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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Archivos de etiqueta: Albaicín

Pensamientos malvados en un día de sol

26 lunes Ene 2015

Posted by Salvador Perpiñá in Desde la colina blanca

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Albaicín, competitividad, músicos

Vivo desde hace unos meses en un barrio situado en la parte alta de la ciudad. Todavía sus empinadas cuestas conservan un trazado medieval; un pueblo incrustado en la ciudad moderna. Mientras caminas por ellas, la aparición frecuente como telón de fondo de un masivo y legendario monumento de la España musulmana confiere a todo, además, un aire de ensoñación y extrañeza. Así pues, cuando uno baja al centro de la ciudad, al descenso físico se une una sensación de viaje temporal, del pasado al presente. No es sólo un itinerario, es un tránsito.

La idea del camino está profundamente imbricada en nuestros esquemas de pensamiento. Nuestra visión de la Historia, nuestra idea del progreso, la novela decimonónica participan de él. La misma vida la percibimos como un camino y así se revelaba bellamente en aquel juego de la oca, puro inconsciente popular, festival de imaginería simbólica que es que parece que lo hubiera inventado Carl Gustav Jung.

Mi particular vía crucis ascendiendo y descendiendo la ruta que comunica mi barrio con la ciudad, va punteado por rincones cuya aparición sucesiva cada vez me resulta más familiar, pero también, y sobre todo, por músicos callejeros.

Hay violinistas que tocan a Bach bajo una puerta de acceso en la muralla, impregnando todo de un cómico aire de trascendencia las veces que acudo temprano al centro de salud. Hay jóvenes guitarristas extranjeros que tocan relamidos clásicos del exotismo alhambreño; a partir de la primavera las plazas son más de marchosas pachangas, todo sincretismo, hedonismo de botellines al mediodía y afables perretes. De todos ellos, con quien más suelo cruzarme en todas las estaciones es con un inhábil cantautor que hace tiempo superó los sesenta. Con tres o cuatro acordes mal encajados perpetra canciones de melodía desangelada que resumen todos los clichés temáticos del género a través de una voz rasposa, monótona y un vibrato a lo Serrat. En su cara enflaquecida -suerte de Quijote chungo y rapaz- se leen los estragos de una vida de medro y pillería. Suele entristecerme mucho su perseverancia, su voluntad mineral de superviviente.

Y todo esto para contaros que bajaba yo a la ciudad la mañanita del sábado y un sol espléndido lo endulzaba todo. Al lado del camino una muchacha tocaba una concertina. Sonreía de una manera deslumbrante, no había nada en esa sonrisa de servilismo hacia el respetable, simplemente era una consecuencia natural del sol y de la ondulada melodía que interpretaba con gracia antes de arrancar a cantar en lo que me pareció dialecto napolitano. Al rato proseguí mi camino a punto de entregarme a la levitación cuando me encontré a escasos metros al pertinaz cantautor.

Hace años, en un documental, unos publicitarios guays de París ensayaban un experimento en el que aplicaban ideas de marketing a la mendicidad, sustituyendo las truculencias habituales de llagas y mutilaciones por simpáticos recursos humorísticos que provocaban la empatía instantánea del viandante. Recaudaban un pastizal y demostraban que hay que reinventarse y todo eso.

En este caso era tan palmaria la desventaja de mi viejo bardo coñazo, su fracaso estrepitoso, irremediable, que sentí una pena desgarradora y a la vez un impulso insensato de arrancarle la guitarra de las manos, golpear el suelo con ella y saltar furioso sobre sus astillas.

Afortunadamente todo se quedó en la pura especulación. Llegué finalmente al centro, compré unos libros estupendos y el resto del día fue raro y feliz.

Franz Schubert. «Der Leiermann» (Winterreise, D.911)

Spleen de Mayo

07 martes Oct 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Desde la colina blanca

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Albaicín, pájaros

Hoy no tengo nada que contar. Nada nuevo y ni siquiera nada bueno. Hoy es de esos días en que intentar convencer a alguien parece arrogante, fatuo, absurdo, ¿para qué? Me da miedo ser malinterpretado y, sobre todo, me da miedo ser entendido correctamente. Nada me gustaría más que encontrar algo sobre lo que escribir, no sé, algo jamás dicho sobre la nuca luminosa de las mujeres rubias o sobre la eternidad y los gatos, pero en estos tiempos sería quizás de una frivolidad imperdonable. Ahora mismo la luz empieza a lavar la superficie del patio y a recortar las hojas húmedas del níspero, ya cuajado de frutos. Mis mirlos, mis locuelos, empiezan a dar saltitos y a afanarse en la tarea de procurarse el sustento, pero también vuelan porque sí, porque les agrada. Si yo supiera volar no haría otra cosa en todo el día. Volar sí que me parece una ocupación seria. Al lado de ese modesto milagro, el hacer literatura me parece de una vanidad risible. Qué inútil añadir más ideas, más palabras, más ruido de fondo al mundo. Volar silenciosamente, ascender trazando círculos sin prisa en el azul de la mañana, entre el sol y el frescor de las tejas y las flores y la ropa tendida, sin desear otra cosa, sin esperar nada, sin pasado y sin futuro, pura ligereza del instante. De vez en cuando un grito de entusiasmo que se mezcla con el de tus camaradas, rebotando en los muros de los callejones, donde tras las ventanas los hombres abren los ojos en sus lechos y, aún dormidos, se disponen a empezar su agotadora jornada.

(29-05-2014)

Nadie, ni siquiera la lluvia, tiene unas manos tan pequeñas

12 martes Ago 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Desde la colina blanca

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Albaicín, amor, calles, juventud, manos

Delante de mí camina una joven pareja de novios cogidos de la mano, subiendo la misma cuesta que yo subo, en el mismo barrio en que yo vivo. Claramente no son de aquí porque se pasman ante lugares en los que yo ya no reparo. Una imagen familiar, intemporal: novios, manita, paseo.

La joven es hermosa y esta mañana las murallas y las torres que asoman entre los muros encalados, los balcones y las macetas, le hacen justicia. Su mirada verde, luminosa, llena de curiosidad, embellece todo aquello sobre lo que se posa. Ambos pasean en pantalones cortos y sandalias. Sus piernas doradas por el sol, la delicadeza de sus tobillos, las uñas pintadas de un rojo heráldico, evocan visiones de gacelas y palomas; las velludas piernas de él remiten a un universo cuartelero, de ronquidos y halitosis, su mirada autosatisfecha e indiferente me subleva. Es un feo sentimiento éste de detestar a los acompañantes de bellas desconocidas, que me emparenta con los hábitos crueles y crapulentos del león del Serengueti, pero no puedo evitarlo. Yo ya sé que no está bien, que es mezquino, pero no pretendo ir en estas páginas de alma bella.

De lo que quería hablar es de ese simple, conmovedor gesto de cogerse la mano. Las manos, prodigio de ingeniería biológica, maquinaria de enorme precisión, han hecho de nuestra especie lo que es en no menor medida que el cerebro. La mano es el órgano que hace, que da el salto de lo posible a lo real.

De pequeño me asombraba ver las manos del adulto enjabonándose. Mis pequeñas manos, intentando arrancar espuma frotando las palmas me parecían algo provisional e irrisorio al lado de aquellas manos con el dorso lleno de pelo, que se retorcían vigorosamente bajo el grifo.

Las manos. La mano que construye una embarcación, la que roza apenas una cara, la que amenaza, la que dispara un arco, la mano que vierte veneno en una copa, la mano que borda unas iniciales, la que arranca de un instrumento la inexplicable música, la que dibuja un animal marino, la que procura una caricia obscena, la que escribe un verso memorable o firma sentencias de muerte, la mano que cura.

Cogerse de la mano, entrelazar esos dedos erizados de terminaciones nerviosas, es una de tantas maneras de perseguir el anhelo inalcanzable de la unión con el amado, de trascender las fronteras entre el tú y el yo, como tantas veces se ha dicho en cientos de canciones. Algunas parejas de ancianos todavía se cogen de las manos y me parece una hazaña que en días en que me pilla fácil hasta me pone sentimental.

Los dedos se buscan, se siente el latido tibio de la sangre del otro. Es con frecuencia la señal que precede al beso. Yo recuerdo tantas manos cogidas. Los hombres sentimos una reverente ternura por la mano admirable de la mujer y qué bien lo expresó E.E. Cummings en ese verso que encabeza estas líneas.

Los niños se cogen de la mano de su madre, extienden en el aire su manita vacilante que espera ser cogida en el acto, como hace el amante cuando contempla algo sobrecogedoramente bello. También al niño se le arrastra en contra de su voluntad por la mano, ¡qué pronto aprendemos los límites de nuestra libertad! Al enfermo, al agonizante se le conforta cogiéndole de las manos, el ciego se agarra a la mano que le guía en esa oscuridad resonante e ilimitada que es la materia de la que está hecha su vida. 

Julián Sorel desafiándose a sí mismo a coger la mano de Madame de Rênal antes de acabar el paseo y si no subirá a su cuarto y se pegará un tiro, la mano del matrimonio Arnolfini, Bowie gritando “gimme your hands” (e invariablemente siento un escalofrío), la pareja que se coge las manos ante el pelotón de fusilamiento, en medio del pánico de la tormenta, al escuchar el aullido de los lobos o a punto de saltar al vacío, ¿recordáis aquella pareja saltando de un World Trade Center en llamas? Todas las manos unidas se hacen presentes aquí y ahora en esa pareja que sigue subiendo la empinada cuesta con ligereza, como si hubieran olvidado esa soldadura. Ninguno de los dos quiere ser el primero en soltarse. Los veo con cierta envidia, sin sombra de fatiga, todo futuro, y acabo por adelantarles, jadeante como un oso Kodiak tabaquista que acabara de arrancar de cuajo todas las coníferas de Alaska, rogando al buen dios que no permita que un inoportuno infarto me fulmine precisamente delante de ellos. Pánico a una muerte ridícula. Todo lo cual, que conste, no quita que él me siga pareciendo un majadero.

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El territorio del sueño

07 lunes Jul 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Examen de conciencia

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Albaicín, miedo, niños, pintura, sueños

No sé si todos los niños padecen de terrores nocturnos, yo desde luego no me privé de ninguno. Hasta el canto de un gallo al amanecer me helaba la sangre en las venas, puro emblema del espanto. Hubo una época en que iba a dormir con el ánimo de un condenado, temiendo la inexorable inmersión en la pesadilla (qué nombre ligeramente cómico tiene en español, especialmente si lo comparamos con ese nightmare inglés).

La casa donde habitaba se transformaba entonces en un mundo erizado de peligros, esos inconcretos peligros de los sueños de la niñez, que nada tienen que ver con la integridad física sino más bien con una intuición primordial de lo maligno, lo demoniaco; rincones de lo inconsciente que siguen en nosotros, pendientes de explorar y cartografiar. Años después descubrí que compartía con mi hermano Alberto la misma geografía onírica; la distribución de zonas seguras, inestables y de riesgo era idéntica. Aún hoy apenas sueño con otra casa que no sea ésa, en cierta modo no me he marchado nunca.

Pero yo de lo que quería hablar es de los cuadros. Los cuadros eran la fuente de la que manaba el miedo. Ni la decrepitud opiácea de aquellas porcelanas de campesinos y pescadores chinos (depauperados y felices) a los que tan aficionadas eran las clases medias durante mi infancia, ni las frías, relamidas y malévolas delgadeces de las figuritas de Lladró llegaron jamás a inquietarme. No, eran los cuadros. Los cuadros y su condición de ventana, de frontera con otro mundo. Un mundo al que era mejor no acceder. Había en el salón una copia de la Primavera de Botticelli que perpetró un amigo de juventud de mi padre. En su torpeza, el cielo entre los árboles tenía el color de una charca, mientras velos, gasas y guirnaldas de flores adquirían la textura del tentáculo. Aquellas mujeres de mi tamaño, fabulosos híbridos de arpía y molusco salían del cuadro entre gritos y carcajadas para arrastrarme dentro, a un indecible horror con algo de colmena. Durante años el cuadro fue perdiendo agresividad, las furias ya no salían del marco, yo simplemente era arrastrado al interior por una fuerza que dejó de ser irresistible. Empecé a poder evitarla y ya en la adolescencia su poder había menguado tanto que podía ser osado e introducir el brazo en el interior del lienzo, sintiendo un enjambre que picoteaba débilmente mis dedos. Hoy a veces vuelvo en sueños a ese salón y pongo mi mano sobre el cuadro, sintiendo apenas una vibración, un calor de volcán apagado.

Estaba por encima de todos el Arlequín, que se ganó sin duda la mayúscula. Una figura ambigua y joven, pálida y ojerosa, vestida con un traje a rombos, que te miraba sentada al pie de una cama deshecha de enfermo, en una habitación angosta. No he podido identificar jamás al autor y casi lo prefiero porque fue la más funesta de las criaturas que amenazaron mi infancia. Aún recuerdo su voz aguda, triunfalmente histérica al saltar del marco, aún recuerdo su largo dedo frío atravesando mi columna vertebral. Mi madre, cuando supo años más tarde de su feroz tiranía sobre mis noches, rompió en el acto el grabado en un impulso teatral y a esas alturas ya inútil pero que siempre le agradecí. Hasta el final de mi estancia en la antigua casa de mis padres, cuando pasaba en la oscuridad cerca de la habitación en cuya pared había colgado la bestia, apresuraba inconscientemente el paso.

No todas las imágenes suponían un peligro. En aquella casa abundaban representaciones de lo que yo creía un pueblo y que no era sino el Albaicín, el barrio donde ahora vivo. Cuando deambulo por sus calles a la caída de la tarde (ahora cuando quiero ir a la ciudad tengo que descender, en un viaje con algo de ritual) o cuando bien entrada la noche llego a mi casa (esas farolas teatrales, esas calles que parecen una escenografía, donde en cualquier momento va a suceder algo), siempre acabo por reconocer alguno de aquellos rincones familiares, todavía intacto. Con una sonrisa y un pequeño escalofrío, entiendo que he acabado por vivir en el interior de los cuadros de mi infancia y que sin darme cuenta, sin haber sido consciente del momento exacto en que se produjo el tránsito, ya estoy al otro lado.

Una visita al doctor

26 jueves Jun 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Desde la colina blanca

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Albaicín, médicos, niños, vicios privados

El centro de salud del Albaicín, el barrio donde ahora vivo, parece el sueño húmedo de un socialdemócrata defensor de la sanidad pública. Yo mismo, vamos. Coquetuelo, luminoso y ostentosamente sureño, todo doctoras y enfermeras sonrientes en una peculiar atmósfera de placidez y entusiasmo. A veces pensarías que te van a dar un abrazo. En comparación mi anterior ambulatorio en un barrio burgués de la capital tenía el perfil moral de un lazareto de Corea del Norte. Mientras esperaba mi turno, una madre joven en frente de mí hablaba con su hijo de unos nueve años. Qué asombrosa nos parece a los solteros esa intimidad única entre madre e hijo. Él llevaba gafas, unas preciosas gafas azules de gruesos cristales; parecía algo quebradizo, muy lejos de esos niños vigorosos capaces de proezas atléticas y de los que sus padres suelen estar orgullosos. Tenía sentido del humor. Me encantan esos rapaces listos, canijos, precarios. Su madre y él se adoraban; imagino la risa feroz de sus compañeros si conocieran ese amor. Hablaron de los Rolling Stones, de que seguramente le dolería cuando le sacaran sangre -tendré que santiguarme entonces, decía el crío-, de los zombies.

-Eso son cuentos.
-No, no son cuentos.
-Claro que lo son, si todos los muertos se despertaran a la vez estaríamos aviados.

Finalmente pasaron a discutir sobre la diferencia entre inmortales y vampiros, disquisición de tal sutileza que no hubiera estado fuera de lugar en un concilio griego. Pero estoy divagando, de lo que yo quería hablar es de cómo el médico ha ocupado el lugar de los antiguos sacerdotes, irremediablemente abocados a la extinción. La bata blanca es la nueva sotana. Los pasos del ritual son los mismos; el paciente, culpable, acude abrumado por la contrición y reconoce una vida extraviada, plagada de hábitos intolerables. El médico juzga, amonesta con mayor o menor severidad, asusta si lo considera necesario. A continuación determina una dieta, un camino de perfección que no llevará a la vida eterna (oh, somos ya demasiado civilizados, estamos demasiado cansados para admitir semejante idea) pero sí a una deseada prolongación del escaso tiempo del que disponemos. Recibimos la comunión bajo la especie de fármacos que una vez administrados procuran curación o alivio. Uno sale al sol y a la vida absuelto, transfigurado, con una sensación paradójica de tristeza y buena voluntad, sintiendo que esas calles seguirán con su agitación matinal con o sin nosotros, meditando todavía con cierta incredulidad sobre los nuevos límites impuestos. Después corres ingenuamente hacia el puesto del mercadillo a comprar frutas y verduras como si no hubiera mañana, lleno de buenas intenciones, de deseos de purificación, de fe en que es posible un cambio. Y por dentro la indecible melancolía de decir adiós a los vicios más queridos. Hay un momento a partir del cual la vida consiste en aprender a decir adiós.
Imagen

(Ben Shahn, «Women’s Christian Temperance Union Parade», 1947)

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