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Cientos de miles de millones de estrellas giran a velocidades vertiginosas alrededor del núcleo de nuestra galaxia. Entre ellas el sol y el planeta donde hemos venido a aparecer, que orbita en torno a aquel en un coqueto pas de deux sideral, saturado de eros, «l’amor che move il sole e l’altre stelle». Durante el tiempo que nos lleva cumplir una vuelta entera -protegidos de radiaciones letales y la congelación instantánea por una delgada capa de gases- las constelaciones que orientan a los navegantes se desplazan en el cielo nocturno, se suceden los ciclos estacionales y agrícolas, la serie inmemorial de los trabajos del hombre. Era inevitable emplear ese plazo como una división arbitraria, para escandir el tiempo de nuestras vidas.
Los hombres festejan los cumpleaños, se embriagan, se hacen regalos, reparten grandes abrazos, intentan hacerse reír los unos a los otros y fantasean con propósitos de enmienda. No siempre ha sido así, celebraban aquellos que detentaban el poder y la riqueza; el común de los mortales no tenía verdaderamente muchos motivos para hacerlo, si acaso el alivio de la supervivencia. Nosotros, más afortunados, organizamos grandes fiestas, pero cada nuevo aniversario nos hace sentir angustia.
En un mundo en que conociéramos de antemano la fecha de partida los cumpleaños serían meramente negativos. Los niños nacerían con la cifra de todos los años de su vida y los aniversarios serían una cuenta atrás. Entre los compañeros de clase unos tendrían setenta y cuatro años y otros nueve, las desigualdades resultarían insoportables, ¿cómo se vive con eso?, ¿bajo qué principios se construirían sus sociedades y sus sistemas de pensamiento?
También podemos imaginar un mundo en que el tiempo no sea medido, donde piadosamente se nos ahorre conocer el instante de nuestro nacimiento. Quizás la angustia de la edad es de índole estadística, una vida sin segmentar simplemente fluiría sin balizas ni recordatorios, en una duración elástica, un atravesar el tiempo en que tan sólo ocasionales señales de nuestro cuerpo nos recordarían «el único argumento de la obra».
¿Por qué lo seguimos celebrando? Lo hacemos porque de niños era el gran día, día consagrado a ti, rey por unas horas. Día de excepciones, sorpresas e indulgencia. Una fiesta en tu honor culminaba con el ritual escandalosamente pagano de apagar las velas con tu aliento breve de niño. La edad te mejoraba. Eras un año mayor, más alto, más fuerte, más hábil, procesando cantidades ingentes de información sobre cómo funciona el mundo, ampliando los límites de tu pensamiento, cada vez más capaz de valerte por ti mismo, más cerca de una independencia sin tutelas, ansiando dejar de ser un niño, hacer las cosas chulas que hacen los adultos. No podías sospechar la magnitud de la pérdida.
Ahora the thrill is gone, seguimos aferrándonos a la vieja costumbre, pero no encontramos aquella alegría. Hay otras cosas, sin duda. Nuevas y viejas amistades se mezclan en una trama compleja de lealtades y afectos, no puede negarse una indudable mejora en la calidad de las bebidas y las conversaciones desde aquellas fiestas adolescentes. Durante unas horas el lugar es un bullir travieso de humor, ideas, agitación, seducciones. Es lo de siempre y a la vez es otra cosa. Llegado un punto -como en el último movimiento de la sinfonía de los adioses de Haydn- los invitados abandonan la fiesta en un lento goteo. El espacio se vacía, baja la presión y finalmente quedan unos pocos golfos que se sientan, apurando en sosiego la noche, hablando en voz baja de banalidades o haciendo tremendas confesiones, intentando que no se acabe. Se hace lo que se puede, pero alguien se da cuenta de que está cansado, se levanta y se disculpa, los demás lo siguen. La reunión se disuelve y todos regresan a sus casas. Cierras la puerta diciendo una última gracia, escuchas los susurros en la escalera, el portal que se cierra, alguna risa en la calle hasta que uno queda a solas entre las ruinas de la fiesta, en un silencio como no hay otro igual. Es un buen momento para consentirse unos minutos de introspección. Luego ya, eso va en caracteres, uno decide si recoger esa noche o dejarlo para mañana.
Anne-Françoise Couloumy. “Réception” (2010/2011)