He pasado un par de días como asesor de Script Nest, un taller de guion organizado por unas amigas. En el entorno bucólico de un viejo molino en el valle de Lecrín intentamos contribuir en lo posible a la mejora de los proyectos. Los hijos de las autoras corretean tras las ovejas, hacen instrumentos de música con objetos encontrados, ruedan un corto de terror y otros placeres pastorales. Mientras tanto, las madres se pueden permitir unas horas de tregua para volcarse en su trabajo. Hippismo bien entendido. La infancia ha estado presente en muchas formas. Por un lado, esos guiones en agraz, todo posibilidad de futuro. Por otro, y nada más llegar, el olor del lugar me transportó en el acto a un misterioso bosquecillo ―con sus perfumes resinosos de hojas muertas, nueces y acequias― del colegio de las Siervas del Evangelio, ¡qué voluptuoso nombre!, al que pertenecen los primerísimos recuerdos del que esto os escribe. Por último, la presencia constante, bulliciosa de niños, esas extrañas criaturas que para desplazarse de A a B eligen hacerlo corriendo y dando brincos. En especial la más pequeña de todos, Río, una criaturilla de apenas meses, que gateaba sobre la hierba, sin poder contener la risa y el asombro ante el verdor y el azul sobre ella, el zumbido de los insectos y la presencia santa de un perro, que la reconocía como su igual.

Hoy es mi cumpleaños y estoy muy lejos de esos ojos abiertos de Río. En las redes sociales mi imagen es la de una oronda, traviesa bonhomía. Me complazco en un vago misticismo y hago esforzadas declaraciones de fe en la vida y en los hombres. No es verdad, o al menos hoy no lo es. «Descontento de todos, descontento de mí», son palabras de Baudelaire que seguro que he citado alguna que otra vez, porque soy un pesado y suelo repetir estas impúdicas confesiones de infelicidad, que mis amigos más cercanos me reprochan por inconvenientes, pero así son las cosas: el tiempo pasa y no encuentro esa gloria perdida. Ni Bach, ni Ray Davies, ni la vortioxetina operan ya su magia. El verano lo agrava todo al poner en suspensión la cercanía de los afectos, uno se siente solo en un mundo sin misterio, ultrajado por la luz, asesinado por el sol, un mundo al que han arrancado el alma. No encuentro placer alguno en la lectura o visionado de ficciones, ¡otras vidas, otros inútiles enredos!, siento incluso una especie de horror religioso a la hora de escribirlas. Violar de nuevo la serenidad del vacío para poner en marcha simulacros de esa violenta agitación perpetua, hecha de muerte y errores y lucha y crueldad. Pensamiento nada recomendable para cualquier ser humano y fatal para un escritor.

Pero un año más, contra todo pronóstico, sigo en este valle de lágrimas, así que me vestiré con mis mejores galas y levantaré una copa llena a rebosar del mejor de los vinos (de eso no me falta, gracias a dios) para brindar con vosotros. Conviene levantarse y volver a caminar, pasará el verano, hasta la más negra melancolía pasa. Mis fuerzas no son muchas, pero aún conservo la capacidad de reír y alguna habilidad específica con las palabras, mis armas para una labor que requiere modestia y toda la paciencia posible. Nada menos que proceder al reencantamiento del mundo. Se lo debo al niño que fui.

Secuencia descartada de Dr. Strangelove (Stanley Kubrick, 1964)