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Hay personas cuyos años de adolescencia serían los mejores de su vida, su momento de gloria. Todo lo que vino después, caída y pérdida. Pero en general la adolescencia es una época dantesca donde nos hacen mucho daño y nosotros mismos hacemos daño a quienes nos quieren, con una sorda, inconsciente ferocidad. También la época de los grandes, inolvidables ridículos que te hacen un carácter. Hoy me apetece contar un episodio vergonzoso de aquel tiempo. ¿Por qué no?, al fin y al cabo ya nos vamos conociendo.
Durante la Transición, en los tiempos previos a la popularización del video doméstico, determinados cines ofrecían las llamadas películas “S”, etiqueta que abarcaba desde flagrante softcore hasta películas con más o menos pretensiones, desde Tinto Brass hasta Nagisa Oshima o Alain Robbe-Grillet, daba igual. El culo, la teta, eran el elemento unificador. Bien, yo tenía dieciséis años, era de una ingenuidad conmovedora y tenía una ridícula idea prerrafaelita del amor, moldeada por sensibleras baladas de rock progresivo escuchadas con auriculares. Era una tarde vasta y desapacible de sábado, de calles vacías y nubes bajoneras; una tarde donde la alegría parecía haber abdicado y yo estaba solo en casa y no tenía planes, compadeciéndome por no tener ni novia ni planes. Harto de escuchar por enésima vez “Thick as a Brick”, las paredes se me caían encima. Eché un vistazo a la cartelera y mis ojos se posaron en un sugestivo “película clasificada S” bajo un título: “Blue Movie”. Yo podría ser un ingenuo, pero también era un enteradillo y en alguna parte había leído que una película de Andy Warhol del mismo nombre incluía escenas de sexo explícito. Caramba, tenía dieciséis años y me pareció un buen plan. Triste, sí, pero gratificante. ¡Y con coartada cultural!
Me arreglé y eché a andar hasta el cine en cuestión. Procuré llegar tarde para ahorrarme la sordidez de una espera compartida en el hall. Eché un vistazo al cartel, disimulando porque temía que alguien pudiera reconocerme. En efecto, se llamaba “Blue Movie”, pero no la había dirigido Andy Warhol sino un tal Alberto Cavallone. Jamás olvidaré ese nombre. No ardiera. Dudé un instante, pero yo había atravesado media ciudad caminando bajo la lluvia para ver mujeres desnudas y me daba igual si me las ofrecía Andy Warhol o -casi mejor, si a eso vamos- un desvergonzado hedonista italiano.
Creí detectar en la mirada de la mujer que me vendió la entrada algo entre el desprecio y la piedad. Entré en la sala a oscuras. La película era corta y para completar el programa proyectaban un documental de interés antropológico sobre la matanza del cerdo. Las imágenes no ahorraban truculencia alguna y me revolvieron el estómago, pero aguanté. Al final llegó el ansiado momento y me acomodé con un suspiro. Los primeros minutos ya me pusieron sobre aviso. Una lúgubre música atonal de órgano, como un coral siniestro de Bach, anunciaba que lo que iba a ver no sería liviano. No recuerdo apenas el argumento. Un joven de pocas palabras, con estética de miembro pijo de las Brigate Rosse, seducía a chicas en galerías de arte y las llevaba a una casa en mitad de un bosque, donde se entregaba en un sótano a absurdas practicas BDSM con pretensiones de performance. Y venga coche bosque arriba y coche bosque abajo y venga órgano. Nada más. Tinieblas, maldad y aburrimiento. Maldecía ya al buen dios cuando ocurrió algo insólito. La imagen se detuvo y quedó congelada. El efecto era desagradable, como si uno se hubiera salido del fluir del tiempo. En el silencio sobrevenido sentía mi pulso acelerado. El centro de la pantalla empezó a deformarse, lisérgico. Luego se trasformó en una burbujeante ameba luminosa que devoraba todo a su alrededor. El fotograma se estaba quemando. Y entonces las luces de la sala se encendieron de golpe. Como comadrejas deslumbradas por los faros de un coche, encogidos en nuestros asientos con aprensiones de redada, cuatro almas perdidas: un chaval de dieciséis años y tres pervertidos, fumadores de negro con el cabello grasiento. No queríamos mirarnos bajo aquella luz cruda, no queríamos reconocer nuestra común miseria que nos había llevado aquel sábado de otoño a malgastar unas monedas y dos horas de nuestra vida en la basura perpetrada por un individuo con el ridículo nombre de Alberto Cavallone. Finalmente volvió una oscuridad que acogimos con alivio y la película prosiguió. Cinco minutos después el ragazzo jugaba a asfixiar a la ragazza con una bolsa de plástico transparente. Diez minutos más tarde hizo su aparición la coprofagia. Me levanté y abandoné la sala despavorido.
La noche había caído, ya no llovía. No me podía quitar de la cabeza la melodía averiada del órgano, que era un asco y un remordimiento, ni el miedo de haber contraído en aquella sala alguna infección del alma que me alejaba sin remedio de la bonachona coreografía de semáforos y autobuses públicos, del módico éxtasis de las parejas maduras merendando en las cafeterías, de los grupos de muchachas que a esa hora navegaban por las aceras, riendo y fumando, oliendo a lluvia y a lavanda. Sentía que algo dentro de mí se deformaba y se expandía y burbujeaba como el celuloide derretido de un fotograma para siempre detenido, porque era sábado y yo quería amor y se me daba una escena ruin de tragicomedia.