Pronto hará nueve años que abrí este blog. Nueve años suponen casi una era geológica en el corto espacio de nuestras vidas. Para mi asombro el blog sigue vivo, si bien es verdad que su metabolismo es ahora más lento. Cada vez me resulta más difícil dar con un nuevo tema sin repetirme y cada vez soy más exigente con lo que escribo. Miro ahora algunas de mis primeras, fervorosas, entradas y siento un poco de vergüenza, no mitigada por el afecto.
Frecuentemente y con imprudencia, he practicado la efusión íntima y me he expuesto demasiado. No habiendo vivido una vida excepcional, no habiendo sido testigo privilegiado de los grandes momentos del siglo y sin haberme siquiera codeado con aquellos cuyos nombres serán recordados, me queda para ofreceros poco más que mi limitada subjetividad, lo mejor vestida posible.
Voy a incurrir de nuevo en el impudor y en la redundancia. A medida que se me agota el futuro —y no hay que hacer demasiado drama de ello, es un hecho— dos actitudes divergentes se suceden de una manera natural dentro de mí.
Está aquello que Escohotado denominaba «la dimensión de incumplimiento de nuestras vidas», que en mi caso ha sido considerable. Me apena todo aquello que pude hacer y no hice, no me perdono lo que no conseguí o no supe retener, cuanto no aprendí o experimenté. Descontento de mí mismo y de los demás, soy demasiado consciente de las debilidades humanas, incluso en aquellos a quien más quiero. El hábito frecuente de la decepción me ha hecho tolerante con ellas, aunque cada vez me irrita más la estupidez esencial de la mayoría de las opiniones —ese rastro de baba que nos obstinamos en dejar nuestro paso—, la pequeña crueldad de niño cabrón hasta en el más ejemplar de los ciudadanos, la autosatisfecha arrogancia del ignorante. Una amable misantropía es en mí casi una segunda naturaleza en un mundo en que los malos y los mediocres suelen salirse con la suya; yo mismo, mucho más mediocre de lo que esperaba.
Y, sin embargo, vivo estas jornadas previas a la primavera con un fervor loco de sufí en trance. Paseo por la calle en una especie de aturdimiento agradecido. Todo me conmueve: la belleza y la gracia de los rostros, las amables costumbres de mis congéneres, la dulzura con la que tratan a sus crías, las costumbres del gato, las ciudades poniéndose en marcha, el bullicio de los pájaros inaugurando la mañana, las mil y una formas en que el sol acaricia el mundo. Borracho de luz y de presente, de aceptación y plenitud, como un niño alocado, me asombro con lo común, me emociono con lo evidente. Adoro las historias que otros me cuentan, no dejo de asombrarme ante las posibilidades del ingenio humano. Venero, con amor y gratitud insensatos, a ese mismo tiempo que me destruye. No sé si se trata de epifanías angélicas o mero kitsch del alma. No sé —y ese pensamiento me sobrecoge—si en realidad me estoy despidiendo del mundo, antes de caer en la irrelevancia de la vejez hasta que finalmente oiga llegar al gran viento que a todos nos dispersará.
