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A veces se corre el riesgo de malgastar la vida. Entonces una decisión un poco torpe tomada en un impulso lo cambia todo en un abrir y cerrar de ojos. De repente te ves librado a tus propios medios, enfrentado a una realidad que es a la vez una intemperie y una promesa, en un estado entre la euforia y el pánico. Así las cosas nada mejor que escaparme un par de días a una cita con un grupo masivo de amigos que cada año se reúnen al final del verano en Válor un pueblo de la Alpujarra nororiental. Música en directo y un cultivo tranquilo pero contumaz del exceso han formado siempre parte de un peregrinaje cuya repetición nos conforta con la idea de un tiempo detenido.

Este año me he alojado en un hotel que por el mismo precio me ha permitido dormir la juerga y viajar al pasado. La inapelable castidad del mueble castellano y una jineta disecada en el rellano de la escalera te transportan a la España del desarrollismo. Sus habitaciones son anafrodisiacas, uno se siente en ellas un seminarista o un viajante zamorano de insecticidas. Tumbado en la cama no es difícil imaginar un Renault 8 azul marino esperándote bajo la ventana o un melancólico ejemplar de “Los cipreses creen en Dios” olvidado por alguien en la mesita de noche.

Allí me han despertado sonidos tan reconfortantes como las campanas de una iglesia, el fluir de rebaños de cabras volviendo de los pastos de verano y la furgoneta del tío los melones. Pude hablar un rato con uno de los hijos de la familia que lo regenta y su madre. Me parecieron de una delicadeza de carácter verdaderamente excepcional. A su lado parecemos gángsters.

Nada más dejar mis cosas en la habitación me reuní con los que ya habían llegado en la terraza de la piscina municipal. Empezaba a caer la noche mientras un grupo de chicas –un grupo extraordinario– que iba a tocar después estaba haciendo la prueba de sonido. Detrás de ellas se extendía una sucesión de valles y montañas que se van dejando caer hacia un mar invisible algunos kilómetros más allá. Mi amigo Ángel me decía los nombres de esos cerros, los conoce, del mismo modo que conoce los nombres de los árboles y arbustos que los cubren.

Caída ya la noche otro amigo señaló al cielo. Lo que parecía un punto fijo de luz, un planeta, se movía de manera apenas perceptible. Nos explicó que se trataba de la estación espacial internacional, tres personas estaban durmiendo allí en ese momento, suspendidas sobre nuestra redondez inmensa. Anunció que en cinco minutos entraría en la zona de sombra y dejaríamos de verla. Y así fue, en el momento anunciado la luz se apagó como si alguien hubiera soplado sobre ella.

Eso me hizo pensar. Me di cuenta de que soy de esa clase de personas que no saben exactamente por donde sale y se pone el sol, incapaz de recordar el color de ojos que he mirado durante años. Hay cosas que mi vista no detecta y mi memoria no retiene, el mundo se queda con frecuencia en un decorado para mis fantasías. Esta incompetencia mía para lo concreto, esta inclinación al solipsismo y a lo difuso no me impide (quizás es la condición necesaria) encontrar conexiones imprevistas entre las cosas o comprender ocasionalmente las contradictorias emociones que nos mueven y nos paralizan. Hallar un equilibrio entre mis límites y mis destrezas es la tarea nada desdeñable que tengo por delante.

Solo añadir que esa noche fue memorable y que aquí estamos, ya repuestos, incorporados de nuevo a los engranajes de lo real, que esta vez se presenta como una apuesta aventurada, de resultado incierto. Deseadme suerte, la voy a necesitar. El resto depende únicamente de mí.