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Desesperación y Risa

~ el blog de Salvador Perpiñá

Desesperación y Risa

Archivos de etiqueta: adolescencia

El dulce amor de las muchachas

10 miércoles Oct 2018

Posted by Salvador Perpiñá in Examen de conciencia

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adolescencia, educación sentimental, ridículo

Hay personas cuyos años de adolescencia serían los mejores de su vida, su momento de gloria. Todo lo que vino después, caída y pérdida. Pero en general la adolescencia es una época dantesca donde nos hacen mucho daño y nosotros mismos hacemos daño a quienes nos quieren, con una sorda, inconsciente ferocidad. También la época de los grandes, inolvidables ridículos que te hacen un carácter. Hoy me apetece contar un episodio vergonzoso de aquel tiempo. ¿Por qué no?, al fin y al cabo ya nos vamos conociendo.

Durante la Transición, en los tiempos previos a la popularización del video doméstico, determinados cines ofrecían las llamadas películas “S”, etiqueta que abarcaba desde flagrante softcore hasta películas con más o menos pretensiones, desde Tinto Brass hasta Nagisa Oshima o Alain Robbe-Grillet, daba igual. El culo, la teta, eran el elemento unificador. Bien, yo tenía dieciséis años, era de una ingenuidad conmovedora y tenía una ridícula idea prerrafaelita del amor, moldeada por sensibleras baladas de rock progresivo escuchadas con auriculares. Era una tarde vasta y desapacible de sábado, de calles vacías y nubes bajoneras; una tarde donde la alegría parecía haber abdicado y yo estaba solo en casa y no tenía planes, compadeciéndome por no tener ni novia ni planes. Harto de escuchar por enésima vez “Thick as a Brick”, las paredes se me caían encima. Eché un vistazo a la cartelera y mis ojos se posaron en un sugestivo “película clasificada S” bajo un título: “Blue Movie”. Yo podría ser un ingenuo, pero también era un enteradillo y en alguna parte había leído que una película de Andy Warhol del mismo nombre incluía escenas de sexo explícito. Caramba, tenía dieciséis años y me pareció un buen plan. Triste, sí, pero gratificante. ¡Y con coartada cultural!

Me arreglé y eché a andar hasta el cine en cuestión. Procuré llegar tarde para ahorrarme la sordidez de una espera compartida en el hall. Eché un vistazo al cartel, disimulando porque temía que alguien pudiera reconocerme. En efecto, se llamaba “Blue Movie”, pero no la había dirigido Andy Warhol sino un tal Alberto Cavallone. Jamás olvidaré ese nombre. No ardiera. Dudé un instante, pero yo había atravesado media ciudad caminando bajo la lluvia para ver mujeres desnudas y me daba igual si me las ofrecía Andy Warhol o -casi mejor, si a eso vamos- un desvergonzado hedonista italiano.

Creí detectar en la mirada de la mujer que me vendió la entrada algo entre el desprecio y la piedad. Entré en la sala a oscuras. La película era corta y para completar el programa proyectaban un documental de interés antropológico sobre la matanza del cerdo. Las imágenes no ahorraban truculencia alguna y me revolvieron el estómago, pero aguanté. Al final llegó el ansiado momento y me acomodé con un suspiro. Los primeros minutos ya me pusieron sobre aviso. Una lúgubre música atonal de órgano, como un coral siniestro de Bach, anunciaba que lo que iba a ver no sería liviano. No recuerdo apenas el argumento. Un joven de pocas palabras, con estética de miembro pijo de las Brigate Rosse, seducía a chicas en galerías de arte y las llevaba a una casa en mitad de un bosque, donde se entregaba en un sótano a absurdas practicas BDSM con pretensiones de performance. Y venga coche bosque arriba y coche bosque abajo y venga órgano. Nada más. Tinieblas, maldad y aburrimiento. Maldecía ya al buen dios cuando ocurrió algo insólito. La imagen se detuvo y quedó congelada. El efecto era desagradable, como si uno se hubiera salido del fluir del tiempo. En el silencio sobrevenido sentía mi pulso acelerado. El centro de la pantalla empezó a deformarse, lisérgico. Luego se trasformó en una burbujeante ameba luminosa que devoraba todo a su alrededor. El fotograma se estaba quemando. Y entonces las luces de la sala se encendieron de golpe. Como comadrejas deslumbradas por los faros de un coche, encogidos en nuestros asientos con aprensiones de redada, cuatro almas perdidas: un chaval de dieciséis años y tres pervertidos, fumadores de negro con el cabello grasiento. No queríamos mirarnos bajo aquella luz cruda, no queríamos reconocer nuestra común miseria que nos había llevado aquel sábado de otoño a malgastar unas monedas y dos horas de nuestra vida en la basura perpetrada por un individuo con el ridículo nombre de Alberto Cavallone. Finalmente volvió una oscuridad que acogimos con alivio y la película prosiguió. Cinco minutos después el ragazzo jugaba a asfixiar a la ragazza con una bolsa de plástico transparente. Diez minutos más tarde hizo su aparición la coprofagia. Me levanté y abandoné la sala despavorido.

La noche había caído, ya no llovía. No me podía quitar de la cabeza la melodía averiada del órgano, que era un asco y un remordimiento, ni el miedo de haber contraído en aquella sala alguna infección del alma que me alejaba sin remedio de la bonachona coreografía de semáforos y autobuses públicos, del módico éxtasis de las parejas maduras merendando en las cafeterías, de los grupos de muchachas que a esa hora navegaban por las aceras, riendo y fumando, oliendo a lluvia y a lavanda. Sentía que algo dentro de mí se deformaba y se expandía y burbujeaba como el celuloide derretido de un fotograma para siempre detenido, porque era sábado y yo quería amor y se me daba una escena ruin de tragicomedia.

taxi driver

Cruz de Mayo

15 martes May 2018

Posted by Salvador Perpiñá in Examen de conciencia

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adolescencia, día de la cruz

Supe que dejaba de ser joven cuando me desinteresé por completo del Día de la Cruz, jolgorio floral, alcohólico y caballista que cada 3 de mayo tiene lugar en la ciudad donde vivo.

Durante la primera adolescencia era otra cosa. Aquel era un día exaltante, podías volver muy tarde a casa, te iniciabas en las alegrías de la embriaguez (sin sombra de ese sentimiento de congoja de la resaca adulta), te zambullías en la multitud que desbordaba las calles del casco viejo de la ciudad, te perdías y meabas en sus laberintos y acababas con grupos de desconocidos en esa humanísima fraternidad entre extraños que la noche y las catástrofes procuran.

Un Día de la Cruz un grupo de amigos fondeamos en unas viejas, grandes bodegas. Tan viejas eran que un azulejo en la pared recordaba el paso por ellas, de Don Teófilo Gautier, ampuloso y definitivamente simpático yeyé decimonónico. No sé cómo llegamos a eso, pero a grito pelado mis amigos me levantaron en volandas y me pasearon un poco. Si lo recuerdo ahora tras años de olvido es porque sin yo saberlo mis padres, abstemios y educaditos, a los que todo desmelenamiento inspiraba horror, estaban en aquel momento en el local con unos amigos castizos. Reconocieron a su hijo en el chaval muerto de risa que unos gamberros revoleaban sobre sus cabezas, entre el olor a tabaco y a vinazo. A la mañana siguiente no hubo reproches, hubo una insensata felicidad. Deberían haberse entristecido y sin embargo sus ojos brillaban. Les había dado un alegrón.

¿Qué es lo que vieron?, ¿recuperaron un destello de aquel abandono, aquella gracia que tuvieron que perder para sacarnos adelante? O no, quizás me vieron como nunca me habían visto, ajeno a su mirada, librado a mí mismo, alguien que conocían y que era otro. De repente no veían un niño, creían ver un futuro.

Ya no están, frecuentan mis sueños. Tampoco las Bodegas Muñoz, ni un par de amigos que me acompañaban aquella noche. ¿Y yo?, ¿podría decir sin sentimentalismo que tengo algo que ver con ese niñato ebrio y virgen, que ríe e intenta mantener el equilibrio, sostenido por sus camaradas? Cómo te conozco, locuelo, majadero, qué harto estoy de tus dramas. Imagino que te encantará saber que aún bebo con los amigos y que a veces sigo sintiéndome arrastrado y de nuevo me dejo llevar entre el vértigo, la incredulidad, la carcajada.

El_pelele

Exégesis de “El Jardín Prohibido”

24 jueves Nov 2016

Posted by Salvador Perpiñá in música

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adolescencia, balada italiana, Sandro Giacobbe

Durante los veranos de finales de los setenta y primeros ochenta impusieron una suerte de hegemonía sexual. Invadían las playas como una maldición bíblica de los que nosotros, desangelados adolescentes, fuimos víctimas y testigos. Se llevaban a las chicas de calle. Eran más guapos, vestían mejor, tenían todos fantásticos nombres: Guido, Paolo, Giancarlo, Francesco, que evocaban un imaginario imbatible de masculinidad, elegancia y desenvoltura.

Las radios y las listas de éxitos estaban saturadas de intensas baladas heteropatriarcales cantadas en castellano por intérpretes italianos. Las detestábamos, eran la voz del enemigo. Un principio de afonía los unía a todos, desde una ronquera encanallada de ragazzo pasoliniano al terciopelo marrullero de quien te susurra mentiras al oído. ¿Es que en Italia desconocían la socorrida Juanola, el balsámico Pictolín?

Me gustaría hablar hoy de una de estas baladas, una cima de la desfachatez sentimental que en su momento sacudió como pocas el sistema hormonal de cientos de miles de muchachas y que ha sido varias veces versioneada a lo largo de los años. Compuesta a seis manos por Sandro Giacobbe, Daniele Pace y Oscar Avogadro (con la colaboración inapreciable del anónimo traductor que la volcó a la lengua de Garcilaso), la interpretaba el mismo Sandro Giacobbe. ¡Menudo nombre! Déjense llevar por las asociaciones de ideas que esas sílabas desatan. A continuación pronuncien con lento énfasis: José Luis Perales. ¿Entienden lo que quiero decir?

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 Sandro. Viril, pastoral, cercano.

 El mismo título ya tenía lo suyo. “El Jardín Prohibido”. La idea de la sexualidad como un jardín de acceso reservado era una vieja y cursi metáfora que los sacerdotes católicos utilizaban para ilustrar las excelencias de la castidad. En un jardín sin muros todo el mundo acaba entrando, pisotea las flores y aquello se vuelve un sindiós y una tristeza. La canción documenta el instante en que un hombre notifica a su amada el coito que tuvo lugar entre él y la mejor amiga de esta. La canción no explica qué mueve a nuestro infiel y canoro protagonista a esa insensata confesión.

Arrancamos con un poco de captatio benevolentiae. Sandro Giacobbe, -al que, para abreviar, nos referiremos en adelante como Sandro- pone carita y se presenta con voz exangüe y probablemente un simpático mechoncillo cayendo coqueto sobre su frente.

 Esta tarde vengo triste y tengo que decirte,

que tu mejor amiga ha estado entre mis brazos…

Y no nos parece mal el eufemismo, caramba, hay circunstancias donde cierto tacto es de rigor. Pero la empatía que nos podía causar ese prometedor arranque se dilapida en la segunda estrofa, cuando Sandro, ese vivillo, se exculpa cobardemente. Al parecer todo fue debido a la extraordinaria expresividad de la mejor amiga de su novia.

Sus ojos me llamaban pidiendo mis caricias,

su cuerpo me rogaba que le diera vida.

 “Que le diera vida”. Sandro desde luego tenía un concepto altísimo de sí mismo y su solvencia como amante. Pero sigamos.

 Comí del fruto prohibido, dejando el vestido colgado de nuestra inconsciencia.

 Lo de comer del fruto prohibido oscila entre el cliché ñoño de estampita y la cerdada. De nuevo tenemos un poco de moralina autojustificatoria y una imagen –el vestido colgado- que supone un entrar en detalles que a mí me parece cruel, la verdad. Prosigue, contrito.

 Mi cuerpo fue gozo durante un minuto, mi mente lloraba tu ausencia.

 Bueno, bueno, bueno… hombre, un minuto. Los tres versos constituyen una notoria exageración. Tan sólo imagino al hiperactivo Don Manuel Fraga culminando el acto en un minuto por ahorrar tiempo. Sandro abraza con entusiasmo cierto dualismo. Su cuerpo responde a las exigencias fisiológicas de la situación, pero su alma se desgarra. No lo rebatiremos filosóficamente, pero no nos podemos callar ante un hecho: miente, miente como un bellaco. Y entonces nos preguntamos, ¿será capaz de llegar aún más lejos? Decididamente sí.

 No lo volveré a hacer más, no lo volveré a hacer más.

 Y lo repite dos veces. Lee mis labios, amor: no-lo-vol-ve-ré-a-ha-cer-más. Y no contento con ello:

 Pues mi alma volaba a tu lado y mis ojos decían cansados que eras tú, que eras tú, que siempre serás tú.

 Esto es ya decididamente escandaloso. Ahora resulta que era necesario pasar por esto para llegar a descubrir cuánto te amo. «Oh, Jeanne, pour aller jusqu’à toi, quel drôle de chemin il m’a fallu prendre»… Anda y tira palante, Sandro. Y encima tiene la indelicadeza de hablar de ojos cansados.

Si a estas alturas no te han arreado una buena hostia es cuando ya te creces y sueltas la antológica frase que ha garantizado la inmortalidad de esta insignificante cancioncilla:

 Lo siento mucho, la vida es así. No la he inventado yo.

 Aquí uno se levanta y aplaude exaltado, ¡qué cuajo!, ¡qué tablas! Lo suelta impávido, sin que le entre la risa. Qué no daríamos por observar la expresión facial de su interlocutora en ese momento.

 El placer me ha mirado a los ojos y cogido por mano,

 (“Cogido por mano”. Ay, señor. Sin duda, la subida de testosterona le hace incurrir en solecismos.)

 y yo me he dejado llevar por mi cuerpo y me he comportado como un ser humano.

Un arbitrario Sandro, antes dualista cual campesino medieval, se muestra ahora partidario del conductismo, negando el libre albedrío y anticipando los entusiasmos de la neurociencia del siglo XXI. Y vuelve a insistir, colocando bien el mensaje.

 Lo siento mucho, la vida es así, no la he inventado yo.

 Tras un bonito pasaje instrumental para que ella medite, la canción empieza a perder fuelle. Admitamos que era difícil superarse.

 Sus besos no me permitieron repetir tu nombre y el suyo sí. Por eso cuando la abrazaba me acorde de ti.

El nivel baja. Insiste sobre una idea ya desarrollada antes y lo hace con una explicación ligeramente confusa. Realmente no sabemos qué es lo que pretende con esto. Ni nos interesa, a estas alturas. Sandro se da cuenta y por eso opta por reciclar los versos anteriores hasta el final de la canción y nosotros, ligeramente asqueados, nos alejamos lentamente de la escena, mientras se repite una y otra vez el pasaje instrumental ya mencionado,

Sería un error ceder a la nostalgia y dejarnos arrullar por la eficacia melódica de esta abominación, evocando las dulzuras del amor. No, amigos, este tema es la bandera pirata de todos aquellos que nos levantaron a las mujeres que amamos, es la banda sonora de nuestras derrotas y su recordatorio permanente. Jamás te lo perdonaremos, Sandro.

La herida

03 martes Mar 2015

Posted by Salvador Perpiñá in Examen de conciencia

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adolescencia, padre

En torno a los doce años, cuando la testosterona empieza a impregnar tu carne y tu sangre, desatando mutaciones y despertando el aguijón del deseo, el ridículo desciende sobre la semidivina figura paterna y empieza a disolverla, pues nada, ni siquiera el odio, es más devastador.

Antes que las primeras erecciones, la señal del fin de la infancia es ese momento en el que sin previo aviso te avergüenzas de tu padre. Tu padre era unas manos que sabían encender un fuego, una voz grave que escuchabas con los ojos cerrados, un gigante que a veces te subía sobre sus hombros. Y de repente, aquella presencia invulnerable pasa a adquirir los rasgos de un grotesco usurpador. Empiezas a despreciar sus hábitos, sus arbitrariedades y contradicciones, sus ideas timoratas, sus gustos anticuados, su nostalgia del pasado, las primeras señales de la vejez sobre su cuerpo. Sobre todo ―nadie dijo que la vida sea justa― lo desprecias precisamente a causa de sus fracasos y su insignificancia, de las renuncias que hizo por ti.

Lleva tiempo cerrar esa herida. En mi caso empezó a ocurrir en torno a los treinta y tres años, durante una experiencia con LSD. Ante un espejo vi con asombro pero sin terror todos los rostros que había en mí. Los vi de manera simultánea, el niño que fui y el adulto que era, los posibles ancianos que sería y ―esa fue la revelación― el rostro de mi padre escondido en el mío. Ahí empezó un viaje de vuelta.

Poco después me diagnosticaron una malformación cardiaca que heredé de él y que durante un tiempo me hizo obsesionarme con no ser otra cosa que una peculiar variación, fruto del azar, sobre la figura de mis padres. Luego viene esa fase en la que dejan de ser tu red de seguridad, tu último refugio en los malos tiempos y son ellos los que pasan a depender de ti, esa primera vez en que te descubres regañándoles por una trastada y, cambiados los papeles, ves como intentan justificarse con pequeñas mentirijillas.

Cuando murió yo estaba a su lado en una habitación de hospital, escuchando su respiración inconsciente. Me ausenté durante no más de un par de minutos para ir al baño. Siempre la comedia en los grandes momentos. A la vuelta todo estaba igual pero en silencio. Ya no respiraba. Tuve el ingenuo impulso de cogerle la mano, acercarme a su oído y despedirme. La elocuencia me falló y únicamente acerté a darle las gracias por todo. Qué torpe, qué poco.

Sólo una vez que desaparece de tu vida empiezas realmente a ser lo que te ha tocado ser, aunque a veces te sorprendas descubriendo manías y peculiaridades de él en ti o en tus hermanos. A veces el escalofrío de verlo congelado en alguna foto, tan extraño, tan diferente y sin embargo perdurando en tu voz, en ese rictus de los labios al posar, en tantas cosas que tú eres.

Recuerdo la primera vez que volví a verlo en mis sueños. Yo acabé habitando una larga temporada la casa en la que mis padres vivieron al final de sus días. Soñaba que volvía de la calle, cargado de bolsas llenas de viandas. La cocina estaba bañada en esa luz sin tiempo del sueño profundo. Allí estaba él, con los mismos años que tengo ahora, no tocado por la edad ni el infortunio. No nos hablamos porque no hacía falta, simplemente lo abracé. No me había dado cuenta de lo alto que era, yo apenas le llegaba hasta la cintura, súbitamente transformado en niño. Todo estaba perdonado.

The Wayfaring Stranger by The Charlie Haden Quartet

  • Henry Ossawa Tanner. «The thankful poor» (1894)

Conócete a ti mismo

11 miércoles Feb 2015

Posted by Salvador Perpiñá in Examen de conciencia

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actuación, adolescencia, carácter, yo

No seré yo quien niegue las confusiones y melancolías de la adolescencia, afligida por los límites aún difusos de nuestro carácter. Me recuerdo absurdamente trágico, nacido y criado en una ciudad a la que, por origen familiar, no pertenecía del todo; niño medio pijo desclasado que no terminaba de encajar en ninguna parte, de una timidez invencible, dando bandazos, estudiando carreras que no me interesaban lo más mínimo. Híbrido, inexperto, inconcluso.

Uno va sin embargo construyéndose como puede una personalidad. Tras toda una vida de pruebas y errores acaba con suerte –y algo de sentido del espectáculo- descubriendo qué es lo que funciona y qué es lo que no. Entre la improvisación y el método, a base de martillazos, pero también de sutiles modulaciones, se acaba por definir un tipo, un perfil estable que mantiene al abrigo de la mirada pública las zonas abismales de ti mismo, manías y ruindades, todo lo inevitablemente feo que también somos. Yo mismo he cristalizado de manera más o menos consciente en una figura entre paternal e irresponsable, jovial, navideña, ligeramente excéntrica, sentimental y dada a la facundia y al chascarrillo.

Me veo a veces desde fuera y me descubro repitiendo las mismas historias, utilizando los mismos recursos, fatalmente reducido a ser una especie de actor secundario, lo que se llamaba un característico. Me asusta la posibilidad de que ese personaje de una mala comedia de costumbres en que me he transformado acabe cansando a los demás del mismo modo en que a veces me cansa a mí. No soportaría una vida mal escrita que se jodiera en el tercer acto.

Epifanía

01 sábado Nov 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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adolescencia, Lucienne Boyer, música, padres, Takemitsu

Esta mañana de Reyes me doy al vagabundeo mental mientras escucho “Parlez-moi d’amour”, interpretada por Lucienne Boyer en 1930. Como ya sé que los reyes eran los padres, no puedo dejar de acordarme de ellos en un día como hoy, especialmente si hace frío y en una casa en silencio. Mi padre era aficionado a la música clásica, sus gustos no eran especialmente sofisticados, se limitaban a lo que ha venido a llamarse clásicos populares. Un mediodía de agosto, siendo yo un adolescente, regresó del trabajo asombrado, en mangas de camisa, todavía bajo el encantamiento de una pieza de un compositor japonés que había escuchado en RNE2 mientras conducía bajo un sol inclemente. Titulada algo así como “Una bandada de pájaros desciende sobre el jardín pentagonal” (los japoneses son personas muy delicadas, opinaba mi madre), le había impresionado lo suficiente como para hacerle olvidar el calor, el atasco, el cansancio y tantos problemas como por entonces le abrumaban.

Cuando años después llegué a conocer aquella composición de pegadizo título me quedé perplejo. Enigmática, opiácea, difícil, su mundo de sonidos no tenía nada que ver con el que a mi padre le resultaba familiar. ¿Qué habría en ella que tan profundamente le había sacudido? La pieza era obra de Toru Takemitsu, compositor de vanguardia y autor de bandas sonoras, como la de Ran, de Kurosawa, sin ir más lejos. En 1944, Toru Takemitsu era un chaval de catorce años reclutado a la fuerza por el ejercito imperial para construir bases militares subterráneas en las montañas. Por aquel entonces la música occidental estaba severamente prohibida y la radio sólo emitía música tradicional japonesa o de carácter marcial. Un oficial reunió en su despacho a un pequeño grupo de soldados para escuchar clandestinamente en un viejo gramófono, una afilada caña de bambú haciendo las veces de aguja, viejos discos europeos. Entre ellos “Parlez-moi d’amour” interpretado por Lucienne Boyer en 1930. La canción conmovió profundamente al joven Takemitsu, decidiendo su futuro destino como músico.

Hace poco me enteré de sus últimas palabras, escritas en cartas y tarjetas a sus amigos desde su lecho de hospital: «Recobraré fuerzas como una ballena, ¡Y nadaré en el océano que no tiene Oeste ni Este!» Genial, todo es genial. (6-1-14)

Desesperación y Risa

06 miércoles Ago 2014

Posted by Salvador Perpiñá in Observaciones

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adolescencia, amistad, bares

Hace tiempo, en una calle de mi ciudad se sucedían una serie de bares bautizados con mucha pompa: Versalles, Venecia… Nada en ellos hacía recordar los esplendores asociados a su nombre. Recuerdo un domingo por la tarde, un amigo y yo, que andaríamos entonces por los dieciséis, gastábamos nuestra última moneda en una caña. A la insoportable melancolía de cualquier domingo por la tarde se añadía la culpabilidad por, como siempre, no haber preparado el examen del día siguiente y el hecho de que ese fin de semana, como siempre, no se había producido el Glorioso Advenimiento del sexo.

El bar estaba casi vacío, una radio con las pilas gastadas emitía unos sonidos inarticulados, como de rata androide agonizando, que con algo de buena voluntad podían reconocerse como una retransmisión de fútbol. En la barra de acero inoxidable y cerámica op-art de un denso verde esmeralda, un varón de una edad que se nos antojaba fabulosa y que en nuestras impresionables mentes tomaba los rasgos de un alcohólico irredento, pedía otra caña. El camarero, hombre desabrido, se la sirvió con desdén y a continuación le puso una tapa. La tapa consistía en una albóndiga, una sola albóndiga, algo más pequeña que una albóndiga normal –destaco ese inquietante detalle- flotando en un charco de un fluido abyecto, todo ello recogido en una bandeja deslustrada de acero inoxidable que subrayaba cruelmente la escasez miserable de su contenido. A continuación y como quien ha repetido la operación en incontables ocasiones, abrió una botella de coñac nacional y la derramó por encima, extrajo de su bolsillo un mechero y tras dos intentos le prendió fuego. Con gesto prócer y una sonrisa de triunfo, plantó ante la mirada perdida del parroquiano la pequeña albóndiga flamígera, que ardía con una ruin llamita azulada. El parroquiano, un desagradecido, no hizo ningún comentario.

Nosotros volvimos a nuestros respectivos hogares con la desagradable sensación de haber recibido un mensaje sobre la vida que sólo muchos años más tarde estaríamos en condiciones de entender.

(31-10-2013)

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