Etiquetas

, ,

Un político es alguien que ha aprovechado una oportunidad, le ha salido bien y un día descubre que tiene centenares de miles de incondicionales. No likes en las redes sociales, eso es demasiado inmaterial. Hablo de incondicionales, de sentir físicamente tu liderazgo. Para eso se organizan los mítines, no para ganar votos. Toda esa liturgia del siglo pasado es un dispositivo para que el político se recargue mediante un baño de carisma y sudor. Lo necesita. No se hace para enfervorizar a los asistentes, se hace para enfervorizarle a él. Se hace por su bien. Se alimentan de eso, vampiros de nuestros entusiasmos.

Tienen tablas, ellos y ellas han pasado años como las estrellas de rock, fogueándose en pequeños formatos. Han perfeccionado sus recursos en pueblos perdidos y sedes provinciales, hasta que llega el momento en que atestan pabellones y es cosa de ver cómo ante un micro se llenan de vida y de jactancia y sobreactúan. Son muy buenos en eso y cualquier cosa que dicen, lo que sea, la primera barbaridad que se le pasa por la cabeza a ellos o al flipado que les escribe los discursos, obtiene una respuesta rugiente, unánime, un entusiasmo palpable. Un clamor, en sentido literal. Antes y después se hartan de estrechar manos, los abrazan y son besados por abuelas simpatiquísimas. Se crecen, ¿no se van a crecer?

A esa gente peculiar encomendamos en tiempos nada fáciles la protección de nuestros derechos y el gobierno de nuestros asuntos y nuestros hábitos. No podemos cambiar nuestra naturaleza, pero acaso podamos moderar la suya. Votemos a los nuestros, sí, pero no los aplaudamos tanto. Abuelas, no los beséis. Niños, sed ariscos y mordedles. Hacedlo por nuestro bien.

DobLq-3XsAAbDfL.jpg large (3)