Por lo que a mí respecta, «abril es el mes más cruel» porque bajo la pureza de su cielo lo nuevo surge de las cenizas de lo viejo, que debe perecer porque ya cumplió su función. La renovación no se produce sin grandes destrucciones. La primavera es una salvajada y está más cerca de «Le Sacre du Printemps» que del espíritu de la égloga.

Abril nos recuerda que aquellos a los que la juventud nos cae ya lejos estamos excluidos de sus celebraciones bárbaras. La aparición de fracturas soldadas en los enterramientos, señal de que se intenta preservar vidas ya inservibles, marca la aparición de lo humano. Podría interpretarse la civilización como el intento por aferrarse a la vida de lo que superó su fecha de caducidad. Se reivindica el valor de la experiencia y el conocimiento, se hace uso de un poder acumulado en forma de costumbre. Un poder tan excepcional que en las guerras son los jóvenes los sacrificados para su preservación.

Es normal que los viejos no entendamos el nuevo mundo del que empezamos a ser expulsados, aunque es necesario llevarlo con cierta elegancia. El viejo que clama contra las jóvenes generaciones es ridículo, desde el tiempo de los egipcios hasta aquel Sinatra para el que el rock era «la forma de expresión más brutal, nauseabunda, desesperada y viciosa». Pero también nos repugna la figura del abuelo yeyé, para el que si lo dicen los jóvenes será bueno, porque sospechamos un fondo fraudulento de adulación. De nada le servirá.

Uno, escritor tardío, dubitativo y de cierta edad, se da cuenta de su incómoda posición. No es una época fácil. La opción por la vanguardia ―que fue una de las formas adoptadas por la fe burguesa en el progreso― ya no se da por descontada, ya no estamos tan seguros de que el arte sea una constante evolución que pasa por la ruptura con los límites formales. El acorde inicial del Tristán wagneriano o el urinario de Duchamp en cierto modo anuncian Auschwitz y el Holodomor, que también podrían ser leídos como una superación de los límites de la vieja moral. Nos debatimos así entre la comodidad del epígono y el imperativo adentrarse en lo desconocido para encontrar lo nuevo, que nos recomendaba Baudelaire.

Pero, sobre todo, nos preguntamos ¿para qué? Antes de este siglo, figurar en las doctas páginas del Riquer y Valverde podría ser la imagen de la gloria. El desprestigio y la inminente desaparición de la idea del canon, sustituidas por los fervores vagamente mercantiles del suplemento cultural, hacen que toda idea de perduración resulte ilusoria. Jamás ha habido tantos artistas, nuestro brillo, de alcanzarse, es necesariamente fugaz.

Nuestra fragilidad es extrema, es comprensible que los escritores se agrupen, gusten de formar generaciones y banderías. Humanamente lo entiendo, pero no puedo con esos rituales de mutua adulación (compatibles con la puñalada trapera) y ese creerse la sal de la tierra tan propios del ambiente literario. De joven pensaba ingenuamente que los artistas eran gente interesante y ahora me doy cuenta de que algunas de las personas más aburridas con las que me he topado en la vida eran escritores.

¿Qué hacer?, sí. Desde luego, olvidar eso de la necesidad de expresarnos. No nos expresemos tanto, que te den, Jean-Jacques. Y, ni mucho menos, pensar que la escritura es una manera de contribuir a nuestro equilibrio interior, para eso está la duloxetina, mano de santo. Centrarnos en lo importante, quisimos ser escritores para ganar la admiración de las mujeres, no siempre su amor. También forma parte de nuestra labor maravillar al joven, conmover al adulto, hacer brotar la compasión, crear de nuevo el mundo, dar testimonio de lo que fuimos.

Para eso, paradójicamente, hace falta humildad, ¿somos humildes, Perpiñá?

Leonid Pasternak (1862-1945) «La pasión de la creación»