Etiquetas

,

Dentro de nuestra madre aún no tenemos nombre. Al nacer nos ponen uno. Parece que los delfines también se nombran entre ellos.

Nadie escoge el suyo. La serie de sonidos articulados por la que seremos conocidos durante toda nuestra vida es elegida de manera azarosa. En un pasado se atendía al santoral o a complejos compromisos familiares, a veces era un delicado homenaje a algún nudo del árbol genealógico. Poner a tu hija el nombre de tu abuela era como darle un like. En este siglo la decisión ha pasado a depender de gustos personales y también de modas, lo que no evita a muchos niños padecer nombres no menos gravosos que los Onofres o Potencianas de antaño.

Desde pequeños nos identificamos con esas sílabas que afianzan la ilusión del yo, hasta el punto de que olvidar el propio nombre es señal de una catástrofe irreversible. Nos complace que alguien recuerde cómo nos llamamos años después de un encuentro fugaz, hay quienes han hecho de esa habilidad una poderosa herramienta de arribista. Del condottiero Muzio Attendolo Sforza se decía que recordaba al cabo de años a cada uno de sus hombres y la soldada y los caballos que habían tenido.

Olvidamos hechos, olvidamos nombres. El del adulto que nos rescató de las olas y nos devolvió a la orilla, el del desconocido que nos socorrió en una vomitona adolescente, el de una mujer que estuvo en nuestros brazos en una habitación de hotel. Pasan a un reino indiferenciado de sombras. Tengo la teoría de que hay una secreta correspondencia entre cada déjà vu que experimentamos y el momento en que alguien ha olvidado el nuestro.

Los espías, los fugitivos y algunas estrellas del espectáculo poseen dos nombres, el verdadero y un segundo nombre público que llevan como una máscara. Solo muy pocos o incluso nadie ―qué extraña soledad― tienen el derecho de llamarles por su nombre oculto, aquel que escucharon de labios de su madre en las noches de fiebre.

Nuestro nombre ocupará formularios, declaraciones de bienes, contratos, cartas, sentencias, perfiles de las redes sociales. Acompañado de dos fechas sucintas quedará fijado en una lápida. Por ello los códigos civiles prescriben un mínimo decoro en su elección. Para escapar de esa formalidad los retorcemos con efectos expresivos, los cargamos de afectos mediante diminutivos o hipocorísticos.

Cuando te presentan a alguien no sólo estas oyendo el nombre de esa persona, sino el de todos los que se llamaron igual: el de aquel niño que te caía muy mal en el colegio, el de un profesor cruel o un señor con los pelos de un blanco verdoso que era un pelma, el de aquellos que nos engañaron. Sus malas obras contaminan de impureza la neutralidad del nombre, lo degradan. Tenemos una responsabilidad con aquellos que se llaman como nosotros.

Qué raro y precario suena nuestro nombre en nuestra voz. Por el contrario, qué milagro escucharlo, luminoso, redimido, en la voz de alguien a quien amamos.

La inconcebible divinidad, el irresponsable, neurótico demiurgo que se oculta celosamente tras las vastas turbulencias del universo, se sabe los nombres de todos nosotros, también el nombre secreto por el que nos conocen perros y pájaros. Tiene que cargar con eso. Cuando los olvida, dejamos de existir.

fotonoticia_20171004115419-17102294249_800