por él portando bandejas, buenas chicas, trabajadoras esperando el fin de su jornada y la vuelta a su vida mientras nosotros nos creemos en la eternidad.

*   *   *   *   *   *   *   *   *   *   *   *

Bien es verdad que no fue una boda típica, pero más adelante la novia arrojó al aire el ramo de flores y una chica lo recogió entre risas. En esa mezcla granítica de narcisismo y sentimentalidad que podemos llamar pensamiento adolescente, se desprecian los ritos nupciales, somos demasiado listos, demasiado complejos para repetir esas convenciones, esa representación de afectos, para consentirnos compartir con el común de los mortales y todos aquellos que nos precedieron esos tiernos simulacros, reflejos degradados de gestos más antiguos que el plátano que a estas horas, todo hay que decirlo, está majestuoso. Luego, curiosamente se acaba creyendo en la energía o, como oscuros clérigos medievales, oponiéndose con espanto a los transgénicos. A mi me entra una risa. Los niños corren por el césped en un tiempo que no es el nuestro, entregados a sus asuntos. Los adultos, de momento, seguimos bebiendo.

*   *   *   *   *   *   *   *   *   *   *   *

Mis amigos tienen un grupo de rock, simplemente para divertirse y bien entrada la tarde, cuando la luz lo doraba todo, cogieron los instrumentos. Un vientecillo hacía volar pequeños vilanos desde la copa del plátano. Él también quiere perdurar.

Standin’ in the sunlight laughin’
Hidin’ behind a rainbow’s wall
Slippin’ and a-slidin’
All along the waterfall
With you, my brown eyed girl
You my brown eyed girl

Do you remember when we used to sing?

Sha la la, la la, la la, la la, la te da
Just like that

Sha la la, la la, la la, la la, la te da
La te da

¿Y sabéis?, en ese momento todo era perfecto, bailar sobre el césped rodeado de niños y vulanicos, corear las canciones a grito pelao, olvidar la existencia del miedo y del mal en el día de la boda de nuestros amigos, porque como dijo el gran Ángel “su felicidad multiplica la nuestra”. Sí, joder, sí.

*   *   *   *   *   *   *   *   *   *   *   *

La noche acaba por caer. Se encienden hileras de bombillas como en una vieja verbena. La luna asoma entre las ramas del plátano, que se va haciendo más antiguo a pasos agigantados. Vamos quedando menos. Desde el corazón negro de los surcos de la vega, el olor heroico del estiércol se extiende entre las mesas con vasos a medio vaciar. Algunos seguimos haciendo el camino hacia la barra de las bebidas, en ese momento de las fiestas en que hay una sensación de naufragio, un algo desesperado, como si fuera de allí una guerra acabara de empezar. Las pobres camareras estaban ya cansadas, intentando mantener el tipo. Me encontré con un conocido en la barra, no sabemos demasiado el uno del otro, creo que en ese momento nos percibimos mutuamente como unos crápulas. Llevaba un tosco ramillo de flores. Hice las bromas de rigor. Él me explicó.

– Me lo han dado antes unos niños.

– Eso es muy bonito, hombre.

– Y no voy a tirarlo.

– Ni se te ocurra.

– Claro que no. Está bendecido.

Y me lo dice así, como quien no quiere la cosa. Qué clarividencia. Los niños, que le pintan una cara al sol y saludan a los barcos al pasar

*   *   *   *   *   *   *   *   *   *   *   *

A una amiga se le fue un poco la mano con las copas. Mareada, se deslizó entre unos arbustos, se acurrucó y se quedó dormida. Cuando despertó, todos nos habíamos ido. No sé como las arregló para llamar un taxi y volver a casa. Y allí, en la oscuridad, solo quedaron para siempre el plátano imperturbable y sus zapatos.

Oficio de Tinieblas

03 sábado Ene 2015

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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amistad, muerte

Este año nos reunimos un grupo muy pequeño para celebrar la Nochevieja. A las doce menos cuarto, mientras disponíamos las uvas del ritual, una amiga llamaba a su compañero, que había preferido pasar el año tranquilamente en el domicilio común, en otra ciudad. Le extrañó que no cogiera el teléfono. A las doce y cuarto lo que todos empezamos a temer se confirmó. El hombre con el que había compartido su vida en los últimos años, de cuyos planes y proyectos que empezaban a cuajar hablábamos durante la cena, había muerto de manera inesperada, fulminante. Se suele insistir en el carácter arbitrario, puramente convencional, de esa cesura entre un año y otro. En este caso el límite adquirió un grado de realidad insoportable, gozne sobre el que pasamos de la normalidad a la catástrofe, a lo irreversible.

Mientras en la pantalla de televisión se sucedían anuncios, humoristas sin gracia y cantantes sin talento, asistíamos con una sensación de irrealidad al hundimiento indescriptible de alguien que lo ha perdido todo (“dime que no es verdad”, rogaba a su interlocutor al otro lado del teléfono), ligeramente avergonzados de salir indemnes de esa noche, las copas de cava medio vacías. Abrazamos a nuestra amiga, la consolamos, la aconsejamos. Un vaso de whisky y un valium llegaron hasta donde las palabras y la buena voluntad no pueden llegar. La química es una bendición, la fórmula del diazepam es un logro humano no inferior a la música de Mozart. Ella se quedó a dormir en la casa de nuestros anfitriones y ojalá el sueño le fuera misericordioso. Yo me marché con un amigo a la calle, queríamos beber. Los locales estaban abarrotados, la música alta, había mujeres muy guapas y temperaturas de invernadero. Pero en realidad no estábamos allí y creo que se nos notaba, cada uno de los dos pensaba en su propia muerte y en la del otro, pero no nos lo decíamos. Nos despedimos con un abrazo en una madrugada helada. Al llegar a mi casa mi ropa colgaba todavía del tendedero agitada por el viento desde el año pasado. Si esa noche me hubiera tocado a mí, esas mangas flotando en el aire hubieran adquirido un incómodo carácter metafórico.

He pensado mucho sobre esa noche. No es malo pensar en la muerte, ayuda a poner las cosas en perspectiva. Uno decide entonces no malgastar un solo minuto del tiempo que le haya sido fijado. Se propone ingenuamente abandonar hábitos malsanos, pero sobre todo se propone reír más, acariciar más, besar más, no seguir postergando nada. Uno desea dejar hechos sus deberes, desea cumplir. He vuelto a tener presente que camina a mi lado y lo hace desde el día en que nací. No tengo ninguna prisa por que me muestre su rostro, pero no quiero tenerle miedo. La acepto tanto como la desprecio. Vieja puta, alimaña sin ojos, ceniza sin voz.

Él

11 jueves Sep 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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amistad, médicos, niños, venganza

La enseñanza suele ser víctima de las modas del momento. A lo largo de mis años de escuela cambiaron de nombre los conceptos básicos del mundo físico y los constituyentes sintácticos, nos sobrecargaron de manera absurda con teoría de conjuntos y pillamos los últimos coletazos de la obsesión sesentera por los tests psicotécnicos. Con doce años se nos sometió a uno, particularmente extenso y minucioso que, entre otras cosas, detectó en mí vocación y aptitudes para el difuso concepto “música y espectáculos”. En su momento me vi vestido de cabaretera y con una boa de plumas, pero ahora entiendo que no iban nada desencaminados, ¡cuántos rodeos absurdos me hubiera ahorrado de haberles hecho caso!

Una de las partes más crueles del test era la que medía la aceptación entre tus compañeros de aula. Lo normal era recibir cuatro o cinco rechazos, lo que me parece hasta saludable, no le puedes caer bien a todo el mundo. Había excepciones. Algunos lloraron porque aquel índice iba más allá de lo tolerable. Luego hay que vivir toda una vida con eso. (Y me acuerdo ahora del pobre A. , desgarbado y asustadizo, combinación irremediable de tristeza y microcefalia. Una tarde sumergió su cabeza repetidas veces en las aguas turbias de una acequia proclamando a gritos que se iba a quitar la vida, entre las risas del respetable. La infancia es una época llena de dramas extraordinarios.)

Yo fui otra excepción. Registré un rechazo. Uno solo. No comento esto para encarecer mi encanto personal. Si tienes cinco rechazos no te paras demasiado a pensarlo, pero cuando tienes nada más que uno la pregunta se impone por sí misma: ¿quién es? Cada mañana que entraba a clase estudiaba las caras de mis camaradas en busca de indicios. Uno de ellos me detestaba, ¡y no podía saber cuál! Con los años aumenta el número de personas que no te soportan, no nos faltan oportunidades de hacer méritos, pero no he olvidado esa antipatía precoz, elemental, de una pureza no contaminada aún por los conflictos de intereses o el desacuerdo ideológico.

A veces he fantaseado con qué será de mi secreto enemigo. Vivo en una ciudad pequeña, no es extraño que me cruce con él por las calles sin saberlo; así, cuando está a punto de olvidarme vuelve a ver mi rostro y el viejo odio se aviva. No descarto que mi presencia inquiete sus sueños. Lo imagino ejerciendo profesiones diversas y maquinando males contra mí, desatando una inspección fiscal, rechazando mis proyectos en comisiones que deciden a quien subvencionar, deteniéndome quizás por consumo de estupefacientes. De estallar una guerra civil, y si él tuviera algún poder, mi nombre no tardaría en figurar en esas listas que circulan en secreto. Entre todas estas fantasías me complace particularmente una en que algún accidente pone en peligro mi vida. Llevado a urgencias, atravieso los pasillos del hospital tumbado en una camilla con ruedas; las luces del techo se suceden una tras otra mientras la esperanza de sobrevivir va ganándome. En una suerte de éxtasis agradecido acepto mi indefensión, vulnerable como un recién nacido me dejo llevar, estoy en buenas manos. Soy ingresado en el quirófano, preparan mi cuerpo desnudo y vulnerado, siento el fluido anestésico ardiendo en mis venas, un gran sol suspendido sobre mis ojos. En ese mismo momento, a punto de saltar a la oscuridad y al olvido, cuando todo el mundo empieza a desvanecerse, el rostro del cirujano se inclina sobre mí, se despoja de su mascarilla y lo reconozco. «Sí, era yo», son las últimas palabras que escucho.

Puede también que a estas alturas no respire el mismo aire que nosotros, puede que tan sólo viva ya en mi interior, para siempre sin rostro, juzgándome. Puede que durante toda mi vida no haya hecho otra cosa que buscar de manera patética su aprobación y su perdón

Desesperación y Risa

06 miércoles Ago 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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adolescencia, amistad, bares

Hace tiempo, en una calle de mi ciudad se sucedían una serie de bares bautizados con mucha pompa: Versalles, Venecia… Nada en ellos hacía recordar los esplendores asociados a su nombre. Recuerdo un domingo por la tarde, un amigo y yo, que andaríamos entonces por los dieciséis, gastábamos nuestra última moneda en una caña. A la insoportable melancolía de cualquier domingo por la tarde se añadía la culpabilidad por, como siempre, no haber preparado el examen del día siguiente y el hecho de que ese fin de semana, como siempre, no se había producido el Glorioso Advenimiento del sexo.

El bar estaba casi vacío, una radio con las pilas gastadas emitía unos sonidos inarticulados, como de rata androide agonizando, que con algo de buena voluntad podían reconocerse como una retransmisión de fútbol. En la barra de acero inoxidable y cerámica op-art de un denso verde esmeralda, un varón de una edad que se nos antojaba fabulosa y que en nuestras impresionables mentes tomaba los rasgos de un alcohólico irredento, pedía otra caña. El camarero, hombre desabrido, se la sirvió con desdén y a continuación le puso una tapa. La tapa consistía en una albóndiga, una sola albóndiga, algo más pequeña que una albóndiga normal –destaco ese inquietante detalle- flotando en un charco de un fluido abyecto, todo ello recogido en una bandeja deslustrada de acero inoxidable que subrayaba cruelmente la escasez miserable de su contenido. A continuación y como quien ha repetido la operación en incontables ocasiones, abrió una botella de coñac nacional y la derramó por encima, extrajo de su bolsillo un mechero y tras dos intentos le prendió fuego. Con gesto prócer y una sonrisa de triunfo, plantó ante la mirada perdida del parroquiano la pequeña albóndiga flamígera, que ardía con una ruin llamita azulada. El parroquiano, un desagradecido, no hizo ningún comentario.

Nosotros volvimos a nuestros respectivos hogares con la desagradable sensación de haber recibido un mensaje sobre la vida que sólo muchos años más tarde estaríamos en condiciones de entender.

(31-10-2013)

Antigüedades

13 domingo Jul 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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amistad, ancianos, calles, futuro

Las cosas nunca acaban siendo tal y como las imaginábamos, el futuro no queda exento de esta regla. Las películas de la infancia nos mostraban un segundo milenio silencioso, minimalista y mondrianesco. Afortunadamente vamos por el 2014 y todavía no hay rastro de aquellos horribles monos ajustados de licra, mientras que perviven de manera desafiante el churro, la morcilla y el traje de fallera. También la truculencia medieval de mendigos exhibiendo muñones y llagas o los chatarreros arrastrando sus carritos en el minucioso y desesperado negocio de lo que nada vale. Esa superposición azarosa de los siglos es algo que siempre me ha gustado.

Recuerdo haber pasado no hace mucho al lado de un taller en una calle de mi ciudad, un taller de bicicletas a juzgar por las cámaras desinfladas y armazones que colgaban de las paredes. Recuerdo así mismo que era primavera y en torno a las cuatro y media de la tarde, las calles estaban vacías en un estado particular de ensoñación, unos niños daban balonazos contra una pared sin demasiado entusiasmo, en algún balcón un canario en su jaula piaba, bañando todo en una atmósfera trascendental y depresiva. Pasé junto a la puerta del taller, que daba paso a la negrura interior como una desdentada boca abierta. La luz de la tarde se desplomaba por un ventanuco sin conseguir alumbrar el recinto, abarrotado de objetos e indeciblemente sucio. Dos hombres, dos ancianos, se habían situado bajo la ruin columna de luz dorada. Ambos llevaban monos que alguna vez fueron de color azul. Uno de ellos estaba sentado en una silla de anea, inclinando su cabeza para recibir mejor los rayos del sol que resaltaban su mano manchada de viejo, en reposo sobre el muslo; el otro, inclinado sobre él, sin hablar, cortaba con lentitud su pelo escaso, de un blanco con reflejos verdosos que iba desapareciendo en la densa oscuridad del suelo. El sonido espaciado de los tijeretazos (uno de tanto fenómenos que carecen de nombre) conseguía la hazaña de ser aún más melancólico que el piar del canario. La decrepitud de ambos hombres bordeaba la catástrofe, uno sospechaba que llevarían trabajando juntos en el taller desde el inicio de los tiempos y que no era infrecuente ese humilde socorro mutuo cuando todo se desmoronaba a su alrededor. Cuántas otras cosas más compartirían, qué mujeres habrían pasado por sus vidas, qué forma conmovedora de amor o de odio abismal crecía en medio de la irremediable ruina de su negocio, eran las preguntas que me hacía mientras me alejaba escuchando los golpes secos de la tijera y que pronto olvidé cuando al rato llegué a la esquina donde ella me estaba esperando.

(18/03/2014)

Tributos y deditos

10 jueves Jul 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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amistad, Granada, impuestos, poder

Cada vez que no tengo más remedio que acudir a la Agencia Tributaria de mi ciudad, no deja de sorprenderme su incongruente apariencia de limpieza. No te imaginas un insecto desplazándose sobre las superficies pulimentadas. Ese aspecto desinfectado, estéril, la misma reverberación de los pasos que evoca un mundo de castigos y tedio, son muy adecuados para uno de los lugares primordiales donde el poder oficia; esos lugares donde ya se entra con un sentimiento de culpa, como ocurre en comisarías, juzgados, cuarteles. Son sitios donde si la cosa se tuerce te pueden joder la vida.

Hacía yo cola una mañana en la ventana de los impresos. La compra de impresos no es una ocupación que ponga de buen humor a nadie y la actitud desabrida del funcionario tras la ventanilla no ayudaba. No lo juzgo, no subestimo los efectos destructores sobre cualquier clase de ilusión de pasar ocho horas al día repartiendo formularios (en blanco) y cobrando menudas sumas a través de una bandeja estrecha que comunica ambos lados de un cristal. El hombre estaba atendiendo al que debía ser un viejo conocido, porque entablaron una breve conversación mientras iba cogiendo con calma cada uno de los impresos de su montoncito respectivo.

En Granada el entusiasmo, así en general, es algo mal visto, de modo que cuando dos granadinos en torno a los sesenta se encuentran por ahí no es que de repente salga el sol. Intercambiaron lánguidas cortesías mientras el funcionario devolvía el cambio con una lentitud de criatura del cretáceo.

-¿Y tu niña?
-Se casó.
-Foh.
-El año pasado se casó.
-Será verdad.
-En Barcelona vive ahora.
-Si yo la he tenido, fíjate, me acuerdo yo, la he tenido en brazos…
-No, si ya…
-Shhh, escucha. De chiquitilla. En brazos la he tenido.
-Foh.

En contra de la opinión general este tipo de conversaciones formulaicas, plagadas de lugares comunes, al igual que las conversaciones sobre el tiempo, me parecen de una gravedad antigua y con no menos profundidades que el Eclesiastés.

Una vez no tuvieron ya nada que decirse (y cada uno entendería en el rostro avejentado del otro lo que el tiempo había hecho con ellos) hubo un momento de indecisión durante la despedida, como un deseo de atravesar el muro de vidrio que los separaba. Creo que se les ocurrió a los dos a la vez, porque metieron a la par sus manos por debajo del cristal y se tocaron las puntas de los dedos antes de despedirse. Yo en ese momento sentí que me reconciliaba con la humanidad. Yo soy muy de reconciliarme habitualmente con la humanidad.

Cuando me tocó el turno, el funcionario me trató con un desdén que rayaba en la crueldad.

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