Desde muy pequeños, desde que el lenguaje nos crece dentro, empezamos a formar categorías, a ordenar lo indiferenciado. Para los niños de mi generación la idea de perro se manifestaba de dos maneras. Estaba el animalillo encantador de los juegos y los dibujos animados, tan parecido a nosotros, afable, fiel, sentimental. Pero también estaba el otro, el animal bronco que corría suelto por las calles, el que no movía el rabo en señal de reconocimiento, el inquietante hijo del lobo y de la lluvia.
¿Cómo podría olvidarlos?, dirigiéndose a sus asuntos por las cuestas sin asfaltar de aquel pueblo, entre el humo santo de las chimeneas, sus ladridos como el trueno al otro lado de cancelas pintadas con minio contra las que estrellaban su corpachón. O encadenados cruelmente a una estaca, entre huesos que amarilleaban, siglos de miedo y vergüenza en los ojos de bestia apaleada. Las partidas de perros que descendían del monte, frutos desmañados de azarosos cruces y acoplamientos insolentes a pleno sol. Los grandes machos renqueantes, asmáticos, con los flancos heridos, la espuma blanca en el belfo. Sus secuaces hirsutos, descarnados, arrastrando a veces mutilaciones –aquel desgraciado con un ojo inútil, cristalizado y amarillento como un ámbar decrépito–, las pobres perras preñadas, con las tetas hinchadas, escarbando en la basura, la legua colgando, la sed incesante. Esa sensación de piedad y terror cuando tenías un mal encuentro con ellos en un cruce y el corazón te brincaba mientras –no moverse, no mirar– contenías el aliento esperando a que dejaran de gruñir y de prestarte atención.
Una vez vimos a unos cazadores matar a tiros a un braco rabioso. Saltaba ensangrentado en el aire, parecía como si nunca fuera a morir. Durante semanas visitamos el secarral donde lo enterraron, erizado de cardos espinosos, contemplando fascinados el lento avance de la podredumbre. Cosas de críos.
Y ahora, cuando empiezo a percibirme como uno de esos perrazos vulnerados, cuando ya no oigo por la noche aquellos destemplados ladridos elementales, me acuerdo de ellos, de su hambre y su aterido orgullo. Viejos fantoches, expertos en mil derrotas, mis semejantes, mis hermanos. ¿Dónde fueron a parar aquellas manadas famélicas del invierno y las grandes intemperies?, ¿bajo qué luna bondadosa seguirán perseverando en sus libres correrías?
Magnífico, Salvador.
¡Muchas gracias, Miguel! Ya sabes lo mucho que me halaga una opinión favorable tuya. Abrazos.