El cristianismo, sagazmente realista pese a la opinión habitual, se articula en torno a un nacimiento y a una muerte. Sin duda que la inmolación de una divinidad no es novedosa ―si a eso vamos, hasta en la injusticia de su condena hay ecos del proceso de Sócrates― pero el cristianismo aporta la idea de una muerte degradante, impensable en una mitología aristocrática y causa de su perduración. El mundo, al fin y al cabo, es de los desdichados y haber detectado la esencial fragilidad de los hombres es el acierto definitivo de lo que podríamos llamar una religión para la intemperie. Sin embargo, en esa idea de un dios que muere por nosotros hay un pasivo-agresivo «me debéis una» que nos disgusta un poco. Por eso el acontecimiento inaugural, la noche de Navidad, resuena con más cordialidad en los corazones humanos.

Otras veces os habré hablado de la Navidad de los pobres, de los abandonados, de los niños. Últimamente tiendo a contemplarla desde un ángulo en que jamás había reparado y es lo que tiene de celebración de lo humano. Un dios descubre los gozos de la carne mortal. Arrancado de los vastos orbes de la pura contemplación, de la transparencia y el número, ingresa en el tiempo. Su mirada de niño descubre la mirada de la madre, el calor bondadoso de los animales, la magia humilde del fuego, la fábula de las estrellas en el cielo. Qué risa de asombro podemos imaginar en ese recién nacido, hasta la mordedura del frío y la aspereza de la tela que lo envuelve son una embriaguez.

Con los años descubrirá los vértigos de la incertidumbre, el juego y la danza, el sabor del pan y de las uvas, la fidelidad del perro, el canto y las diferentes palabras que nombran las cosas, la ironía y las alegres obscenidades, la dulzura del sueño tras un día de trabajo. Hacer objetos con sus manos en el taller de su padre, rascarse donde le pica, saciar su sed en las fuentes, sentir la piel del otro. Qué revelación tocar lo que él mismo ha creado, asistir asombrado al paso de las estaciones, la migración de las aves, los cambios en su cuerpo, el aguijón del deseo.

En este día de Navidad imagino un dios que se ha enamorado de su obra, que no ha podido soportar la salida del tiempo y el regreso a su antigua condición. Arquitecto de universos que se bastaba a sí mismo, reniega ahora de su condición. Devorado por la nostalgia, quiere ser efímero y cambiante, incluso si eso supone sufrimiento. Porque debemos estar por encima del dolor y la miseria de nuestra condición, saber que el milagro nos espera a cada instante donde menos se le espera, que el mundo rebosa de abundancia y luz si tenemos los ojos bien abiertos y algo del corazón de aquel rapaz asombrado que fuimos.

Gentile da Fabriano (1370-1427)

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