Etiquetas

, ,

Por motivos que sería prolijo explicar a veces me ocurre que durante el verano me quedo en la ciudad. Los primeros días de agosto adquieren así una tonalidad afantasmada, es como si el tiempo se vaciara. La violencia del verano nos ha desarbolado y en ese estado nos enfrentamos a otro mes de lo mismo en un mundo decididamente hostil, donde los lugares que nos acogían están cerrados y los amigos lejos. No puedes evitar sentirte un réprobo.

Falto de energía para emprender nada, uno tiende a la divagación, el pensamiento se dispersa, las emociones se congelan. Hasta la ligera disciplina de encontrar un tema sobre el que escribir una entrada semanal para este blog resulta ya gravosa.

Pero no basta con esta confesión para salir del paso y como tengo que daros algo no me va a quedar más remedio que, sin que sirva de precedente, presentaros de un modo informal, abocetado, a Álvaro, uno de los personajes de la historia que me va a tener ocupado durante mucho tiempo.

Una mañana de verano de 1976, un sábado. Un vigoroso y bronceado ingeniero contempla lleno de sentimientos panteístas el amanecer mientras hace ejercicios de yoga en la terraza de su chalet, donde no hay rincón que no haya sido construido según su visión. Mientras los pájaros revolotean sobre el cuidado jardín y el huertecillo del que se siente legítimamente orgulloso, le da sus buenos cuarenta largos a la piscina. A continuación inspecciona los frutales y recoge cerezas y melocotones.

Mientras todos duermen se prepara un café cargadísimo y se sienta en su despacho, presidido por los dos únicos cuadros que pintó hace diez años cuando se puso a ello. Un autorretrato ante una biblioteca y una tabla de buen tamaño que representa en un estilo arcaizante una crucifixión llena de detalles de gran crudeza, fruto del interés que por aquel entonces sentía por los aspectos forenses de la ejecución más famosa de la historia. No hay visitante de la casa que no haya escuchado sus teorías al respecto.

Se sienta ante una robusta olivetti, se coloca unas gruesas gafas de pasta negra y trabaja durante una hora en una novela histórica sobre el faraón Amenofis IV, a continuación edita un artículo para una revista universitaria. Finalmente escribe una carta de puntualización al periódico local y otra muy cortés a un colega de la facultad en la que, aparentando en todo momento lo contrario, desacredita a otro colega.

Su segunda esposa –una antigua alumna mucho más joven que él- despierta cuando vuelve al dormitorio. La toma entre sus brazos y la posee de un modo atlético. A lo largo del día los abundantes espermatozoides de un esperma de óptima calidad recorrerán su camino hasta acabar fecundándola por segunda vez. En unas horas llegarán un grupo de amigos, tres parejas con niños a pasar el día y bañarse.

Hacen juntos una lista de lo que falta por comprar y se dispone sacar el coche para recoger a su hijo en la estación de tren y enviar las cartas.

Se trata del hijo habido con su primera esposa, fallecida hace años. Un adolescente de 17 años al que ha metido interno en Campillos porque su rendimiento en el instituto no estaba a la altura de lo esperado. Mientras se ducha prepara mentalmente la charla motivacional que tendrá con él durante el trayecto. Álvaro no considera incompatible la ternura paterna con la exigencia.

Llevaba tiempo sin ver a su hijo y, como en la imagen del recuerdo había omitido el acné y su aire general de desamparo, su aspecto al bajar al anden le decepciona. Aun así lo abraza calurosamente. Su hijo detesta que su padre lo toque. Mientras conduce de regreso y suena una cassette con la séptima de Beethoven, Álvaro le habla de Karajan –el muchacho no le escucha, en ese momento está pensando en la primera vez que vio llorar a su madre y en besar a su novia- e intenta que no le ponga de mal humor su actitud hostil, da gracias al buen dios por el sol que alegra la mañana y piensa que con toda seguridad va a ser un día perfecto. Un perrazo cruza la carretera.