Víctor y Cristina eran de derechas y lo sufrían en silencio. Antes de llegar a conocerse, Víctor y Cristina vivían en la impostura para evitar la muerte social. Sus conocidos, sus más íntimos, suscribían ideas irreprochablemente progresistas. En el mundo en que se movían el pensamiento conservador era considerado una anomalía, algo ridículo, mezcla inadmisible de maldad e ignorancia. Cuando en los bares enrollados que frecuentaban con los amigos estos sacaban temas de conversación donde había que retratarse, ellos hacían enormes esfuerzos dialécticos para que no se les notara demasiado, guardaban silencio o salían a la calle a fumar con tal de no oírlos, avergonzados de su propia doblez. Por eso se encontraron en aquel callejón del casco antiguo, apoyados en la pared mirando las nubes pasar sobre la luna, sintiéndose abrumadoramente solos.
Intercambiaron un par de frases casuales, pero fue Cristina la que hizo un comentario mordaz sobre la corrección política mientras apagaba su colilla contra la pared de piedra de un viejo convento. Suficiente para que sacaran un segundo cigarrillo y se dieran fuego. La conversación fluyó incontenible. Cómo se rieron de la ridiculez de los espacios seguros en los campus americanos o de las extravagancias de los animalistas. No pararon en toda la noche de salir a fumar hasta que, una vez sus respectivos amigos se retiraron a casa, ellos tomaron juntos una última copa, deseosos de seguir hablando sin limitaciones de tiempo, libres, desinhibidamente reaccionarios.
A las dos de la madrugada hablaron sobre imperofobia y leyenda negra, media hora más tarde sobre la deriva descabellada del feminismo. Víctor la acompañó caminando a su casa. Cuando a las tres Cristina le confesó que creía en dios, el agnóstico Víctor, que jamás se había topado con una mujer que no se considerara atea militante, se lanzó sobre ella y la besó.
Y aquella noche se entregaron el uno al otro con un deseo demente, en la desnudez esencial de quienes han desvelado lo más íntimo de su ser. Pero no podían dejar de hablar. Víctor expresó su admiración por Arcadi Espada mientras besaba largamente su espalda hasta demorarse en las encantadoras corvas de Cristina. Cristina citó a Chesterton mientras le hacía una felación.
Siguieron viéndose a lo largo de las semanas siguientes, en un estado de exaltación sexual que ya habían olvidado. «Cómo iba yo a saber, cuando ya nada se espera». No les bastaba, se llamaban durante el día para desahogarse, comentando los delirios del nacionalismo que poblaban por entonces la prensa. El procés cimentó su pasión.
Acabaron viviendo juntos y para su asombro encontraron a esas alturas de la existencia algo muy parecido a la felicidad, libres de las servidumbres y desengaños de la paternidad. Los días se sucedían colmados de desayunos radiantes, arias de ópera francesa y vinos deliciosos. Juntos visitaban museos, leían a Houellebecq, a Pinker y a Jorge Bustos, recorrían el país dando largos viajes en coche, revisaban los grandes clásicos del cine, porque eran muy de grandes clásicos. Su vida era como caminar un poco borrachos por vastas arboledas al caer la tarde, entre el clamor de los estorninos.
Acababan de dar buena cuenta de una botella de Somontano durante una copiosa comida. Víctor llegaba de recoger la cocina sintiéndose en paz con el mundo cuando vio en la pantalla de televisión un río de África, contaminadísimo. Alargó el brazo hacia el mando a distancia, pero Cristina le pidió que no cambiara de canal.
Mientras en el documental se sucedían imágenes dantescas de plásticos flotantes, Víctor ironizó sobre esa tartufería cursi e inmoral de Occidente, que niega a un continente su justo derecho a la industrialización para que podamos tener paisajes bonitos que ver por la tele después de haber saciado nuestra hambre.
Pero en ese momento apareció un ñu. Una madre ñu maltrecha, en los huesos, a la que le flaqueaban las piernas. Intoxicada por vertidos de metales pesados provenientes de la minería, se había separado de la manada y ahora apenas era capaz de avanzar, medio ciega. No podía más y se desplomó finalmente mientras una espuma blanca le salía por la boca. Su pequeña cría de ñu se le acercaba e intentaba despertarla, empujándola con sus cuernecitos.
A Víctor le pareció de un horrendo mal gusto, en especial el subrayado musical, pero consideró prudente no hacer comentario alguno porque se dio cuenta de que los ojos de Cristina brillaban. Miró con aprensión la lenta lágrima que rodó por su mejilla.
La semana siguiente Víctor adoptó una actitud monográfica en sus charlas domésticas. Buscó artículos en la red, se documentó sobre las perspectivas de futuro de África, se pertrechó de estadísticas alentadoras. Se mostró elocuente, persuasivo. Cristina no le discutía, pero pareció hacerle poco caso.
Meses más tarde aceptó sombrío su decisión de reducir la ingesta de carne, lo que sonaba saludable, pero constituía un solapado golpe de estado vegetariano. Cristina leía mucho sobre nutrición y cultivos sostenibles, miraba obsesivamente las etiquetas de los productos en el supermercado en busca de aditivos tóxicos. Sobre aquel hogar se cernieron innumerables restricciones dietéticas. A solas, Víctor se atiborraba de los alimentos prohibidos, lleno de rencor. Engordó. Sus analíticas eran un escándalo, los médicos le hablaban con severidad.
Víctor seguía el rastro de ella en las redes sociales, donde dio en prodigar nuevas, irreflexivas opiniones, pura emotividad roussoniana sin freno, indignas de una adulta responsable. Opiniones que le dolían como una traición. Nunca estuvo tan guapa. Se cuidaba mucho, dejó de fumar y desbordaba vitalidad. Tras años de abulia funcionarial como profesora en un instituto, ahora no dejaban de ocurrírsele novedosas iniciativas educativas en las que desplegaba un apasionamiento ofensivo. Víctor, que sabía que no había nada que hacer con aquellos pequeños semidelincuentes, no se atrevía a contradecirla.
La intervención del ejercito americano en aquel país africano era el sueño húmedo de cualquier persona de izquierdas, la tormenta perfecta. Un Donald Trump, en horas bajas tras su reelección, literalmente sepultado por decenas de acusaciones de acoso sexual, decide desviar la atención pública enviando a sus tropas para apoyar un gobierno corrupto que intenta reprimir brutalmente una revuelta popular. Los disturbios estallaron tras el escándalo causado por varias partidas de vacunas en mal estado distribuidas por una importante multinacional farmacéutica y que dejaron a decenas de miles de niños con graves secuelas. En los combates son asoladas grandes reservas naturales bajo las que se esconden ilimitadas reservas de gas natural. Cristina no podía entender cómo Víctor no se indignaba ante una canallada semejante. Feministas, ecologistas, antifascistas, anticapitalistas y personas de bien veían en la oposición a la guerra del Serengueti la última causa de la humanidad frente a la bárbara codicia del hombre blanco. La manifestación sería histórica. Mientras Cristina se vestía para lanzarse a la calle aquel sábado de abril, Víctor intentó hacerle comprender que todo era un poco más complejo y que lo que ella creía esencial era en realidad accesorio, lo importante es que no podía consentirse en modo alguno la expansión de una mezcla letal de comunismo e islamismo en el corazón del continente negro, toda política de apaciguamiento era ridícula e irresponsable. Mientras ella bajaba las escaleras dejando una estela fragante de Partisan, un nuevo perfume de CK, Víctor le gritó la frase de Churchill: «Os dieron a elegir entre el deshonor y la guerra. Elegisteis el deshonor y ahora tendréis la guerra».
Ella no le respondió. Oyó cerrarse la puerta del portal y sintió como si Cristina le abandonara por medio millón de rivales.
Se asomó al balcón. Era una bonita tarde, veía a los grupos de chavales dirigiéndose a la mani. Los odiaba, odiaba su entusiasmo, los estúpidos memes de sus pancartas. Se sintió de nuevo el rarito solitario que fue en su adolescencia. Cerró las ventanas, de acuerdo, aceptaba su destino. Él era ya para siempre un emboscado, solo contra un mundo que perseveraba en el error y quiso brindar desafiante por su independencia. Sacó una botella de un whisky carísimo.
Víctor pasó un par de horas dando gracias a la civilización occidental por haber conseguido ese sabor a turba en aquel líquido dorado que ahora calentaba sus venas, escuchando motetes del siglo XIV y especulando sobre la posible existencia de un compañero de instituto de Cristina a quién se figuraba con unos cuarenta años, gafas y barbita entrecana y una expresión irónica y dulzona. Uno de esos hijos de puta que releen Rayuela y escuchan a Pat Metheny. Los imaginó a los dos ebrios de futuro y compromiso en medio de la multitud, compartiendo la exaltación de formar parte de la historia.
Se sirvió otra copa más y encendió la televisión.
Mientras él estaba entregado al Ars Nova la manifestación se había desmandado y hubo cargas policiales. Víctor veía fascinado cómo los antidisturbios golpeaban con sus porras. Todo era muy violento, pero no podía despegar su mirada y qué admiración sintió por el cuerpo cuando vio como la emprendían a palos con un cuarentón con barbita y una cazadora beige que intentaba dialogar con ellos levantando las manos. Bebió a morro de la botella, sonrío y empezó a aplaudir. ¡Descarga tu porra, policía, ejerce el legítimo monopolio de la violencia!
A las doce estaba oyendo sus viejos discos de los Pixies a todo volumen cuando un vecino golpeó la pared. A la una estaba tapado con una manta, en silencio, hipando con una inconcreta sensación de desdicha.
Le despertó el sonido de la puerta al abrirse. Se dio cuenta de que había vomitado un poco. Le costó reconocerla, tenía un par de puntos sobre la ceja y algo de sangre manchaba su blusa. Qué extraña sonaba su voz.
―Tenemos que hablar.
Intentó incorporarse, pero aún le daba vueltas la cabeza y cayó de nuevo sobre el sofá, intentó secarse con la manga el vómito de los labios. Estaba borracho, pero no tanto como para no darse cuenta de que aquello era solo el principio de una cadena ya irremediable de penosos acontecimientos y que no volvería a levantar cabeza en su vida.