El 22 de Diciembre de 1986 un tren atraviesa de noche la distancia entre París y la frontera española. Hace un frío del demonio y un joven Perpiñá viaja en uno de aquellos viejos compartimentos de segunda con un par de desconocidos: un chaval navarro y tenue y un señor del Bierzo que se parece vagamente a Adolf Hitler. El joven Perpiñá regresa a casa por Navidad tras tres meses de estancia en Oxford, que él esperaba parecidos a una novela de Evelyn Waugh y resultaron más próximos a una película de Ken Loach. El joven Perpiñá se siente fracasado porque el viaje ha sido sexualmente estéril y no ha escrito ni una página de la novela que esperaba escribir, pero allí se ha aficionado a John Dowland, la Motown y a Ella Fitzgerald y eso que se lleva. El joven Perpiñá vuelve literalmente sin un duro y se muere de ganas de pisar el umbral de su casa, abrazar a sus padres y amigos, amar de nuevo lo acostumbrado, sentirse querido.

La noche será larga y en un mundo aún analógico habrá que conversar. El lánguido navarro resulta ser un tipo de lo más sofisticado y le enseña una monografía que le habrá costado un pastizal sobre Yves Klein, artista avantgardísimo que Perpiñá conocía por una foto que vio de niño en un libro de arte y que le turbó lo más grande; foto donde dos señoritas desnudas se embadurnaban de pintura mientras un trío de cuerda tocaba sabe dios qué y un público burgués ponía cara de póker. Al afectado navarro le encanta el enfáticamente llamado “azul Klein”, único pigmento del que constaba su obra y que a Perpiñá le recuerda al azulete de toda la vida, aunque se abstiene de decirlo para no quedar como un gañán. Mientras, mira con el rabillo del ojo al silencioso, plácido, relimpio señor del Bierzo, preguntándose qué estará pensando de los dos listillos que tiene enfrente. El delicuescente navarro sigue hablando con una voz muy bien modulada, esta vez sobre Hafiz, poeta báquico, místico y persa, que Perpiñá aún no ha leído pero conoce de oídas, gracias a dios, porque a Perpiñá le preocupa la opinión que el fatuo navarro se forme de él. Pero como a Perpiñá también le importa la opinión del señor del Bierzo, que va muy abrigadito, le saca un poquillo de conversación con que vaya biruji que hacía en París, ya que el tiempo es «lingua franca de la sociabilidad, se hablaba del tiempo a la sombra de los zigurats y en las lonjas de Núremberg, se habla del tiempo en el Vaticano, en Miami y en Puebla de Don Fadrique», como escribió años después un Perpiñá mucho menos joven, pero algo menos imbécil y que sigue sin haber escrito una novela.

No recuerdo cómo pasamos del biruji a ello, pero el hombre del Bierzo empezó a hablar sobre el amor y nos dijo, con una voz extrañamente inexpresiva, que era convenientísimo antes de escoger esposa, haberla conocido desde que era pequeña, haberla visto crecer, para así hacerse una idea cabal de sus cualidades. Al vaporoso navarro y a mí nos pareció entonces una opinión de enorme rusticidad y seguro que intercambiamos una discreta mirada de estupor e ironía. Pero ahora pienso, qué demonios, Hafiz hubiera hablado así, Dante hubiera hablado así.

¿Por qué me acuerdo del berciano hitleriano?, porque he estado estratosféricamente enamorado y mirar las fotos de la mujer amada en su niñez ―aquella cosita pequeña que tenía que ponerse de puntillas ante el lavabo para cepillarse los dientes, que ya era ella pero que aún no era ella― me hacía sentir una ternura insoportable y solo ahora, en la aflicción, entiendo que quizás tras aquella silvestre barbaridad del viajero, hablaba una dulzura antigua y cereal, más vieja y más perdurable que las ruinas de los desiertos.

Se acerca de nuevo la Navidad, hace frío, las muchachas desnudas de Klein no estarán para muchos trotes, el señor del Bierzo descansará a dos metros bajo tierra, como mis padres, el irisado navarro me juego lo que sea a que comisaría alguna exposición y yo que he incurrido en las hipérboles sentimentales del bueno de Hafiz y que ahora entiendo hasta qué punto su dolor no era retórico, me consiento regresar mentalmente a ese vagón vacío que sigue atravesando de noche, en algún universo paralelo, los paisajes de aquella Francia que solo conocía por las novelas que amaba e imagino, solo por un rato, que me quedo dormido en él, sin que me vea el revisor, arrullado por el traqueteo y los recuerdos de una vida tan distinta a la que entonces esperaba, sabiendo que no tengo ya dónde regresar, preguntándome en qué estación terminará mi viaje.

Un happening de Yves Klein, que ya hay que tener poder de convicción.

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